—¿Esta lejos tu posada? —pregunto Valentine.
—En el centro de la ciudad. ¿Tiene hambre?
—Un poco. Más que un poco.
Shanamir hizo una señal a sus bestias, que marcharon obedientemente hacia un callejón sin salida pavimentado con guijarros. El zagal dejó allí los animales. Después, tras desmontar, indicó un mugriento puestecillo al otro lado de la calle. Salchichas espetadas pendían sobre la llama del carbón de leña. El vendedor era un lii, regordete y con una cabeza que recordaba la de un martillo, de piel grisácea y llena de hoyos, y tres ojos que relucían como brasas en un cráter. El zagal se expresó por gestos, y el lii les entregó dos pinchos de salchichas y llenó dos jarras con una cerveza de pálido color ambarino. Valentine sacó una moneda y la puso en el mostrador. Era una moneda gruesa, magnífica, brillante y centelleante, de borde pulido, y el lii la contempló como si Valentine le hubiera ofrecido un escorpión. Shanamir se apresuró a recoger la pieza y sacó otra, una moneda de cobre, más o menos cuadrada, con un agujero triangular abierto en el centro. Después devolvió la primera moneda a Valentine. Volvieron al callejón con la cena.
—¿Cuál ha sido mi fallo? —preguntó Valentine.
—Con esa moneda podría comprar al lii, todas las salchichas… ¡y un mes de cerveza! ¿Dónde la consiguió?
—Pues de mi bolsa.
—¿Hay más como esa ahí?
—Tal vez— dijo Valentine. Examinó la moneda, que en una cara lucía la imagen de un viejo, macilento y arrugado, y en la otra el rostro de un vigoroso joven. El valor era de cincuenta reales—. ¿Es demasiado valiosa? ¿No podré usarla en alguna parte? En realidad, ¿qué podría comprar con esta moneda?
—Cinco de mis monturas —dijo Shanamir—. Un año de alojamiento principesco. Transporte para ir y volver a Alhanroel. Cualquiera de estas cosas. Quizás incluso más. Para casi todos nosotros representa el salario de muchos meses. ¿No tiene idea del valor de las cosas?
Valentine estaba desconcertado.
—Parece que así es.
—Estas salchichas cuestan diez pesos. Cien pesos son una corona, diez coronas son un real, y esta moneda vale cincuenta reales. ¿Lo comprende ahora? Yo la cambiaré en el mercado. Mientras tanto guárdela bien. Estamos en una ciudad honrada y segura, más o menos, pero con una bolsa llena de estas monedas… está tentando la suerte. ¿Por qué no me ha dicho que lleva encima una fortuna? —Shanamir hizo un exagerado gesto—. Porque no lo sabía, supongo. Qué extraña inocencia tiene, Valentine. Me hace sentir hombre, y sólo soy un niño. Usted se parece mucho a un niño. ¿Sabe algo? ¿Sabe al menos cuántos años tiene? Termine la cerveza y continuaremos.
Valentine asintió. Cien pesos son una corona, diez coronas son un real, pensó, y se preguntó qué habría dicho si Shanamir hubiera insistido en conocer su edad. ¿Veintiocho años? ¿Treinta y dos? No tenía la menor idea. ¿Y si le hacían seriamente la misma pregunta? Treinta y dos años, decidió. Parecía bien. Sí, tengo treinta y dos años, y diez coronas son un real, y la pieza reluciente que muestra al viejo y al joven vale cincuenta reales.
