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—¿En qué forma?

—¿Qué importancia tiene eso?

—¿Has soñado —dijo, Valentine— que yo puedo ser una persona poco normal en Majipur, alguien con más distinción y poder que el que aparento?

—Tu presencia y tu donaire me lo revelaron en nuestro primer encuentro. Y la fenomenal habilidad con que aprendiste nuestro arte. Y el contenido de los sueños que compartiste conmigo.

—¿Y quién soy yo en tus sueños, Sleet?

—Un personaje poderoso y elegante, caído de su elevada posición mediante una artimaña. Un duque, quizá. Un príncipe del reino.

—¿O alguien más distinguido?

Sleet se humedeció los labios.

—Más distinguido, sí. Es posible. ¿Qué deseas de mí, Valentine?

—Que me acompañes a Ilirivoyne y más lejos.

—¿Estás diciéndome que hay algo de verdad en lo que he soñado?

—Eso aún debo averiguarlo —dijo Valentine—. Pero creo que sí hay algo de verdad. Percibo cada vez con más fuerza que debe de haber algo de verdad en ello. Los envíos así lo indican.

—Mi señor… —musitó Sleet.

—Es posible.

Sleet le miró, perplejo, y se dispuso a arrodillarse. Valentine se apresuró a impedírselo y le mantuvo erguido.

—Nada de eso —dijo—. Los otros podrían verlo. No quiero que nadie tenga la menor sospecha. Además, continúa existiendo un amplio terreno para la duda. No quiero que te arrodilles delante de mí, Sleet, no quiero que hagas el signo del estallido estelar con tus dedos, nada de eso mientras yo siga dudando de la verdad.

—Mi señor…

—Sigo siendo Valentine el malabarista.

—Ahora estoy asustado, mi señor. Hoy estuve muy cerca de una muerte absurda, y esto me asusta más… estar aquí, hablando tranquilamente con usted sobre estos asuntos…

—Llámame Valentine.

—¿Cómo voy hacerlo? —inquirió Sleet.

—Me llamabas Valentine hace cinco minutos.

—Eso era antes.

—Nada ha cambiado, Sleet.

Sleet rechazó la afirmación meneando la cabeza.

—Todo ha cambiado, mi señor.

Valentine suspiró profundamente. Se sentía igual que un impostor, igual que un embaucador, por manipular de esa forma a Sleet, y sin embargo su acción tenía un fin, respondía a una genuina necesidad.

—Si todo ha cambiado, ¿me acompañarás tal como te ordeno? ¿Incluso hasta Ilirivoyne?

—Si es preciso —contestó Sleet, aturdido.

—Ningún daño como el que temes te ocurrirá entre los metamorfos. Saldrás de esa región curado del dolor que te ha torturado. Lo crees, ¿no es cierto, Sleet?

—Me asusta ir allí.

—Quiero que estés a mi lado en el camino que me aguarda —dijo Valentine—. Y sin que yo lo haya elegido, Ilirivoyne forma parte de mi recorrido. Te pido que me acompañes hasta allí.

Sleet inclinó la cabeza.

—Si debo hacerlo, mi señor…

—Y te pido, con el mismo apremio, que me llames Valentine, que delante de los demás no me demuestres más respeto que el que me has demostrado hasta ayer.

—Como tú desees —dijo Sleet.

—Valentine.

—Valentine —dijo de mala gana Sleet—. Como tú desees… Valentine.

—Vamos, pues.

Llevó a Sleet con los demás. Zalzan Kavol, como siempre, iba de un lado a otro, impaciente. Los otros estaban preparando el vagón para la marcha.

—He convencido a Sleet para que siga con nosotros —dijo Valentine al skandar—. Nos acompañará a Ilirivoyne. Zalzan Kavol se quedó atónito.

—¿Cómo has logrado eso?

—Sí —dijo Vinorkis—. ¿Qué es lo que le has dicho? Valentine sonrió cordialmente antes de contestar:

—Creo que sería tedioso explicarlo.

