—La guerrillera nos dijo que el precio eran cinco reales —recordó Valentine.
—Ofrécele tres.
—¿Y si se niega? Dijo que regatear iba contra su honor.
—Tres —dijo Zalzan Kavol—. Cinco reales es una fortuna inmensa. Tres es un precio absurdo que puede pagarse.
—¿Quieres que corra kilómetros por un bosque peligroso para ofrecer un pago incorrecto a cambio de un servicio que debe hacerse por fuerza?
—¿Estás negándote?
—Estoy recalcando una insensatez —dijo Valentine—. Si debo arriesgar mi vida, debo tener la esperanza de triunfar. Dame cinco reales para la mujer.
—Vuelve con ella —dijo el skandar—, y yo negociaré.
—Ve a buscarla tú mismo —dijo Valentine.
Zalzan Kavol meditó la respuesta. Carabella, tensa y pálida, no dejó de sacudir la cabeza. Sleet advirtió a Valentine, con la mirada, que no cediera. Shanamir, con el rostro enrojecido, tembloroso, parecía estar al borde de un estallido de rabia. Valentine se preguntó si en esta ocasión no había forzado en exceso el volátil temperamento del skandar.
El pelaje de Zalzan Kavol se agitó como si espasmos de cólera estuvieran contrayendo sus potentes músculos. Parecía estar refrenándose mediante un feroz esfuerzo. Sin duda alguna, la última muestra de independencia de Valentine había encolerizado al skandar prácticamente hasta hacerle hervir. Pero en los ojos de Zalzan Kavol apareció un fulgor de cálculo; quizás estaba comparando el impacto de abierto desafío de Valentine con la necesidad que tenía de que éste le prestara ese servicio. Tal vez se estaba preguntando si su tacañería no era absurda en ese momento.
Después de una larga y tensa pausa, Zalzan Kavol respiró con un explosivo silbido y, con aspecto ceñudo, buscó su bolsa. Contó amargamente las cinco relucientes piezas de un real.
—Aquí tienes —gruñó—. Y date prisa.
—Iré tan rápido como pueda.
—Si correr te representa una carga excesiva —dijo Zalzan Kavol—, sal por la parte delantera, pregunta a los hermanos del bosque si puedes desenganchar una montura y cabalga cómodamente hasta encontrar a esa mujer. Pero haz algo deprisa, sea lo que sea.
—Correré —replicó Valentine, y empezó a soltar la ventana trasera del vagón.
En el momento de salir notó picor en los omoplatos, que ya preveían el sordo impacto de un dardo. Pero no hubo impactos, y Valentine no tardó en emprender una ágil carrera por la carretera. El bosque, tan siniestro visto desde el vagón, se hizo mucho menos tenebroso. La vegetación era extraña pero apenas ominosa, pese a la presencia de los arracimados hongos picados de viruela, y los helechos arboríferos eran simplemente elegantes con las vainas de esporas emitiendo destellos bajo el sol de la tarde. Las largas piernas de Valentine siguieron un ritmo constante, y su corazón latió sin lamentarse. La carrera tuvo un efecto relajador, casi hipnótico, fue tan sosegadora como el malabarismo.
Corrió un buen rato, sin prestar atención al tiempo y a la distancia, hasta que le pareció haberse alejado bastante. ¿Cómo era posible que no hubiera reparado en algo tan conspicuo como cinco duikos? ¿Había cometido el descuido de desviarse por una bifurcación de la carretera, se había extraviado? Era improbable. Por ello se limitó a seguir corriendo, hasta que por fin divisó los monstruosos árboles, y la gran fruta caída bajo el más próximo.
La giganta no parecía estar en los alrededores. Valentine gritó su nombre, buscó detrás de la duika, recorrió la arboleda entera. Nada. Consternado, pensó en seguir corriendo, en dirección a Dulorn, para encontrar a Lisamon. Pero al haberse detenido ya notaba los efectos de la carrera: los músculos protestaban en las pantorrillas y en los muslos, y el corazón latía de un modo desagradable. En ese momento no tenía deseo alguno de seguir corriendo.
