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—Hemos llegado justo a tiempo —anunció—. Las fiestas ya han empezado. Mañana por la noche habrá una de las celebraciones principales.

—¿Nos pagarán? —preguntó Sleet.

—Era lo lógico —dijo Zalzan Kavol—. Pero no nos darán comida, ni alojamiento, porque en Ilirivoyne no hay posadas. Y no debemos entrar en determinadas zonas de la ciudad. Me han ofrecido mejores acogidas en otros sitios. Aunque también algunas menos amistosas de vez en cuando.

Tropeles de niños metamorfos, solemnes y silenciosos, siguieron al vagón cuando el vehículo abandonó la plaza y se dirigió a un lugar situado detrás de la misma para poder aparcar. A últimas horas de la tarde los malabaristas celebraron una sesión de práctica, y aunque Lisamon Hultin hizo formidables esfuerzos para alejar de allí a los niños metamorfos, le fue imposible evitar que los pequeños volvieran y asomaran la cabeza entre árboles y arbustos para contemplar a los artistas. Valentine se puso nervioso al tener que actuar delante de los niños, y no fue el único, ni mucho menos, porque Sleet estuvo tenso y anormalmente torpe, e incluso Zalzan Kavol, maestro de maestros, tiró un bastón al suelo por primera vez en el recuerdo de Valentine. El silencio de los niños era molesto, parecían inexpresivas estatuas, un público distante que extraía energía y no daba nada a cambio. Pero todavía era más molesto el truco de la metamorfosis: los pequeños piurivares cambiaban de aspecto con tanta naturalidad como un niño humano se chupaba el pulgar. El objetivo aparente de los niños era la imitación, ya que las formas que adoptaban eran burdas, semirreconocibles versiones de los malabaristas, tal como habían hecho los metamorfos adultos en la Fuente de Piurifayne. Los niños conservaban una forma brevemente —su talento parecía escaso— pero durante las pausas entre ejercicios Valentine vio que algunos tenían su pelo rubio, las canas de Sleet o el cabello moreno de Carabella; otros se transformaron en seres osunos y con muchos brazos, igual que los skandars, o intentaron imitar caras, rasgos personales, expresiones, y todo ello hecho de un modo deformado y poco halagador.

Los viajeros pasaron la noche apretados a bordo del vagón, muy juntos, y durante toda la noche, así lo pareció, cayó una persistente lluvia. Valentine sólo logró dormir a ratos, simples cabezadas, y durante muchas horas escuchó los poderosos ronquidos de Lisamon o los sonidos aún más grotescos de los skandars. En algún momento de la noche debió dormirse de verdad, ya que tuvo un sueño, nebuloso e incoherente; vio a los metamorfos encabezando una procesión de prisioneros, hermanos del bosque y el extraño de piel azul, por la carretera que llevaba a la fuente de Piurifayne, que entró en erupción y se elevó sobre el mundo como una colosal montaña blanca. Y casi al amanecer durmió profundamente un rato, hasta que Sleet le sacudió el hombro para despertarle poco antes de la salida del sol. Valentine se incorporó y se frotó los ojos.

—¿Qué pasa?

—Vamos afuera. Tengo que hablarte.

—¡Aún es de noche!

—Es igual. ¡Vamos!

Valentine bostezó, se estiró y se levantó ruidosamente. Él y Sleet avanzaron cautelosamente entre los adormecidos cuerpos de Carabella y Shanamir, evitaron tropezar con un skandar, y bajaron la escalerilla del vagón. La lluvia había cesado, pero la mañana era oscura y fría, y una desagradable niebla se alzaba del suelo.

—He tenido un envío —dijo Sleet—. De la Dama, creo.

—¿De qué tipo?

—Sobre ese ser de la piel azul, el de la jaula, del que dijeron que era un criminal a punto de recibir castigo. Me ha hablado en mi sueño y me ha explicado que no es un criminal, sino sólo un viajero que cometió el error de entrar en territorio metamorfo. Lo capturaron porque tienen la costumbre de sacrificar un forastero en la Fuente de Piurifayne en época de fiestas. Y he visto cómo lo hacían. La víctima, atada de pies y manos, ocupa el hoyo de la fuente, y cuando se produce la explosión, sale despedida hacia el cielo.

Valentine notó un escalofrío que no estaba causado por la niebla matutina.

