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El extraño hizo un gesto de indiferencia.

—Si son felices, les admiro y les envidio. La existencia me resulta dolorosa, y la vida carece de significado para mí. Pero son pensamientos muy tristes para una persona que acaba de ser rescatada, les agradezco su ayuda. ¿Quiénes son, qué imprudencia les trajo a Piurifayne, adonde van ahora?

—Somos malabaristas —dijo Valentine, mientras lanzaba una incisiva ojeada a los demás—. Vinimos a esta provincia porque creímos que habría trabajo para nosotros. Y si logramos salir de aquí, nos dirigiremos a Ni-moya, y de allí río abajo hasta Piliplok.

—¿Y luego?

Valentine gesticuló vagamente.

—Algunos de los presentes participaremos en la peregrinación a la Isla. ¿Sabe de qué se trata? Y los demás… no sé qué harán.

—Yo debo ir a Alhanroel —dijo Khun—. Mi única esperanza es volver a mi hogar, cosa que es imposible desde este continente. Tal vez en Piliplok pueda conseguir pasaje para cruzar el mar. ¿Podría viajar con ustedes?

—Naturalmente.

—No tengo dinero.

—Ya lo suponemos —dijo Valentine—. No tiene importancia.

El vagón avanzó rápidamente durante la noche. Nadie durmió, aparte de ocasionales cabezadas. Cayó una llovizna. En las tinieblas del bosque podían acechar peligros en cualquier lugar, pero no poder ver nada era un paradójico alivio, y el vagón siguió adelante sin problemas.

Al cabo de una hora Valentine levantó los ojos y vio que Virnorkis se hallaba de pie ante él, con la boca abierta como un pez arponeado y temblando a causa de una tensión que debía ser insoportable.

—¿Mi señor? —dijo en voz apenas audible.

Valentine inclinó la cabeza en señal de consentimiento.

—Estás temblando, Vinorkis.

—Mi señor… no sé cómo explicarme… tengo que hacerle una terrible confesión…

Sleet abrió los ojos y miró amenazadoramente al yort. Valentine le indicó que se calmara.

—Mi señor —dijo Vinorkis, y vaciló. Empezó de nuevo—: Mi señor, en Pidruid vino a verme un hombre que me dijo: «En la posada hay un forastero alto y rubio y creemos que ha cometido crímenes monstruosos.» Este hombre me ofreció una bolsa de coronas si yo vigilaba de cerca al forastero rubio, si lo seguía a todas partes y daba información sobre sus actos a los agentes imperiales.

—¿Un espía? —estalló Sleet. Su mano voló hacía la daga que llevaba en la cadera.

—¿Quién era ese hombre que le contrató? —preguntó tranquilamente Valentine.

El yort sacudió la cabeza.

—Alguien al servicio de la Corona, por su forma de vestir. No me dijo su nombre.

—¿Y ha facilitado esa información? dijo Valentine.

—Sí, mi señor —murmuró Vinorkis, la mirada fija en sus pies—. En todas las ciudades. Al cabo del tiempo me costaba creer que usted fuera ese criminal del que me hablaron, porque usted parecía amable, elegante y dulce de alma, pero yo había aceptado dinero, y me daban más después de cada informe…

—Déjame que lo mate ahora mismo —murmuró roncamente Sleet.

—No habrá muertes —dijo Valentine—. Ni ahora ni más tarde.

—¡Este hombre es peligroso, mi señor!

—Ya no lo es.

—Nunca he confiado en él —dijo Sleet—. Ni Carabella, ni Deliamber. Y no solamente porque fuera un yort. Siempre reflejaba astucia, marrullería, falsedad. Tantas preguntas, tanto husmear en busca de información…

—Pido perdón —dijo Vinorkis—. Desconocía a quién estaba traicionando, mi señor.

—¿Vas a creerle? —gritó Sleet.

—Sí —dijo Valentine—. ¿Por qué no? Él no tenía más conocimiento de mi identidad… que yo mismo. Le dijeron que siguiera a un hombre y facilitara informes al gobierno. ¿Es un acto tan diabólico? Estaba sirviendo a la Corona, o así lo creía. No hay que recompensar su lealtad con tu daga, Sleet.

—Mi señor, a veces eres demasiado inocente —dijo Sleet.

