—Llevadle a una ciudad muy al norte —dijo el falso lord Valentine—, abandonadle, y que él mismo se abra camino en el mundo.
El sueño habría continuado, pero Valentine notó asfixia mientras dormía, y al despertarse encontró a Lisamon Hultin encima de él, con un musculoso brazo tapándole la cara. Se liberó con cierto esfuerzo, pero luego ya no hubo regreso al sueño.
Por la mañana no habló de su sueño con nadie: estaba llegando el momento, así lo sospechaba Valentine, de ocultar la información nocturna, porque sus amigos estaban empezando a entrometerse en asuntos de estado. Era la segunda vez que soñaba que Dominin Barjazid le suplantaba como corona, y Carabella, semanas atrás, había soñado que desconocidos enemigos le drogaban y le despojaban de su identidad. Aún era posible que estos sueños fueran simples fantasías o parábolas, aunque Valentine ya estaba inclinado a dudarlo. Tenían una consistencia demasiado notable, las estructuras esenciales se repetían con excesiva frecuencia.
¿Y si un Barjazid ostentaba en la actualidad la corona del estallido estelar? ¿Qué, qué?
El Valentine de Pidruid habría reaccionado con indiferencia, habría dicho «No importa, un señor es igual que otro». Pero el Valentine que navegaba de Khyntor a Verf consideraba las cosas de un modo más serio. En su planeta existía un equilibrio de poder, un equilibrio cuidadosamente planeado a lo largo de miles de años, un sistema que había evolucionado desde la época de lord Stiamot, o quizás antes, en sustitución de las olvidadas formas de gobierno vigentes en Majipur en los primeros siglos de colonización. Y en ese sistema, un Pontífice inaccesible gobernaba por mediación de una vigorosa y dinámica Corona que él mismo elegía, mientras un funcionario conocido por Rey de los Sueños tenía como misión ejecutar las órdenes del gobierno y castigar a los infractores de la ley mediante la entrada en la mente de durmientes, y la Dama de la Isla, madre de la Corona aportaba una pincelada de amor y sabiduría. El sistema era sólido, de otro modo no habría perdurado tantos milenios. De esta forma, Majipur era un mundo feliz y próspero, sujeto, eso sí, a las fragilidades de la carne y los antojos de la naturaleza, pero en esencia libre de conflictos y sufrimientos. ¿Qué pasaría, se preguntó Valentine, si un Barjazid del linaje del Rey desalojara a una Corona legalmente nombrada y se interpusiera en ese equilibrio divinamente prescrito? ¿Cuál sería el daño a la comunidad, el desorden en la tranquilidad pública?
¿Y qué podía opinarse de una Corona caída que prefiere aceptar su alterado destino y no hace frente al usurpador? ¿Acaso no era una abdicación? ¿Y cuántas abdicaciones de este tipo se habían producido en la historia de Majipur? ¿No iba a ser él cómplice de Dominin Barjazid en la subversión del orden?
Las últimas dudas de Valentine desaparecieron. A Valentine, el malabarista, le habían parecido cómicos, o extravagantes, los primeros indicios de que él pudiera ser la genuina Corona, lord Valentine. Un absurdo, una locura, una farsa. Todo había cambiado. La estructura de sus sueños soportaba el peso de la credibilidad. Había ocurrido un hecho monstruoso, efectivamente. La importancia global de ese hecho estaba mostrándose con claridad. Y era obligación de Valentine, una obligación que debía aceptar sin más dudas, reparar el daño.
¿Pero cómo? ¿Enfrentándose a la Corona en funciones? ¿Rebelándose vestido con ropa de malabarista para recuperar el Monte del Castillo?
Valentine pasó la mañana en silencio, sin revelar un solo detalle de sus pensamientos. Estuvo largo rato en la barandilla, contemplando la distante orilla. La inmensidad del río superaba su comprensión. La vía fluvial era tan ancha en algunos puntos que resultaba imposible divisar tierra, y en otros lugares lo que parecía ser ribera era en realidad una isla, también enorme, con kilómetros de agua entre ella y la verdadera orilla. La corriente era fuerte, y el gran barco se arrastraba con rapidez hacia el este.
El día era brillante, y el río se rizaba y destellaba bajo el rutilante sol. Por la tarde hubo una llovizna, caída de nubes tan compactas que el sol continuó brillando alrededor de ellas. La intensidad de la lluvia aumentó después y los malabaristas tuvieron que anular la segunda actuación, con gran disgusto de Zalzan Kavol. Todos se agazaparon bajo techo.
Esa noche Valentine se acostó al lado de Carabella, y dejó que los skandars se las arreglaran con los ronquidos de Lisamon Hultin. Esperó casi ansiosamente las revelaciones de nuevos sueños. Pero los que tuvo no le fueron de utilidad: la vulgar e informe mezcolanza de fantasía y caos, calles sin nombre y rostros desconocidos, brillantes luces y chillones colores, absurdas disputas, inconexas conversaciones, imágenes mal enfocadas… Por la mañana el barco fluvial llegó al puerto de Verf en la orilla sur del río.
11
—La provincia de los metamorfos —dijo Autifon Deliamber— se llama Piurifayne, derivada de la palabra que usan los metamorfos para denominar su raza, Piuriyar. Limita al norte con la periferia de Verf, al oeste con la Escarpa de Velathys, al sur con una importante cordillera, las Montañas Gonghar, y al este con el río Steiche, notable afluente del Zimr. He visto con mis propios ojos todas estas zonas limítrofes, aunque jamás he entrado en Piurifayne. Entrar es difícil, ya que la Escarpa de Velathys es un muro de casi dos kilómetros de altura y quinientos metros de longitud. Las Gonghar están azotadas por las tormentas y son montañas desagradables. Y el Steiche es un río turbulento lleno de rápidos y remolinos. La única ruta racional es atravesar Verf y llegar hasta la Puerta de Piurifayne.
Los malabaristas se hallaban a pocos kilómetros de dicha entrada, tras haber abandonado la monótona ciudad mercantil de Verf con la máxima rapidez posible. La lluvia, suave pero insistente, continuó durante toda la mañana. El paisaje era trivial, un lugar de frágil suelo arenoso y densas agrupaciones de árboles enanos de corteza verde claro y hojas estrechas y agitadas. Hubo poca conversación en el vagón. Sleet se entregó a la meditación, Carabella practicó obsesivamente con tres bolas rojas en el espacio central del vehículo, los skandars que no se preocupaban de las monturas se enzarzaron en un complicado juego con astillas de marfil y pequeños fardos de negros pelos de drole, Shanamir dormitó, Vinorkis asentó diversas entradas en un diario que llevaba, Deliamber se entretuvo con sortilegios de poca importancia —encender diminutas velas nigrománticas y otros pasatiempos mágicos— y Lisamon Hultin, que había enganchado su montura junto con las que tiraban del vagón para protegerse de la lluvia, roncó como un dragón marino arrastrado hasta la playa, despertándose de vez en cuando para beber un vaso de vino gris de poca calidad que había comprado en Verf.