—Yo no regateo —dijo ella, muy tranquila—. En mi profesión existe el honor. Buena suerte en la carretera. —Dedicó una frígida mirada a Thelkar y Erfon Kavol—. Si queréis, podéis coger un poco de duika antes de partir. ¡Pero será mejor que no estéis comiéndola cuando os topéis con los hermanos!
La giganta dio media vuelta con voluminosa dignidad y se dirigió hacia la enorme fruta que había junto al árbol. Sacó la espada, cortó tres grandes trozos e hizo un desdeñoso gesto a los skandars, que con cierta intranquilidad los metieron en la cesta de mimbre.
—¡Al vagón, todos! —ordenó Zalzan Kavol—. ¡El camino a Mazadone es largo!
—Hoy no viajaréis mucho —dijo Lisamon Hultin, y estalló en una burlona risa—. No tardaréis en volver aquí… ¡si es que sobrevivís!
5
Los dardos envenenados de los hermanos del bosque preocuparon a Valentine durante los siguientes kilómetros de marcha. Una muerte horrible y brusca no tenía atractivo alguno, y los bosques eran densos y misteriosos, repletos de un tipo fundamental de vegetación: helechos arboriformes con planteadas vainas de esporas, vítreas colas de caballo de tres metros de altura y espesos grupos de hongos arracimados, pálidos y repletos de oscuros cráteres. En un paraje tan extraño podía suceder cualquier cosa, y seguramente sucedería.
Pero el jugo de la duika mitigó fuertemente la tensión. Vinorkis dividió en porciones cúbicas un enorme trozo y las repartió entre los demás. La fruta tenía un sabor profundamente dulce, su pulpa era granular y se deshacía con rapidez en la lengua. Los alcaloides que contenía no tardaban en pasar de la sangre al cerebro, con más celeridad que el vino más fuerte. Valentine notó calor y alegría. Se repantigó en el cuarto de pasajeros, con un brazo sobre los hombros de Carabella y el otro sobre los de Shanamir. Delante, Zalzan Kavol estaba mucho más tranquilo; había acelerado la marcha del vagón, que avanzaba con traviesa velocidad no muy de acuerdo con los austeros y precavidos hábitos del skandar. Sleet, normalmente reservado, cortó más duika y empezó a cantar una bulliciosa canción:
El vagón se detuvo de repente, tan de repente que Sleet salió despedido y cayó en el regazo de Valentine, un trozo de jugosa duika produjo un chasquido al chocar con la mejilla de aquél. Entre risas y parpadeos, Valentine se limpió la cara. Tras recuperar la visión, vio que todos se hallaban reunidos en la parte delantera del vagón, atisbando entre los skandars que ocupaban el asiento del cochero.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Una enredadera cazapájaros —dijo Vinorkis en voz bastante sombría—. La carretera está obstruida. La giganta dijo la verdad.
Cierto. La pegajosa y resistente enredadera roja estaba extendida entre dos helechos arboríferos, formando una cadena potente y flexible, ancha y gruesa. El bosque que bordeaba la carretera era totalmente impenetrable en ese punto. La enredadera cazapájaros cerraba la carretera. El vagón no podía continuar por ningún sitio.
—¿Es muy difícil cortarla? —preguntó Valentine.
—Podríamos hacerlo en cinco minutos con pistolas de energía —dijo Zalzan Kavol—. Pero mirad allí.
—Hermanos del bosque —dijo en voz baja Carabella.
Estaban por todas partes, pululando en el bosque, colgados de todos los árboles aunque a más de cien metros del vagón. A corta distancia no tenían tanto parecido con los monos, su aspecto era de salvajes de una raza inteligente. Eran pequeñas criaturas desnudas de piel lisa y grisazulada y delgadas extremidades. Sus peladas cabezas eran estrechas y alargadas, con frentes planas e inclinadas, y sus estirados cuellos parecían endebles, frágiles. Tenían el pecho hundido y sus cuerpos eran descarnados y huesudos. Todos, tanto machos como hembras, llevaban cerbatanas de caña atadas a las caderas. Señalaron el vagón, parlotearon entre ellos, emitieron suaves silbidos.