3
El camino hacia la posada de Shanamir avanzaba en línea a través del corazón de Pidruid, entre barrios que incluso siendo de noche estaban atestados y agitados. Valentine preguntó si ello se debía a la visita de la Corona, pero Shanamir contestó que no, que la ciudad siempre se encontraba igual, ya que era el mayor puerto de la costa oeste de Zimroel. Desde Pidruid partían barcos hacia todos los puertos importantes de Majipur: de un lado a otro de la activa costa de Zimroel, pero también para cruzar el Mar Interior en el formidable viaje hasta Alhanroel, un trayecto que exigía buena parte de un año, e incluso existía cierto comercio con el continente escasamente poblado, Suvrael, el cubil agostado por el sol del Rey de los Sueños. Al pensar en la totalidad de Majipur, Valentine sintió la presión del peso del mundo, de su mera masa, y no obstante sabía que tal idea era absurda. Porque ¿acaso Majipur no era un lugar ligero y etéreo, un planeta que era una gigantesca burbuja, inmensa pero sin excesiva materia, de tal modo que una persona se sentía siempre boyante, siempre a flote? ¿Por qué esa pesada sensación de algo que oprimía su espalda? ¿Por qué esos momentos de infundado desánimo? Valentine decidió recuperar prontamente una disposición más sosegada. Pronto se acostaría y la mañana iba a ser un día de renovadas maravillas.
—Vamos a cruzar la Plaza Dorada —dijo Shanamir—, y al otro lado encontraremos la Calle del Mar, que lleva a los muelles. Nuestra posada está a diez minutos de ahí. La plaza le asombrará.
Y así fue realmente, al menos por lo que Valentine pudo ver: un vasto espacio rectangular, de amplitud suficiente para permitir el adiestramiento de dos ejércitos, delimitado por inmensos edificios de tejado cuadrangular en cuyas lisas y anchas fachadas se habían incrustado adornos hechos con láminas doradas, de forma tal que las grandes torres reflejaban la luz de las antorchas nocturnas y eran más brillantes que las palmeras flamígeras. Pero esa noche era imposible cruzar la plaza. A cien pasos de la entrada oriental, ésta se encontraba acordonada con un grueso trenzado de felpa roja, y detrás del cordón había soldados con el uniforme de la escolta de la Corona, hombres acicalados e impasibles, con los brazos cruzados sobre sus chaquetones verde y oro. Shanamir saltó de su montura, avanzó y habló rápidamente con un vendedor. Su expresión era de enfado cuando regresó.
—Toda la plaza está bloqueada. ¡Que el Rey de los Sueños les mande un sueño lleno de picores esta noche!
—¿Qué ocurre?
—La Corona se ha alojado en el palacio del alcalde, el edificio más alto, ese que tiene mellados torbellinos de oro en los muros, allí enfrente… Y nadie puede acercarse al palacio esta noche. Ni siquiera podemos ir por el borde interior de la plaza, porque se ha congregado una multitud que espera poder avistar a lord Valentine. Tendremos que desviarnos, ir por el camino más largo… una hora o más. Bueno, creo que dormir no es tan importante. ¡Mire, ahí está!
Shanamir señaló un balcón en lo alto de la fachada del palacio. Varias figuras habían salido al exterior. Vistas desde tan lejos, no eran mayores que ratones, aunque ratones rebosantes de dignidad y grandeza, vestidos con suntuosos ropajes. Al menos Valentine logró captar ese detalle. Eran cinco, y el personaje central debía ser la Corona. Shanamir estiró el cuello y se puso de puntillas para ver mejor. Valentine vio únicamente a un hombre de pelo oscuro, posiblemente con barba, vestido con una gruesa capa de piel de estitmoy que cubría un jubón verde o azul claro. La Corona se hallaba en la parte anterior del balcón, con los brazos extendidos hacia la multitud, que hacía el símbolo del estallido estelar con los dedos estirados y gritaba su nombre sin cesar:
—¡Valentine! ¡Valentine! ¡Lord Valentine!
Shanamir, junto a Valentine, también estaba gritando.
—¡Valentine! ¡Lord Valentine!
Valentine experimentó un violento sentimiento de aversión.
—¡Escúchalos! —murmuró—. Gritan como si ese hombre fuera el Mismo Divino que ha bajado para cenar en Pidruid. Sólo es un hombre, ¿no? Cuando sus tripas están llenas tiene que vaciarlas, ¿no es cierto?