Pero entonces avistó una montura atada a doscientos metros del grupo de duikos. Era una bestia de tamaño anormal, ancho lomo y gruesas patas, apta para cargar con la mole de Lisamon Hultin. Valentine se acercó al animal, examinó los alrededores y descubrió una senda toscamente abierta que conducía a un riachuelo.
El terreno se interrumpió bruscamente en un irregular risco. Valentine miró desde el borde. El arroyo abandonaba el bosque en aquel punto y el agua caía por el risco a una hondonada rocosa situada diez metros más abajo. Y junto al estanque, tomando el sol después de haberse bañado, estaba Lisamon Hultin, tumbada boca abajo, con la espada vibratoria al lado. Valentine contempló con asombro la amplia y musculosa espalda, los fuertes brazos, las enormes columnas de las piernas, los vastos globos con hoyuelos que eran las nalgas.
La llamó.
Lisamon se volvió al instante, se incorporó, miró alrededor.
—¡Aquí, arriba! —gritó Valentine.
Lisamon miró en esa dirección, y Valentine apartó discretamente la mirada, pero ella se rió de su modestia. La mujer se levantó y cogió la ropa con extremada naturalidad, sin prisas.
—Eres tú —dijo—. El que habla con tanta finura. Valentine. Puedes bajar. No tengo miedo de ti.
—Sé que se enfada si la molestan cuando reposa —dijo mansamente Valentine, mientras bajaba la empinada senda rocosa.
Cuando llegó abajo, Lisamon ya se había puesto los pantalones y estaba haciendo esfuerzos para cerrar la blusa sobre sus soberbios senos.
—Hemos llegado a la barricada —dijo Valentine.
—Claro.
—Necesitamos llegar a Mazadone. El skandar me envía para contratar sus servicios. —Valentine sacó los cinco reales de Zalzan Kavol—. ¿Querrá ayudarnos?
Lisamon observó las relucientes monedas.
—El precio es siete reales y medio.
Valentine frunció los labios.
—Antes nos dijo cinco.
—Eso fue antes.
—El skandar sólo me ha dado cinco reales para pagarle.
Lisamon se encogió de hombros y empezó a desabrocharse la blusa.
—En ese caso, continuaré tomando el sol. Puedes quedarte o marcharte, como quieras, pero no te acerques.
—Cuando el skandar trató de bajar el precio —dijo en voz baja Valentine—, usted se negó a regatear, y explicó que en su profesión existía el honor. Mi noción de honor me exigiría respetar un precio una vez mencionado.
La mujer se llevó las manos a las caderas y se echó a reír, con una risa tan estruendosa que Valentine temió salir volando. Se sentía como un juguete al lado de aquella guerrillera: ella le superaba en peso, más de cuarenta kilos, y en estatura, quizá treinta centímetros.
—¡Qué valiente, o qué estúpido eres! Podría destrozarte de una bofetada, ¡y tú te atreves a sermonearme sobre faltas al honor!
—Creo que no me hará daño.
Ella le observó con renovado interés.
—Es posible que no. Pero estás arriesgándote, chico. Me ofendo muy fácilmente y a veces hago más daño del que pretendo, cuando pierdo el humor.
—No me importa. Debemos llegar a Mazadone, y sólo usted puede convencer a los hermanos del bosque. El skandar pagará cinco reales, ni uno más. —Valentine se arrodilló y alineó las brillantes monedas en la roca que bordeaba el estanque—. No obstante, tengo algunas monedas que me pertenecen. Acabaré la discusión, pondré lo que falta. —Buscó en la bolsa hasta encontrar una pieza de un real, luego otra, y finalmente una tercera de medio real. Levantó la cabeza, esperanzado.
—Cinco serán suficiente —dijo Lisamon Hultin. La mujer cogió las monedas de Zalzan Kavol, despreció las de Valentine, y empezó a subir la senda.
—¿Dónde está tu montura? —preguntó mientras desataba la suya.
—He venido andando.
—¿Andando? ¿Andando? ¿Has corrido tanta distancia? —Miró a Valentine—. ¡Qué empleado tan leal eres! ¿Te paga bien ese skandar, suficiente para que le prestes esos servicios y corras esos riesgos?