Выбрать главу

Valentine no soltó el hombro de Sleet hasta que notó que parte de la tensión iba consumiéndose en el rígido cuerpo del menudo malabarista.

—¡Un buen truco, sí señor! —dijo alegremente—. Si fuéramos capaces de hacer eso… si nos salieran varios brazos en medio de la actuación… ¿Qué opinas, Sleet? ¿Te gustaría?

—Me gustaría estar en Narabal —dijo Sleet—, o en Piliplok, o en cualquier lugar alejado de aquí.

—Y a mí en Falkynkip, dando sobras a mis monturas —dijo Shanamir, que estaba pálido y tembloroso.

—Ellos no pretenden causarnos daño —dijo Valentine—. Va a ser una interesante experiencia, una experiencia que nunca olvidaremos.

Sonrió abiertamente. Pero no hubo sonrisas alrededor de él, ni siquiera la de Carabella, la siempre animada Carabella.

El mismo Zalzan Kavol tenía un extraño aspecto de inquietud, como si estuviera pensando mejor en la sensatez de buscar con afán a su gran amor, los reales, en la provincia metamorfa. Valentine, simplemente a fuerza de optimista energía, no logró alegrar excesivamente a sus compañeros. Miró a Deliamber.

—¿A qué distancia está Ilirivoyne? —le preguntó.

—En algún lugar más adelante —replicó el vroon—. A qué distancia, no tengo la menor idea. La encontraremos cuando la encontremos.

No fue una respuesta muy halagüeña.

12

Aquel país era primitivo, eterno, no corrompido, una avanzada del primer amanecer del civilizado y amansado Majipur. Los cambiaspectos vivían en un territorio de bosques tropicales, donde aguaceros diarios limpiaban el ambiente y hacían que la vegetación se desenfrenara. Las frecuentes tormentas procedían del norte y avanzaban hacia el túnel natural formado por la Escarpa de Velathys y la cordillera Gonghar. Cuando el húmedo aire se alzaba en el ascenso de las estribaciones, se producían suaves lluvias que empapaban un terreno ligeramente esponjoso. Los árboles crecían altos y con delgados troncos, ramificándose a gran altura y formando densas bóvedas. Redes de trepadoras y lianas unían las copas, y cascadas de oscuras hojas, afiladas y con goteantes puntas, relucían como si la lluvia las hubiera pulido. A través de las brechas del bosque, Valentine vio distantes montañas con mantos verdes, envueltas en niebla, con numerosos picos, ominosas, misteriosos bultos de gran tamaño que se agazapaban en el terreno. Había escasa fauna silvestre, o al menos pocos animales que se dejaran ver: alguna serpiente roja y amarilla que se deslizaba entre los matorrales, un infrecuente pájaro verde y escarlata o un dentudo animal de hábitos aéreos, de color pardo y membranosas alas, que revoloteó por encima de los malabaristas. Un asustado bilantún retozó discretamente delante del vagón y se esfumó en el bosque con furiosos movimientos de sus afiladas pezuñas y haciendo señales de pánico con su erguida y copetuda cola. Los hermanos del bosque no debían estar lejos, puesto que se veían varias arboledas de duikos. E indudablemente los arroyos debían estar llenos de peces y reptiles, el suelo del bosque repleto de insectos excavadores y roedores de fantásticos colores y formas y, por lo que sabía Valentine, las innumerables lagunas de siniestro aspecto albergaban al monstruoso amorfibote que, tras estar sumergido durante el día salía por la noche, todo cuello, dientes y ojos como cuentas, en busca de cualquier presa que se pusiera al alcance de su voluminoso cuerpo. Pero ninguno de esos seres se dejó ver mientras el vagón corrió hacia el sur por la abrupta y estrecha carretera de la reserva.

