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Valentine se sentó en un rincón, apoyado en una ventana y pensó en el Monte del Castillo. ¿Qué aspecto tendría una montaña de cincuenta mil metros de altura? ¿Una solitaria columna de piedra que se alzaba como una colosal torre hacia la negra noche del espacio? Si la Escarpa de Velathys, cuya altura no llegaba a los dos mil metros, era un muro inaccesible según Deliamber, ¿cómo sería una barrera treinta veces más alta? ¿Qué sombra proyectaba el Monte del Castillo cuando el sol se encontraba al este? ¿Una franja oscura que se extendía por Alhanroel entero? ¿Y cómo obtendrían calor y aire para respirar las ciudades de la encumbrada ladera? Existían máquinas de los antiguos, así le había explicado a Valentine, que producían calor y luz y distribuían aire puro, máquinas milagrosas de la olvidada era tecnológica, hacía miles de años, cuando las viejas artes procedentes de la Tierra aún gozaban de amplia práctica. Pero entender el funcionamiento de esas máquinas era tan difícil como comprender las fuerzas que accionaban los motores de la memoria de Valentine para indicarle que esa mujer morena era Carabella, o que aquel hombre canoso era Sleet. Valentine pensó también en la parte más elevada del Monte del Castillo, en el edificio de cuarenta mil habitaciones que había en la cima, el castillo que en ese momento pertenecía a lord Valentine, que había sido de lord Voriax hasta hacía poco tiempo y de lord Malibor cuando Valentine era un niño viviendo una infancia que ya no recordaba. ¡El castillo de lord Valentine! ¿Existía realmente un lugar así, o castillo y monte eran una simple fábula, una visión, una fantasía similar a la de los sueños? ¡El castillo de lord Valentine!

Valentine lo imaginó aferrado a la cumbre de la montaña como una capa de pintura, una brillante pincelada de color de pocas moléculas de espesor. Así debía ser el castillo comparado con aquella titánica e increíble montaña, una salpicadura que se extendía regularmente por el flanco de la cima de un modo tentacular. Cientos de habitaciones en un ala, cientos más en otra, un racimo de enormes cámaras que se extendían como seudópodos por ahí, un nido de patios y galerías por allí. Y en el lugar más recóndito, la Corona con toda su grandeza, lord Valentine con su negra barba, aunque la Corona no estaría allí en ese momento, sino continuando la gran procesión por el reino, tal vez en Ni-moya u otra ciudad oriental. ¿Y yo, pensó Valentine, he vivido en ese monte, yo? ¿He habitado en ese castillo? ¿Qué hice yo mientras fui la Corona, qué decretos, qué citas, qué tareas? La imagen de conjunto era inconcebible, y sin embargo, Valentine sentía que la convicción iba dominándole. Había plenitud, densidad y sustancia en los fantasmales fragmentos de memoria que flotaban en su mente. Sabía ya que no había nacido junto al recodo del río en Ni-moya, tal como indicaban los falsos recuerdos implantados en su mente, sino en una de las cincuenta ciudades del Monte, casi al borde del mismo Castillo, y que le habían educado junto con la casta real, como un componente más del cuadro que forjaba príncipes, que su infancia y su adolescencia habían sido cómodas y privilegiadas. Valentine continuaba sin recordar a su padre, que debió ser un distinguido príncipe del reino. Y pocos recuerdos tenía de su madre aparte de que tenía el cabello oscuro y la piel aceitunada, igual que la de él en otro tiempo, y… Un recuerdo surgido de la nada fluyó en su conciencia repentinamente: ella le abrazó un día, hacía mucho tiempo, y lloró un poco antes de explicarle que Voriax había sido elegido para sustituir al ahogado lord Malibor y que por tanto ella iba a convertirse en la Dama de la Isla del Sueño. ¿Sería cierto, o acababa de imaginarlo? En aquel tiempo él debía tener… Valentine meditó, calculó… Él debía tener veintidós años, aproximadamente, cuando Voriax llegó al poder. ¿Le habría abrazado su madre? ¿Había llorado el día de su elección como Dama? ¿O le había alegrado que ella y su hijo mayor hubieran sido nombrados Poderes de Majipur? Lloros y alegría al mismo tiempo, tal vez. Valentine sacudió la cabeza. Esas vibrantes escenas, esos momentos de vigorosa historia… ¿Volvería a conocerlos algún día, o tendría que avanzar penosamente, siempre con la desventaja que le habían impuesto los ladrones de su pasado? Hubo una enorme explosión en lontananza, un estruendo grave y prolongado que hizo temblar la tierra y que atrajo la atención de todos los ocupantes del vagón. El ruido se prolongó varios minutos, menguó hasta convertirse en un suave latido, y desapareció.