—¿Qué hacemos? —preguntó Zalzan Kavol a Deliamber.
—Recurrir a la guerrillera, diría yo.
—¡Nunca!
—En ese caso —dijo el vroon—, dispongámonos a acampar en el vagón hasta el final de nuestros días, o volvamos a Dulorn para indagar si hay otra ruta.
—Podríamos parlamentar con ellos —dijo el skandar—. Sal, mago. Habla con ellos en el lenguaje de los sueños, en el lenguaje de los monos, en el lenguaje de los vroones, como sea. Diles que nos esperan asuntos urgentes en Mazadone, que debemos actuar en el funeral del duque y que se les castigará severamente si nos retrasan.
—Habla tú con ellos —dijo tranquilamente Deliamber.
—¿Yo?
—Es muy probable que el primero de nosotros que salga del vagón acabe espetado por dardos. Prefiero rehusar el honor. Quizá se sientan intimidados por tu gran corpulencia y te alaben como su rey. O quizá no.
Los ojos de Zalzan Kavol llamearon.
—¿Te niegas?
—Un brujo muerto —dijo Deliamber— no te llevará muy lejos en este planeta. Sé algunas cosas sobre estas criaturas. Son caprichosas y muy peligrosas. Elige otro mensajero, Zalzan Kavol. Nuestro contrato no me exige que arriesgue la vida por ti.
Zalzan Kavol emitió un gruñido de disgusto, pero no insistió.
Inmovilizados, los malabaristas permanecieron a la espera durante tensos minutos. Los hermanos del bosque empezaron a bajar de los árboles, manteniéndose a considerable distancia del vagón. Algunos danzaron e hicieron cabriolas en la carretera, y entonaron un cántico áspero y discordante, amorfo y atonal, como el zumbido de un descomunal insecto.
—Un disparo de pistola de energía los dispersaría —dijo Erfon Kavol—. No nos costará mucho quemar la enredadera cazapájaros. Y luego…
—Y luego nos perseguirán por el bosque y nos acribillarán con dardos en cuanto asomemos la cabeza —dijo Zalzan Kavol—. No. Podemos estar rodeados por miles de hermanos.
Ellos nos ven, nosotros no podemos verlos. No los venceremos por la fuerza.
El voluminoso skandar engulló malhumoradamente los restos de duika. Continuó en silencio unos instantes, con el ceño fruncido, agitando el puño de vez en cuando a las diminutas criaturas que obstruían la carretera.
—Mazadone todavía está a un día de viaje —dijo finalmente con voz sorda y amarga—. Esa mujer dijo que allí no había trabajo disponible, así que debemos ir a Borgax, o incluso a Thagobar, ¿eh, Deliamber? Pasarán varias semanas más antes de que ganemos otra corona. Y aquí estamos, atrapados en el bosque por unos monos con dardos envenenados. ¿Valentine?
—¿Sí? —contestó Valentine, sorprendido.
—Quiero que salgas del vagón por la parte trasera y vuelvas con esa guerrillera. Ofrécele tres reales para que nos saque del apuro.
—¿Hablas en serio? —preguntó Valentine. Carabella se quedó boquiabierta.
—¡No! —dijo la joven—. ¡Iré yo!
—¿Qué pasa aquí? —dijo Zalzan Kavol, irritado.
—Valentine es… es… se pierde con mucha facilidad, se distrae, él… es posible que no sea capaz de encontrar…
—Tonterías —dijo el skandar, agitando las manos en señal de impaciencia—. La carretera es recta. Valentine es fuerte y rápido. Y se trata de una misión arriesgada. Tu talento es demasiado valioso, no podemos arriesgarlo, Carabella. Tendrá que ir Valentine.
—No lo hagas —musitó Shanamir.
Valentine dudaba. No le gustaba mucho la idea de abandonar la relativa seguridad del vagón para ir a pie, solo, por un bosque plagado de mortíferas criaturas. Pero alguien debía hacerlo, y no un skandar, lento y pesado, ni el zancajoso yort. Valentine era el miembro menos imprescindible de la compañía para Zalzan Kavol; quizá fuera cierto. Tal vez él mismo se consideraba poco imprescindible.