Tampoco los mismos piurivares fueron excesivamente conspicuos. De vez en cuando, una antiquísima senda que se introducía en la jungla, endebles cabañas de mimbre apenas visibles desde la carretera, varios peregrinos que iban a pie hacia el altar de la fuente. Los metamorfos, explicó Deliamber, eran un pueblo que vivía de la caza y de la pesca, recogía frutos silvestres y tenía cierta producción agrícola. Seguramente su civilización estuvo más avanzada en otros tiempos, puesto que se habían descubierto, en especial en Alhanroel, ruinas de importantes ciudades de piedra de miles de años de antigüedad, tal vez correspondientes a una época de Piurivar anterior a la llegada de las naves estelares. No obstante, dijo Deliamber, ciertos historiadores afirmaban que las ruinas pertenecían a viejos asentamientos humanos, fundados y destruidos en el turbulento período prepontifical hacía doce o trece mil años. En cualquier caso, los metamorfos, suponiendo que en otros tiempos hubieran tenido una forma de vida más compleja, preferían ser moradores del bosque en la actualidad. ¿Retroceso? ¿Progreso? Valentine no lo sabía.

A media tarde dejaron de oír el sonido de la Fuente de Piurifayne, y el bosque se hizo más espeso, más impenetrable. En la carretera no había un solo letrero y, de improviso, se bifurcaba en un punto donde no existían indicios de lo que había más allá. Zalzan Kavol pidió consejo a Deliamber con la mirada, y el mago miró a Lisamon.

—Ojalá lo supiera, maldita sea mi estampa —tronó la voz de la giganta—. Elegid un camino al azar. Tenemos el cincuenta por ciento de posibilidades de llegar a Ilirivoyne.

Pero Deliamber tenía una idea mejor, y se arrodilló en el lodo para efectuar un rito mágico de indagación. Sacó de su morral un par de recipientes con incienso mágico. Los protegió de la lluvia con la capa y los encendió para crear una humareda de color castaño claro. Inhaló el humo mientras agitaba los tentáculos formando intrincadas volutas. La guerrillera soltó una risotada.

—Sólo es un fraude. Moverá los brazos un rato y luego intentará adivinar el camino. Cincuenta por ciento de posibilidades de llegar a Ilirivoyne.

—El lado izquierdo de la bifurcación —anunció finalmente Deliamber.

Fue un buen recurso mágico, o una afortunada conjetura, porque poco después fueron aumentando las señales de ocupación metamorfa. No hubo más aislados grupos de solitarias cabañas, sino pequeñas concentraciones de moradas de mimbre, ocho, diez o más, muy juntas y cada cien metros o incluso más cerca. Además creció el número de transeúntes, sobre todo niños aborígenes que llevaban livianas cargas en hondas suspendidas de sus cabezas; muchos se detuvieron al ver el vagón, señalaron y emitieron suaves sonidos en voz baja.

Era indudable que los malabaristas estaban aproximándose a una gran población. El camino estaba atestado de niños y adultos, y las viviendas eran numerosas. Los niños formaban una inquieta cuadrilla. Parecían practicar su inmaduro talento transformativo mientras caminaban, y adoptaban numerosas formas, casi todas grotescas: a uno le habían brotado piernas similares a zancos, otro tenía extremidades tentaculares de vroon que le llegaban casi al suelo y un tercero hinchó su cuerpo hasta formar una masa globular apoyada en diminutos puntales.

—¿Somos nosotros los artistas de circo —preguntó Sleet—, o son ellos? ¡Esta gente me pone enfermo!

—Paz —dijo en voz baja Valentine.

—Creo que aquí tienen diversiones muy tétricas —comentó Carabella en apagada voz—. Mirad.

Un poco más adelante, al borde del camino, había varias jaulas de mimbre. Grupos de cargadores, que al parecer acababan de dejarlas en el suelo, descansaban junto a las jaulas. De los barrotes salían menudas manos de largos dedos, y algunas colas prensiles se enrollaban en gestos de angustia. Cuando el vagón pasó por allí, Valentine vio que las jaulas estaban repletas de hermanos del bosque, tres o cuatro muy apretados en cada jaula, en camino a Ilirivoyne para… ¿qué? ¿Para ser sacrificados y vendidos como carne? ¿Para ser torturados en las fiestas? Valentine se estremeció.