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—Te han hecho el signo del estallido estelar —dijo ella, confusa—. Todos se han arrodillado. Y los metamorfos… ellos…

—Yo fui hace tiempo lord Valentine en el Monte del Castillo. Acéptalo. Créelo. El reino ha caído en manos peligrosas. Quédate a mi lado, Lisamon, en mi viaje hacia el este para reparar la situación.

La mujer se llevó su enorme y carnosa mano a la boca y observó a Valentine con aire de perplejidad.

Luego se dispuso a arrodillarse para rendir homenaje, pero Valentine indicó que no con la cabeza y la cogió por el codo para impedir que continuara.

—Vamos —dijo—. Eso no tiene importancia ahora. ¡Salgamos de aquí!

Recogieron el material de malabarismo y corrieron a oscuras hacia el vagón, al otro lado de la población. Shanamir y Carabella fueron los primeros en salir, y ya llevaban bastante ventaja al resto. Los skandars avanzaron en una sola y pesada falange, haciendo temblar el suelo bajo sus pies; Valentine nunca los había visto moverse con tanta rapidez. Él corrió detrás de los skandars, en compañía de Sleet. Vinorkis, lento y zancajoso, tuvo que esforzarse para no quedar rezagado. En último lugar iba Lisamon. La guerrillera había cogido a Deliamber y llevaba al diminuto mago bajo su brazo izquierdo; en la mano derecha empuñaba la espada vibratoria.

—¿Vamos a liberar al prisionero? —preguntó Sleet ya cerca del vagón.

—Sí.

Llamó por señas a Lisamon. La mujer dejó a Deliamber en el suelo y siguió a Valentine.

Con Sleet en cabeza, los tres corrieron hacia la plaza. Para alivio de Valentine, el lugar estaba casi vacío, sólo había algunos guardianes piurivares de guardia. Las doce jaulas seguían apiladas al otro lado de la plaza, cuatro en el suelo, hileras de cuatro y de tres encima, y en lo alto la que contenía al extraño ser de piel azul. Lisamon se plantó ante los guardianes antes de que pudieran reaccionar, fue cogiéndolos de dos en dos y los arrojó a buena distancia.

—No mates a nadie —advirtió Valentine.

Sleet, ágil como un mono, trepó por la pila de jaulas. Llegó arriba y se dispuso a cortar los gruesos mimbres que cerraban la puerta de la más grande. Movió enérgicamente el cuchillo, como si fuera una sierra, mientras Valentine mantenía tensos los mimbres. La última fibra quedó partida en cuestión de segundos y Valentine levanto la tapa. El extraño salió, desentumeció sus miembros y observó inquisitivamente a sus liberadores.

—Ven con nosotros —dijo Valentine—. Nuestro vagón está allí, detrás de la plaza. ¿Lo comprendes?

—Comprendo —dijo el extraño.

Su voz era grave, ronca, resonante, y su marcado acento era perceptible sílaba por sílaba. Sin más palabras, el extraño saltó al suelo por delante de las jaulas de hermanos del bosque. Lisamon se había ocupado del último guardián metamorfo y estaba amontonándolos cuidadosamente.

Obedeciendo a un impulso, Valentine cortó las ataduras de la jaula de hermanos del bosque que tenía más cerca. Las laboriosas manos de las criaturas salieron entre los barrotes, abrieron el pasador y quedaron en libertad. Valentine continuó con otra jaula. Sleet ya había descendido.

—Un momento — le llamó Valentine—. La tarea aún no está acabada.

Sleet sacó su cuchillo y puso manos a la obra. Al cabo de poco rato todas las jaulas estuvieron abiertas, y los hermanos del bosque, en gran cantidad, desaparecieron en la noche.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Sleet mientras corrían hacia el vagón.

—¿Por qué no? —contestó Valentine—. También ellos quieren vivir.

Shanamir y los skandars tenían el vagón a punto, con las monturas enganchadas y los rotores en marcha. Lisamon fue la última en entrar. Cerró la puerta y dio un grito a Zalzan Kavol, que partió al instante.