8

El ritmo del viaje se aceleró. El vagón ronroneó a lo largo de la carretera durante todas las horas de luz, y a veces hasta bien entrada la noche. Lisamon Hultin cabalgó junto al vehículo, aunque su montura, pese a ser robusta, necesitaba más descanso que las que tiraban del vagón, y de vez en cuando se rezagaba, alcanzando de nuevo a los malabaristas cuando la oportunidad lo permitía: transportar la inmensa mole de la giganta no era tarea fácil para ningún animal.

Atravesaron una civilizada región de poblaciones y más poblaciones, con la única excepción de modestas fajas de verdor que apenas respetaban la letra de las leyes de densidad. La provincia de Mazadone era un lugar donde las actividades comerciales daban trabajo a muchos millones de personas, ya que Mazadone era el acceso a todos los territorios del noroeste de Zimroel para los productos que venían del este, y el punto de transbordo para el transporte por tierra de las mercancías de Pidruid y Til-o-mon con rumbo al este. Los malabaristas entraron y salieron rápidamente en infinidad de poblaciones muy parecidas y fácilmente olvidables, Cynthion, Apoortel, Doirectine, la misma Mazadone, Borgax y Thagobar, todas ellas apagadas y en reposo a causa del período de luto por el difunto duque. Franjas amarillas pendían en todas partes en señal de duelo. Valentine pensó que resultaba exagerado acallar una provincia entera por el fallecimiento de un duque. ¿Qué hacían estas gentes, se preguntó, cuando moría un Pontífice? ¿Cómo habían respondido al prematuro óbito de lord Voriax, la Corona hasta hacía dos años? Aunque tal vez consideraban más grave la muerte de su duque, pensó Valentine, porque se trataba de un personaje visible, real y presente entre ellos, mientras que para los habitantes de Zimroel, miles de kilómetros lejos del Monte del Castillo y del Laberinto, los Poderes de Majipur debían ser personajes enormemente abstractos, míticos, legendarios, inmateriales. En un planeta tan enorme ninguna autoridad central podía gobernar con verdadera eficacia, sólo podía ejercer un mando simbólico. Valentine sospechaba que buena parte de la estabilidad de Majipur se basaba en un contrato social; los gobernantes locales —duques provinciales y alcaldes municipales— se comprometían a velar por el cumplimiento de los edictos del gobierno imperial, siempre que tuvieran libertad de acción en sus territorios.

¿Cómo es posible, se preguntó Valentine, que se respete ese pacto si la Corona no es el príncipe ungido y consagrado, sino un usurpador que carece de la gracia del Divino, único sustento de las frágiles estructuras sociales?

Valentine meditó cada vez más en esos temas durante las largas, silenciosas y monótonas horas del viaje hacia el este. Esos pensamientos le sorprendieron por su gravedad, ya que se había acostumbrado a la ligereza y sencillez de su mente desde los primeros días en Pidruid, y ahora percibía el progresivo enriquecimiento y la creciente complejidad de sus facultades mentales. Era como si el conjuro que le había afectado estuviera debilitándose y empezara a emerger su auténtico intelecto.

Suponiendo, naturalmente, que hubiera sido víctima de un conjuro mágico tal como exigía la hipótesis que poco a poco iba formulando.

Aún dudaba. Pero sus dudas iban perdiendo fuerza día tras día.

En sueños, Valentine solía verse en puestos de autoridad. Una noche fue él, no Zalzan Kavol, el director del grupo de malabaristas. Otra noche presidió con principescos atavíos una importante reunión de los metamorfos, a los que vio como pavorosos, nebulosos fantasmas que no conservaban la misma forma durante más de un minuto. La noche siguiente se vio en el mercado de Thagobar, administrando justicia en las ruidosas e insignificantes peleas de vendedores de tejidos y de brazaletes.

—¿Lo ves? —dijo Carabella—. Todos estos sueños hablan de poder y majestad.

—¿Poder? ¿Majestad? ¿Sentado en un barril de un mercado, disertando sobre igualdad ante comerciantes de artículos de algodón y lino?

—En los sueños hay muchas cosas que descifrar. Estas visiones son metáforas de elevado poder.