—Contempla al Pontífice —dijo la criatura.
Valentine miró detrás del extraño, hacia una oscurecida sala, y vio al imperial soberano de Majipur sentado en un trono, ataviado con vestiduras negras y escarlatas y con la tiara real en una mano. El Pontífice de Majipur era un monstruo de numerosos brazos y patas, con cara de hombre y alas de dragón, y estaba chillando y rugiendo en el trono como si fuera un loco. Un terrible silbido surgió de sus labios. El olor del Pontífice era un hedor pavoroso, y las negras y correosas alas fustigaron el aire con feroz intensidad, abofeteando a Valentine con fríos ventarrones.
—Su majestad —dijo Valentine. Hizo una reverencia y repitió—: Su majestad.
—Su señoría —replicó el Pontífice, y se echó a reír.
El Pontífice agarró a Valentine, le arrastró, y Valentine se encontró en el trono mientras el soberano, sin dejar de reír como un demente, huyó por los brillantes pasillos, corrió y aleteó, desvarió y chilló hasta desaparecer de su vista.
Valentine despertó, empapado de sudor, en brazos de Carabella. La joven reflejaba preocupación, casi miedo, como si los terrores del sueño hubieran sido demasiado obvios para ella, y siguió abrazada a Valentine, sin decir nada, hasta que él tuviera oportunidad de comprender que estaba despierto. Le acarició tiernamente las mejillas.
—Has gritado tres veces —le dijo.
—Hay ocasiones —contestó Valentine después de beber un poco de vino de un frasco que había junto a la cama— en que es más fatigoso dormir que permanecer despierto. Mis sueños son igual que un trabajo duro, Carabella.
—Hay muchas cosas en tu alma que quieren expresarse, mi señor.
—Se expresan de una forma muy ardua —dijo Valentine, y volvió a apoyar la cabeza en los senos de la joven—. Si los sueños son fuente de sabiduría, imploro no ganar más sabiduría antes del alba.
9
En Khyntor, Zalzan Kavol reservó pasajes para la compañía en un barco fluvial con destino a Piliplok y Ni-moya. No obstante, sólo sería un corto viaje por el río, hasta la población de Verf, punto de acceso al territorio metamorfo.
Valentine lamentó tener que bajar del barco en Verf, cuando era tan fácil, por diez o quince reales más, navegar hasta Piliplok y embarcarse hacia la Isla del Sueño. Al fin y al cabo era ése, y no la reserva metamorfa, su más urgente e inmediato destino: la Isla de la Dama, donde tal vez encontrara la confirmación de las visiones que le atormentaban. Pero no iba a ser así, aún no.
Era imposible, pensó Valentine, acelerar el destino. Hasta entonces las cosas se habían desarrollado con deliberada velocidad pero con una meta definida, aunque no siempre comprensible. Él había dejado de ser el animoso y sencillo vagabundo de Pidruid y, pese a que no sabía a ciencia cierta en qué se estaba transformando, percibía claramente una transición interna, límites cruzados de un modo irreversible. Se consideraba actor de un drama inmenso y turbador cuyas escenas culminantes todavía estaban muy alejadas en el espacio y en el tiempo.
El barco fluvial era una estructura grotesca y extravagante, aunque no desprovista de cierta belleza. Los buques de navegación oceánica que Valentine había visto en Pidruid tenían un diseño elegante y robusto, puesto que debían efectuar trayectos de miles de kilómetros entre dos puertos. Pero el barco fluvial, una embarcación para cortos recorridos, era rechoncho, ancho de manga; se asemejaba más a una plataforma flotante. Y como si hubieran querido compensar la poca elegancia del diseño, sus constructores la habían llenado de adornos: un gran puente rematado por tres mascarones pintados en brillantes tonos rojos y amarillos, una enorme superficie central que parecía la plaza de un pueblo, con estatuas, glorietas y salas de juego, y en la popa, una elevada superestructura de numerosos pisos que servía de alojamiento a los pasajeros. Las cubiertas inferiores eran compartimentos de carga, camarotes de tercera clase, comedores y dependencias de tripulantes. En la parte baja se encontraba también el cuarto de máquinas, del que brotaban dos gigantescas chimeneas que se curvaban sobre los costados del barco y se alzaban hacia el cielo igual que diabólicos cuernos. Todo el armazón del barco era de madera, pues las disponibilidades de metal de Majipur eran demasiado escasas para tales proyectos a largo plazo; y la piedra era un material indeseable, en general, para usos marítimos. Los carpinteros habían desarrollado su imaginación prácticamente en cada centímetro cuadrado de superficie, decorando ésta con obras de calado, excéntricos frisos, resaltados cabrios y otro centenar de fiorituras similares.
