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—No le culpo. ¿Y la mujer?

—Ha ido a buscar a Sleet, para convencerle de que debe volver. Se fue por allí. —Valentine señaló la senda que serpenteaba en las colinas.

—¿Por allí?

—Entre esas dos colinas.

—¿Han ido al bosque de bocas? —Había incredulidad en la voz de Lisamon.

—¿Qué es eso? —preguntó Valentine.

—¿Plantas boca? ¿Aquí? —dijo Deliamber en el mismo instante.

—El parque está dedicado a ellas —afirmó la giganta—. Pero hay letreros de advertencia al pie de las colinas. ¿Subieron por esa senda? ¿A pie? ¡Que el Divino los proteja!

—A él pueden comérselo dos veces, no me importa —dijo Zalzan Kavol, exasperado—. ¡Pero a ella la necesito!

—Igual que yo —dijo Valentine. Se dirigió a la guerrillera—. Si cabalgamos ahora mismo hasta allí, tal vez los encontremos antes de que se adentren en el bosque de bocas.

—Tu jefe opina que no puede pagar mis servicios.

—¿Cinco reales? —dijo Zalzan Kavol—. ¿De aquí a Ilirivoyne?

—Seis —dijo fríamente Lisamon.

—Seis, entonces. ¡Pero vuelve con ellos! ¡Con ella, por lo menos!

—Sí —contestó Lisamon Hultin en tono de disgusto—. Vosotros no tenéis juicio, pero yo no tengo trabajo. Así que somos dignos los unos de los otros. Coge una montura —dijo a Valentine—, y sígueme.

—¿Quieres que él te acompañe? —se lamentó Zalzan Kavol—. ¡Me quedaré sin humanos en mi compañía!

—Volveré con él —dijo la giganta—. Y si hay suerte, con los otros dos. —Montó—. Vamos.

7

La senda de las colinas ascendía con suavidad, y la grisazulada hierba era blanda como terciopelo. Costaba creer que algo amenazador moraba en aquel maravilloso parque. Pero al llegar a un punto donde el camino empezaba a cobrar mayor pendiente, Lisamon Hultin gruñó y señaló una solitaria estaca de madera en el suelo. Al lado, casi oculto entre la hierba, yacía un letrero. Valentine sólo pudo leer las palabras:

PELIGRO
PROHIBIDO EL TRÁFICO A PIE
A PARTIR DE ESTE PUNTO

en grandes letras rojas. Sleet, enfurecido, no lo había visto. Carabella, quizá por precipitación, tampoco debía haber reparado en el letrero, o bien había pasado por alto el aviso.

La senda ascendió con rapidez, y se niveló con idéntica rapidez al otro lado de las colinas, en una zona que ya no era herbosa sino abundante en árboles. Lisamon, que cabalgaba delante de Valentine, hizo que su montura caminara con lentitud al entrar en un húmedo y misterioso bosquecillo donde los árboles, de troncos delgados y muy ramificados, crecían muy separados; en la parte superior de las ramas se extendían como tallos de judía hasta formar una bóveda de apretado entretejido muy en lo alto.

—Mira, allí, las primeras bocas —dijo la giganta—. ¡Qué asquerosas! Si yo mandara en este planeta, las quemaría todas, pero nuestros gobernantes tienden a ser amantes de la naturaleza, así lo parece, y las conservan en parques reales. ¡Reza para que tus amigos sean prudentes y se mantengan alejados de ellas!

En el desnudo suelo del bosque, en claros situados entre los árboles, crecían plantas sin tallo de colosal tamaño. Sus hojas, de diez centímetros de anchura y dos o tres metros de longitud, provistas de afiladas púas en los lados y con apariencia metálica, estaban dispuestas en flácidos rosetones. En el centro había un hueco, una especie de taza muy profunda de treinta centímetros de diámetro, medio llena con un fluido verdoso de malsano aspecto, y del que brotaba una compleja disposición de órganos cortos y gruesos. Valentine creyó ver cosas parecidas a hojas de cuchillo en el interior, pares de muelas que podían cerrarse aviesamente, y otros detalles que aparentaban ser delicadas flores parcialmente sumergidas.