Y muy a tiempo, porque aparecieron seis metamorfos y se pusieron a correr frenéticamente detrás del vehículo, gritando y gesticulando. Zalzan Kavol hizo que el vagón fuera más deprisa. Los perseguidores fueron rezagándose poco a poco y se perdieron de vista en cuanto el vehículo se adentró en la extremada oscuridad de la jungla.

Sleet miró atrás con gesto de preocupación.

—¿Estarán persiguiéndonos aún?

—No pueden alcanzarnos —dijo Lisamon—. Y sólo viajan a pie. Estamos a salvo.

—¿Estás segura? —preguntó Sleet—. ¿Y si disponen de algún atajo para alcanzarnos?

—Nos preocuparemos de eso cuando debamos hacerlo —dijo Carabella—. Estamos avanzando deprisa. —Se estremeció—. ¡Y que pase mucho tiempo antes de que volvamos a ver Ilirivoyne!

Guardaron silencio. El vagón prosiguió su marcha velozmente.

Valentine estaba sentado a cierta distancia de los demás. Era inevitable, pero el detalle le afligía, porque todavía era más Valentine que lord Valentine, y resultaba raro y desagradable estar por encima de sus amigos. Pero no había remedio. Carabella y Sleet, que habían conocido secretamente su identidad, habían llegado a un acuerdo privado con él, a su manera. Deliamber, que supo la verdad antes que el mismo Valentine, jamás se había sentido enormemente asustado por ella. Pero los demás, aunque hubieran sospechado que Valentine era algo más que un despreocupado vagabundo, estaban pasmados por el franco conocimiento de su categoría social, revelada en la grotesca actuación metamorfa. Le miraban fijamente, estaban mudos, adoptaban posturas tensas, forzadas, como si temieran repantigarse en presencia de la Corona. ¿Cómo había que comportarse en presencia de un Poder de Majipur? No podían seguir sentados y hacerle constantemente el signo del estallido estelar. Valentine consideraba absurdo ese gesto, un cómico alargamiento de los dedos y nada más: la creciente sensación de su importancia aún no contenía excesivo espíritu de engreimiento.

El extraño se presentó como Khun de Kianimot, un planeta de una estrella relativamente próxima a Majipur. Era un ser apagado y caviloso, con una cristalina ira y desesperación en su alma, con un rasgo inherente que se expresaba, pensó Valentine, en la posición de sus labios, en el tono de su voz y en especial en la intensa mirada de sus extraños ojos, inquietos y purpúreos. Naturalmente era posible, admitió Valentine, que él estuviera proyectando sus nociones humanas de expresión sobre aquel ser extraño, y que tal vez Khun fuera, según las normas de Kianimot, una persona de total jovialidad y afabilidad. Pero era muy dudoso.

Khun llegó a Majipur hacía dos años, con una misión que prefirió no explicar. Fue, dijo amargamente, el mayor error de su vida. Entre los festivos habitantes de Majipur había dicho adiós a todo su dinero, había cometido la insensatez de embarcarse con rumbo a Zimroel sin saber que en ese continente no existían espaciopuertos desde donde volver a su mundo natal, y de una forma todavía más alocada se había aventurado en territorio piurivar, creyendo poder rehacerse de sus pérdidas con algún tipo de comercio con los metamorfos. Pero los piurivares le detuvieron y le metieron en una jaula, y le tuvieron prisionero durante varias semanas para entregarlo a la fuente en la noche culminante de las fiestas.

—Que quizá habría sido lo mejor —dijo—. Una rápida explosión de agua y habría acabado esta vida errante. Majipur me aburre. Si mi destino es morir en su planeta, preferiría que fuera pronto.

—Perdónenos por haberle rescatado —dijo abruptamente Carabella.

—No, no. No pretendo ser ingrato. Pero… —Khun se interrumpió—. Este lugar ha sido penoso para mí. Igual que Kianimot. ¿Hay algún lugar en el universo donde vida no signifique sufrimiento?

—¿Tan mal le ha ido? —preguntó Carabella—. A nosotros nos parece tolerable. Incluso lo peor es bastante tolerable, si se tiene en cuenta la alternativa. —Se echó a reír—. ¿Siempre está tan melancólico?