—¿Una corona? —murmuró Carabella, incrédula—. ¿Esperaba sobornarlos con una corona?
—Sobornar a un guardia del gobierno imperial es un delito grave —declaró siniestramente el yort más voluminoso—. Queda detenido y permanecerá bajo custodia hasta que se le juzgue en Verf. Quédese en el vehículo hasta que llegue la escolta apropiada.
Zalzan Kavol estaba furioso. Dio media vuelta, se dispuso a decir algo a Valentine, se atragantó, hizo enérgicos gestos a Deliamber, gruñó, y finalmente habló en voz baja, en idioma skandar, con tres de sus hermanos. Lisamon Hultin acarició de nuevo el puño de la espada. Valentine se desesperó. Dentro de un momento habría dos yorts muertos, y todos los malabaristas serían criminales fugitivos a punto de entrar en Piurifayne. Ese incidente no iba a acelerar la marcha hacia la Dama de la Isla.
—Haga algo rápido —dijo en voz baja Valentine a Autifon Deliamber.
Pero el mago ya estaba en movimiento. Avanzó unos pasos, cogió el dinero y lo ofreció de nuevo a los yorts.
—Perdonen —dijo—, pero han debido caérseles estas monedas.
Dejó el dinero en las manos de los yorts, y al mismo tiempo hizo que las puntas de sus tentáculos se enroscaran suavemente en las muñecas de los guardianes, sólo un instante. Después los soltó.
—Su visado sólo es válido para tres semanas —dijo el yort más flaco—, y abandonarán Piurifayne por esta puerta. Otros puntos de salida son ilegales para ustedes.
—Sin contar con que son muy peligrosos —agregó el otro.
Hizo un gesto e invisibles figuras deslizaron cinco metros la barricada a lo largo de un carril oculto, de forma que quedara espacio para el vagón.
Mientras entraban en el vehículo, Zalzan Kavol habló irritadamente con Valentine.
—En el futuro, ¡no me ofrezcas consejos legales! Y tú, Deliamber: entérate de las normas que nos incumben. Esto podría habernos causado un gran retraso, y muchas pérdidas.
—Si hubieras intentado sobornarles con reales en lugar de coronas —dijo Carabella fuera del alcance del oído del skandar—, no habríamos pasado este apuro.
—No importa, no importa —dijo Deliamber—. Nos dejan pasar, ¿no es cierto? Sólo ha sido un truquillo, y más barato que un soborno.
—Estas nuevas leyes —empezó a decir Sleet—. ¡Demasiados decretos!
—La nueva Corona —dijo Lisamon— quiere demostrar su poder. Todos son iguales. Decretan esto, decretan lo otro, y el viejo Pontífice no se queja de nada. Esta Corona me hizo perder un empleo con uno de sus decretos, ¿lo sabíais?
—¿Cómo fue? —preguntó Valentine.
—Yo era guardaespaldas de un comerciante de Mazadone, que tenía mucho miedo a sus celosos rivales. Este lord Valentine creó un nuevo impuesto para cualquier persona que tuviera guardaespaldas sin pertenecer a la nobleza, y ese impuesto era mi salario de un año. Y mi jefe, malditas sean sus orejas, ¡me despidió una semana después de enterarse! Dos años con él, y adiós, Lisamon, muchas gracias, llévate una botella de mi mejor coñac como obsequio de despedida. —Lisamon eructó sonoramente—. Un día yo era defensora de su miserable vida, y al siguiente fui un lujo superfluo. ¡Y todo gracias a lord Valentine! ¡Oh, pobre Voriax! ¿No creéis que su hermano mandó que lo asesinaran?
—¡Vigila tu lengua! —espetó Sleet—. Esas cosas no se hacen en Majipur.
Pero Lisamon insistió.
—Un accidente de caza, ¿no? Y el anterior lord Malibor, ahogado mientras pescaba… ¿Por qué nuestras coronas mueren ahora de una forma tan extraña? Nunca habían sucedido estas cosas, ¿no? Vivían para convertirse en pontífices, lo conseguían, y se ocultaban en el Laberinto y tenían una vida casi eterna. Ahora Malibor está alimentando a los dragones marinos y Voriax se metió delante de un dardo perdido en el bosque. —Eructó de nuevo—. Es extraño. Es posible que allí arriba, en el Monte del Castillo, estén cansándose del sabor del poder.