—Yo he soñado algo similar —dijo.

—En mi sueño me he enterado de más cosas —siguió explicando Sleet—. También nosotros estamos en peligro, quizá no en peligro de que nos sacrifiquen, pero igualmente corremos riesgos. Y si liberamos al extraño, él nos ayudará a salvarnos, pero si consentimos que muera, no saldremos con vida de territorio piurivar. Ya sabes que temo a estos cambiaspectos, Valentine, pero este sueño es distinto. Ha tenido la claridad de un envío. No hay que despreciarlo como un temor más del tonto Sleet.

—¿Qué quieres hacer?

—Rescatar al extraño.

—¿Y si es realmente un criminal? —contestó Valentine, intranquilo—. ¿Con qué derecho nos entrometemos en la justicia piurivar?

—Con el derecho del envío —dijo Sleet—. ¿También son criminales esos hermanos del bosque? He visto que ellos también iban a la fuente. Estamos entre salvajes, Valentine.

—No, salvajes, no. Gente extraña, con costumbres distintas a las de Majipur.

—Estoy resuelto a liberar al ser de piel azul. Si no con tu ayuda, yo solo.

—¿Ahora?

—¿Qué mejor momento? —preguntó Sleet—. Aún es de noche. Hay silencio. Abriré la jaula. Él se esconderá en la jungla.

—¿Piensas que la jaula no estará vigilada? No, Sleet. Espera. Esto es absurdo. Expondrás nuestras vidas si actúas ahora. Déjame hacer más averiguaciones sobre este prisionero y por qué está enjaulado. Y qué pretenden hacer con él. Si quieren sacrificarlo, lo harán en algún momento culminante de las fiestas. Hay tiempo.

—El envío acaba de llegarme —dijo Sleet.

—He tenido un sueño parecido al tuyo.

—Pero no ha sido un envío.

—No, no ha sido un envío. Sin embargo, basta para hacerme pensar que hay verdad en tu sueño. Te ayudaré, Sleet. Pero no ahora mismo. No es el momento oportuno.

Sleet estaba inquieto. Mentalmente ya estaba acercándose a las jaulas, y la oposición de Valentine le contrariaba.

—¿Sleet?

—¿Sí?

—Hazme caso. No es el momento oportuno. Hay tiempo.

Valentine miró fijamente al malabarista. Sleet le devolvió la mirada con igual obstinación durante unos instantes. Luego, bruscamente, su firmeza se quebró y bajó los ojos.

—Sí, mi señor —dijo en voz baja.

Durante el día Valentine trató de obtener información sobre el prisionero, pero con escaso éxito. Las jaulas, once con hermanos del bosque y la duodécima con el extraño, se encontraban en la plaza, delante de la Casa de los Servicios. Había cuatro pilas, con la jaula del extraño solitaria en lo alto, muy por encima del suelo. Piurivares armados con dagas las vigilaban.

Valentine se acercó, pero no logró pasar del centro de la plaza.

—Está prohibido que pases de aquí —le dijo un metamorfo.

Los hermanos del bosque hicieron resonar los barrotes. El ser de piel azul prorrumpió en gritos, palabras con un marcado acento que Valentine apenas logró entender. ¿Había dicho, «¡Huye, necio, antes de que te maten!», o era eso producto de la excitada imaginación de Valentine? Los guardianes habían establecido un apretado cordón alrededor de la plaza. Valentine se alejó. Cerca de allí preguntó a algunos niños si podían informarle sobre las jaulas; pero los pequeños le miraron guardando un obstinado silencio, fijaron en él sus inexpresivos ojos, murmurando entre ellos, efectuaron pequeñas metamorfosis para imitar el cabello rubio de Valentine, y luego se dispersaron y corrieron como si él fuera un demonio.

Durante toda la mañana no cesaron de entrar metamorfos en Ilirivoyne, llegando en tropel procedente de los caseríos forestales de las afueras. Se presentaron con adornos de numerosos tipos, guirnaldas, banderas, colgaduras, estacas decoradas con espejos y largas varas con misteriosas leyendas grabadas. Todos parecían saber qué hacer, y todos estaban enormemente atareados. No llovió después del amanecer. Los piurivares habían obtenido un raro día seco para el punto culminante de sus fiestas. ¿Por arte de magia, o era simplemente una coincidencia?, se preguntó Valentine.