—Tal vez sea cierto. Tenemos mucho que ganar si perdonamos a este hombre, y nada en absoluto si lo matamos. —A continuación habló con el yort—. Tiene mi perdón Vinorkis. Lo único que le pido es que sea tan leal a la verdadera Corona como lo fue con la falsa.

—Se lo prometo, mi señor.

—Bien. Ahora duerma un poco, y ahuyente sus temores.

Vinorkis hizo el signo del estallido estelar y se alejó. Se tumbó en el centro del vagón junto a dos skandars.

—Una imprudencia, mi señor —dijo Sleet—. ¿Y si continúa espiándonos?

—¿En esta jungla? ¿A quién dará sus mensajes?

—¿Y cuando salgamos de la jungla?

—Creo que podemos confiar en él —dijo Valentine—. Ya sé que esta confesión puede ser un simple ardid para lograr que echemos a un lado nuestras sospechas. No soy tan ingenuo como crees, Sleet. Te encargo de que lo vigiles atentamente en cuanto estemos de nuevo en la civilización. Sólo por si acaso. Pero creo que averiguarás que su arrepentimiento es sincero. Y voy a utilizarlo de tal modo que será valioso para mí.

—¿Utilizarlo, mi señor?

—Un espía puede llevarnos a otros espías. Y habrá otros espías, Sleet. Tal vez nos convenga que Vinorkis mantenga sus contactos con los agentes imperiales, ¿eh?

Sleet hizo un guiño.

—¡Entiendo tu intención, mi señor!

Valentine sonrió, y ambos hombres guardaron silencio.

Sí, pensó Valentine, el horror y el remordimiento de Vinorkis eran sinceros. Y aclaraban muchas cosas que él deseaba saber. Porque si la Corona había pagado gustosamente grandes sumas de dinero para seguir el rastro de un insignificante vagabundo desde Pidruid hasta Ilirivoyne, ¿hasta qué punto podía ser insignificante ese vagabundo? Valentine notó un extraño hormigueo en la piel. Más que cualquier otro detalle, la confesión de Vinorkis confirmaba todo lo que Valentine había descubierto sobre su identidad. Si la técnica usada para arrojarle de su cuerpo era nueva, relativamente experimental, los conspiradores no tendrían seguridad respecto al carácter permanente del borrado de su memoria, y difícilmente consentirían que la desterrada Corona vagara por el planeta libre y sin vigilancia. Por lo tanto, un espía, y probablemente otros, deberían estar muy cerca del vagabundo. Y tenía que considerar la amenaza de una rápida maniobra preventiva si llegaban noticias al usurpador de que Valentine empezaba a recobrar la memoria. ¿Con qué meticulosidad estarían siguiéndole el rastro las fuerzas imperiales, en qué momento del viaje a Alhanroel decidirían interceptarle?

El vagón prosiguió su avance en la negrura de la noche. Deliamber y Lisamon conferenciaron interminablemente con Zalzan Kavol respecto a la ruta. La otra población importante metamorfa, Avendroyne, se hallaba al sureste de Ilirivoyne, en una hondonada entre dos grandes montañas, y era probable que la carretera que seguían les condujera allí. Cabalgar alegremente hacia otra población metamorfa no era prudente, por supuesto. La noticia de la liberación de los prisioneros y la huida del vagón ya debía haber llegado a Avendroyne. Sin embargo, volver a la Fuente de Piurifayne era todavía más arriesgado.

Valentine, totalmente desvelado, volvió a representar en su mente la pantomima de los metamorfos hasta un centenar de veces. Había sido como un sueño, sí, pero ningún sueño era tan inmediato: él había estado tan cerca de su imitador metamorfo que pudo haberlo tocado con la mano, y había visto, eso era indudable, el cambio del color del cabello, de rubio a moreno, de moreno a rubio. Los metamorfos conocían la verdad con más claridad que él mismo. ¿Eran capaces de leer en el alma, como Deliamber hacía de vez en cuando? ¿Cuál había sido su reacción al saber que estaba entre ellos la destronada Corona? No de admiración y temor, ciertamente: la Corona no era nada para ellos, un mero símbolo de su derrota miles de años atrás. Les habría parecido terriblemente divertido que un sucesor de lord Stiamot hiciera malabares en su fiesta, los entretuviera con necios trucos y danzas, lejos de los esplendores del Monte del Castillo. La Corona en su lodosa población de casas de madera. Qué extraño, pensó Valentine. Casi como un sueño.