—Ya basta —dijo Sleet, incómodo en aquella conversación.
—En cuanto eligen a la nueva Corona, el resto de príncipes está acabado, claro, no tienen esperanzas de progresar. A menos, a menos, a menos, a menos que la Corona muera. Entonces los príncipes vuelven a entrar en el sorteo. Cuando murió Voriax y ese Valentine llegó al poder, me dije…
—¡Basta! —gritó Sleet.
Se puso muy erguido, con lo que apenas llegaba el pecho de la guerrillera, y sus ojos chispearon como si planeara tajar los muslos de la mujer para equilibrar la situación. Lisamon conservó la calma, pero su mano se deslizó hacia la espada. Valentine se interpuso llanamente entre ambos.
—Ella no pretende ofender a la Corona —dijo tranquilamente—. Le gusta el vino, y la bebida suelta su lengua. —Y dirigiéndose a Lisamon, dijo—: Perdónale, ¿quieres? Mi amigo está muy nervioso en esta parte del mundo, como tú ya sabes.
Otra enorme explosión, cinco veces más potente y cincuenta veces más aterradora que la ocurrida media hora antes, interrumpió la discusión. Las monturas se encabritaron y relincharon, el vagón se tambaleó y Zalzan Kavol lanzó atroces juramentos desde el asiento del cochero.
—La Fuente de Piurifayne —anunció Deliamber—. Uno de los mayores espectáculos de Majipur. Vale la pena mojarse para verlo.
Valentine y Carabella se precipitaron fuera del vagón, y los demás les imitaron. Habían llegado a una zona despejada de la carretera. El bosque de arbolillos de tronco verde se abría para crear una especie de anfiteatro natural, carente por completo de vegetación, que se extendía casi un kilómetro a ambos lados de la ruta. En el extremo opuesto había brotado un geiser, pero un geiser tan parecido a los que Valentine había visto en Khyntor Ardiente como un dragón marino se parece a un pececillo. Era una columna de espumosa agua que parecía más alta que la torre de mayor altura de Dulorn, una flecha blanca que se alzaba ciento cincuenta, doscientos metros, quizá más, brotando estruendosamente del suelo con incalculable fuerza. En el extremo superior, donde la unidad del geiser se rompía y daba paso a franjas, chorros y sogas de agua, resplandecía una luz misteriosa que iluminaba los bordes de la columna y creaba un espectro completo de tonalidades, rosas, perlas, carmesíes, tenues colores de lavándula y ópalo. Un cálido rocío llenaba el aire.
La erupción continuó sin cesar, un increíble volumen de agua lanzada hacia el cielo con increíble fuerza. Valentine notó en su cuerpo el masaje de las fuerzas subterráneas que estaban en acción. Observó el espectáculo, asustado y maravillado, y casi se sobresaltó al ver que se aproximaba el final. La columna menguó, se redujo a cien metros, cincuenta, una patética hebra blanca que se sumergía en el suelo, treinta metros, diez, y finalmente nada, nada, aire desocupado donde había estado la sorprendente columna, gotitas de cálida humedad como único espectro.
—Cada treinta minutos —les informó Autifon Deliamber—, desde que los metamorfos viven en Majipur, así lo aseguran, ese géiser erupciona puntualmente. Es un lugar sagrado para ellos. ¿Lo veis? Hay peregrinos en estos momentos.
Sleet contuvo la respiración y se puso a hacer signos sagrados. Valentine le puso una mano en el hombro para calmarle. Varios metamorfos, cambiaspectos o piurivares, diez o más, se hallaban congregados ante una especie de altar al borde de la carretera, no muy lejos del vagón. Estaban contemplando a los viajeros y, pensó Valentine, no de un modo especialmente amistoso. Varios aborígenes que comandaban el grupo se ocultaron brevemente detrás del resto, y cuando aparecieron otra vez tenían un aspecto extrañamente difuso e indistinto, y eso no fue todo, puesto que habían sufrido transformaciones. A uno le habían brotado grandes balas de cañón a modo de pechos, en una caricatura de Lisamon Hultin, otro tenía cuatro velludos brazos de skandar y un tercero había imitado las canas de Sleet. Emitieron un curioso y agudo sonido que tal vez era la versión metamorfa de la risa, y a continuación todo el grupo se alejó por el bosque.