El barco fluvial era un macrocosmo vasto y atestado. Mientras esperaban la partida, Valentine, Deliamber y Carabella pasearon por la cubierta, llena de ciudadanos de todas las razas de Majipur procedentes de numerosas provincias. Valentine vio habitantes de las montañas de Khynton, gayrogs con la elegancia de la amanerada Dulorn, gente de las húmedas tierras del sur con fresca ropa de lino, viajeros con suntuosas vestiduras de color verde y escarlata que, según dijo Carabella, eran típicas de Alhanroel occidental, y muchos otros. Los ubicuos liis vendían sus no menos ubicuas salchichas a la parrilla. Solícitos yorts iban de un lado a otro con arrogantes aires, vestidos con el uniforme de la compañía fluvial, dando información e instrucciones a los pasajeros que lo solicitaban y a muchos que no lo solicitaban. Una familia susúheri vestida con diáfanos atavíos verdes, muy llamativa debido a sus inverosímiles cuerpos con dos cabezas y su conducta reservada y autoritaria, flotaba entre el gentío como si fueran emisarios del mundo de los sueños; y el resto de pasajeros les cedía el paso con instintiva deferencia. Aquella tarde apareció en la cubierta un reducido grupo de metamorfos.
Deliamber fue el primero en verlos. El diminuto vroon cloqueó y tocó la mano de Valentine.
—¿Los ha visto? Esperemos que Sleet no se haya dado cuenta.
—¿Dónde están? —preguntó Valentine.
—Junto a la barandilla. Están solos, parecen intranquilos. Lucen su forma natural.
Valentine los observó. Había cinco, tal vez un varón y una hembra y tres más jóvenes. Eran delgados, angulosos, seres patilargos, los adultos más altos que Valentine, con aspecto frágil, insustancial. Tenían una piel cetrina, con un tinte prácticamente verde. La estructura de sus rostros se aproximaba a la humana, pero los pómulos eran afilados como cuchillas, los labios apenas existían, y la nariz se reducía a una simple protuberancia. Los ojos, que se hundían hacia el centro, eran ahusados y carecían de pupilas. Valentine no logró determinar si los metamorfos se desenvolvían con arrogancia o con timidez: era indudable que se consideraban en territorio hostil a bordo del barco fluvial. Eran nativos de la vieja raza, descendientes de los seres que poseyeron Majipur antes de la llegada de los primeros colonizadores terrestres hacía catorce mil años. Valentine no pudo apartar la vista de los metamorfos.
—¿Cómo consiguen cambiar de forma? —preguntó.
—Sus huesos no tienen la cohesión normal de la mayoría de razas —respondió Deliamber—. Sometidos a presión, se mueven y adoptan nuevas formas. Además poseen células miméticas en la piel, que les permiten alterar el color y la textura, y hacer otras adaptaciones. Un adulto es capaz de transformarse casi de un modo instantáneo.
—¿Y qué utilidad tiene eso?
—¿Quién sabe? Es muy posible que los metamorfos se pregunten qué utilidad tenía crear razas incapaces de cambiar de forma. Esa característica debe tener cierto valor para ellos.
—Muy escaso —dijo ácidamente Carabella—. Tenían esa facultad, y no lograron evitar que les arrebataran su planeta.
—Cambiar de forma no es defensa suficiente —replicó Deliamber— cuando hay gente que viaja de estrella en estrella para despojarte de tu hogar.