—¿Qué ha sido eso? —gritó Sleet mientras buscaba una pistola de energía en el baúl.

—Paz, paz —dijo Deliamber—. Es el sonido de la Fuente de Piurifayne. Estamos acercándonos a la frontera.

—¿La Fuente de Piurifayne? —preguntó Valentine.

—Aguarda y presta atención —le contestó Deliamber.

El vagón se detuvo poco después. Zalzan Kavol volvió la cabeza desde el asiento del cochero y gritó:

—¿Dónde está ese vroon? ¡Mago, hay una barricada ahí delante!

—Estamos en la Puerta de Piurifayne —dijo Deliamber.

Una barricada hecha con troncos amarillos, sólidos y lustrosos, atados con un cordel de brillante color esmeralda, se extendía a lo ancho de la estrecha carretera, y la izquierda había una garita ocupada por dos yorts que lucían el uniforme oficial gris y verde. Los yorts ordenaron que todos bajaran del vagón pese a la lluvia, si bien ellos se encontraban bajo un pabellón protector.

—¿Adónde van? —preguntó el yort más grueso.

—A Ilirivoyne, a actuar en las fiestas de los cambiaspectos. Somos malabaristas —dijo Zalzan Kavol.

—¿Permiso para entrar en la provincia de Piurifayne? —exigió otro yort.

—No es preciso ningún permiso —dijo Deliamber.

—Habla con excesiva confianza, vroon. Por decreto de la Corona, lord Valentine, de hace más de un mes, ningún ciudadano de Majipur puede entrar en territorio metamorfo si no es por causa legítima.

—Nuestra causa es legítima —gruñó Zalzan Kavol.

—Entonces tendrá usted un permiso.

—¡Pero si no sabíamos que fuera necesario! —protestó el skandar.

Los yorts no se inmutaron. Parecían dispuestos a dedicar su atención a otros asuntos.

Zalzan Kavol miró a Vinorkis como si esperara que éste tuviera alguna influencia con sus compatriotas. Pero el yort contestó con un simple gesto de indiferencia. Zalzan Kavol lanzó una feroz mirada a Deliamber.

—Aconséjame en estos problemas, mago, entra dentro de tus responsabilidades.

—Ni siquiera los magos podemos enterarnos de los cambios que se producen en las leyes mientras viajamos por reservas forestales y otros remotos lugares —contestó tranquilamente el vroon.

—Pero ¿qué hacemos ahora? ¿Volver a Verf?

La idea provocó un destello de gozo en los ojos de Sleet. ¡La aventura en territorio metamorfo quedaba pospuesta! Pero Zalzan Kavol echaba humo. La mano de Lisamon Hultin fue bajando hasta la empuñadura de la espada vibratoria. Valentine se puso rígido al verlo.

—Los yorts no siempre son incorruptibles —dijo en voz baja a Zalzan Kavol.

—Buen pensamiento —murmuró el skandar.

Zalzan Kavol sacó su bolsa de monedas. La vista de los yorts se aguzó al instante. Es la táctica correcta, pensó Valentine.

—Es posible que haya encontrado el documento exigido —dijo Zalzan Kavol.

Sacó de la bolsa dos piezas de una corona, con ostentosos gestos, cogió las ásperas e hinchadas manos de los yort con dos de sus manos, y con las otras puso una moneda en cada palma, luciendo su más complaciente sonrisa. Los yorts intercambiaron miradas, y no precisamente de felicidad. Con desdeñosos gestos, dejaron que las monedas cayeran al lodoso suelo.