—Son plantas carnívoras —dijo Lisamon—. El suelo del bosque está cubierto de zarcillos cazadores que perciben la presencia de animalillos, los capturan y los llevan hasta la boca. Observa.

La giganta llevó la montura hacia la boca más próxima. Cuando el animal aún estaba a seis metros de la planta, algo similar a un látigo vivo empezó a agitarse en el descompuesto mantillo del bosque. El zarcillo salió del suelo y se enrolló con aterrador sonido de latigazo en la cuartilla de la montura, ligeramente por encima del casco. La cabalgadura, plácida como siempre, olisqueó asombrada mientras el zarcillo aumentaba la presión e intentaba arrastrar al animal hacia la boca abierta en la taza central de la planta.

La guerrillera, tras empuñar la espada vibratoria, se inclinó y rebanó rápidamente el zarcillo que liberado de la tensión salió disparado hacia atrás, casi hasta la misma boca. En ese mismo instante otros zarcillos salieron y fustigaron furiosamente el aire por todos los lados de la planta.

—La planta boca no tiene fuerza para arrastrar hacia su garganta un animal tan grande como una montura. Pero el animal solo no habría podido soltarse. Poco a poco habría ido debilitándose hasta morir, y entonces la planta lo habría arrastrado. Una planta de ese tipo puede vivir un año con tanta carne.

Valentine se estremeció. Carabella, perdida en un bosque con estas criaturas… ¿Su encantadora voz enmudecida para siempre por una horrible planta? Sus ágiles manos, sus chispeantes ojos… No. No. La idea produjo escalofríos a Valentine.

—¿Cómo vamos a encontrarlos? —preguntó—. Es posible que ya sea demasiado tarde.

—¿Cuáles son sus nombres? —inquirió la giganta—. Grita sus nombres. Deben estar cerca.

—¡Carabella! —bramó Valentine con desesperado apremio—. ¡Sleet! ¡Carabella!

Un instante después escuchó un débil grito de respuesta.

Pero Lisamon Hultin lo escuchó antes que él y ya estaba avanzando. Valentine distinguió a Sleet, con una rodilla en el suelo del bosque, hundida en la tierra para evitar ser arrastrado hacia la planta carnívora por el zarcillo que rodeaba su otro tobillo. Carabella estaba agachada detrás de él, abrazada a Sleet, aferrando su pecho en el desesperado intento de impedir que avanzara. Excitados zarcillos pertenecientes a plantas vecinas restallaban y se enroscaban como reflejando frustración, alrededor de la pareja. Sleet empuñaba un cuchillo, con el que serraba inútilmente el potente cable que le sujetaba. Y en el mantillo del bosque había un rastro de resbalones, indicativo de que Sleet ya había sido arrastrado metro y medio hacia la ansiosa boca. Centímetro a centímetro, el malabarista iba perdiendo el combate en el que se jugaba la vida.

—¡Socorro! —gritó Carabella.

De un mandoble, Lisamon partió el zarcillo que aferraba a Sleet. El malabarista reculó bruscamente al quedar libre, retrocedió dando tumbos, y el zarcillo de otra planta estuvo a punto de agarrarle por el cuello. Pero Sleet se revolvió con la gracia natural de un acróbata para eludir al escudriñador filamento, y se levantó rápidamente. La guerrillera le cogió por el pecho y se apresuró a colocarle detrás de ella, en la montura. Valentine se acercó a Carabella, que permanecía asustada y temblorosa en un lugar seguro, entre dos grupos de agitados zarcillos, e hizo lo mismo con la joven.

Carabella se apretó a él con tanta fuerza que Valentine notó dolor en las costillas. Se volvió y la abrazó, la acarició suavemente, pasó los labios por la oreja de la joven. Su alivio fue muy intenso, asombroso; hasta entonces no había comprendido cuánto significaba aquella mujer para él, y durante los últimos minutos no se había preocupado por otra cosa que no fuera salvarla. El terror de Carabella fue desapareciendo poco a poco, aunque Valentine notó que seguía temblando a causa del horror de la escena.

—Unos segundos más y… —musitó Carabella—. Sleet ya no aguantaba más… iba deslizándose hacia esa planta… —Carabella se estremeció—. ¿De dónde ha salido esa mujer?