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—¡Ahí va! —gritó.

Lanzó una daga a la mujer, cogió otra tirada por el hombre de las canas y echó al aire una tercera. Vio que las armas volvían hacia él y deseó que fueran juguetes de hoja roma, pero sabía que no lo eran y dejó de inquietarse. Lo necesario era convertirse en una especie de autómata, mantener el cuerpo centrado y atento, mirar siempre la daga que llegaba y dejar que la que partía volara como quisiera. Actuó de un modo rítmico —recoger, lanzar, recoger, lanzar— siempre con una daga viniendo hacia él y otra alejándose de él. Valentine se dio cuenta de que un malabarista auténtico usaba ambas manos al mismo tiempo, pero él no era un experto y no podía hacer más para coordinar recogidas y lanzamientos. Sin embargo estaba haciéndolo bien. Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que llegara el inevitable error y resultara herido. Los malabaristas se rieron al acelerar el ritmo del ejercicio. Valentine los imitó, con naturalidad, y continuó lanzando y recogiendo dagas durante dos o tres minutos, hasta que notó que sus reflejos se apagaban por culpa de la tensión. Era el momento de parar. Fue cogiendo y dejando caer al suelo, deliberadamente, los puñales, hasta que los tres estuvieron a sus pies, y entonces se agachó. Sin dejar de reír, jadeante, se dio palmadas en los muslos.

Los dos malabaristas humanos aplaudieron. Los skandars no habían detenido su formidable torbellino de dagas, pero en ese instante uno de ellos grito «¡Hop!» y el sexteto de extra-terrestres recogió los cuchillos y terminó la actuación sin más palabras. Después desaparecieron en dirección a los dormitorios.

La joven se acercó a Valentine dando brincos.

—Soy Carabella —dijo. No era más alta que Shanamir, y su adolescencia debió terminar hacía pocos años. En su menudo y musculoso cuerpo bullía una incontenible vitalidad. Vestía un jubón verde claro de apretada textura y en el cuello llevaba una triple sarta de pulidas conchas de quanna. Sus ojos eran tan oscuros como su cabello. Su sonrisa era cálida y seductora—. ¿Dónde has hecho malabarismo, amigo?

—Nunca había hecho juegos malabares —dijo Valentine. Se pasó la mano por su sudorosa frente—. Un deporte difícil. Me parece imposible no haberme cortado.

—¿Nunca? —exclamó el hombre canoso—. ¿Nunca había hecho juegos malabares? ¿Y esto ha sido una exhibición de talento natural, sólo eso?

—Supongo que hay que llamarlo así —contestó Valentine, indiferente.

—¿Podemos creerlo? —preguntó el hombre canoso.

—Creo que sí —dijo Carabella—. Lo ha hecho bien, Sleet, pero sin método. ¿Te has fijado en sus manos? Iban en busca de las dagas, por aquí, por allá, un poco nerviosas, algo ansiosas, sin esperar a que los puños llegaran al lugar correcto. ¿Y has visto los lanzamientos precipitados y alocados? Nadie que haya ejercitado el arte podría fingir esa torpeza con tanta naturalidad, y no había motivo para fingir. Este Valentine tiene buen ojo, Sleet, pero está diciendo la verdad. Nunca había hecho lanzamientos.

—Su ojo es más que bueno —murmuró Sleet—. Envidio enormemente su rapidez. Tiene un don natural.

—¿De dónde eres? —preguntó Carabella.

—Del este —fue la evasiva respuesta de Valentine.

—Así lo pensaba. Hablas de un modo bastante raro. ¿Eres de Velathys? ¿De Khyntor, quizá?

—De por allí, sí.

La falta de claridad de Valentine no pasó desapercibida a Carabella, ni a Sleet. Ambos intercambiaron rápidas miradas. Valentine se preguntó si serían padre e hija. Seguramente no. Sleet, por lo que veía Valentine, era mucho menos viejo de lo que le había parecido al principio. De edad madura, sí, pero apenas viejo, la blanqueada apariencia de su piel y de su cabello exageraban su edad. Era un hombre de cuerpo sólido, muy erguido, de finos labios y barba cana, corta y puntiaguda. Una cicatriz, pálida ahora pero indudablemente muy nítida en otro tiempo, se extendía en una mejilla de la oreja al mentón.

—Nosotros somos del sur —dijo Carabella—. Yo de Til-o-mon, y Sleet de Narabal.

—¿Han venido para actuar en la fiesta de la Corona?

—Así es. Recién contratados por la compañía Zalzan Kavol, el skandar, para ayudarle a cumplir con el último decreto de la Corona relativo a contratación de humanos. ¿Y tú? ¿Qué te ha traído a Pidruid?

—Las fiestas —dijo Valentine.

—¿Por negocios?

—Simplemente para presenciar los juegos y desfiles. Sleet se echó a reír como si supiera la verdad.

—No hace falta que seas tan evasivo con nosotros, amigo. No es una desgracia vender monturas en el mercado. Ayer por la noche te vimos cuando llegabas con el chico.

—No —dijo Valentine—. A ese zagal lo conocí ayer mismo, cuando estaba cerca de la ciudad. Los animales son suyos. Yo solamente lo he acompañado a la posada, porque soy forastero. No tengo negocios.

Un skandar se asomó a una puerta. Era un gigante, vez y media más alto que Valentine, una criatura formidable y voluminosa de aspecto feroz, gruesas fauces y sesgados ojos amarillos. Sus cuatro brazos pendían hasta por debajo de las rodillas y terminaban en manos que parecían cestas enormes.

—¡Adentro! —espetó.

Sleet se despidió y se fue corriendo. Carabella se retrasó un instante y sonrió a Valentine.

—Eres muy peculiar —dijo—. No dices mentiras, pero nada de lo que dices parece verdad. Creo que hasta tú mismo sabes muy poco de tu alma. Pero me gustas. Desprendes un resplandor, ¿lo sabes, Valentine? Un resplandor de inocencia, de sencillez, de calidez, o… de algo distinto. No lo sé. —Casi con timidez, Carabella llevó dos dedos al brazo de Valentine—. Me gustas. Quizás volvamos a hacer juegos malabares.

Y se fue, correteando detrás de Sleet.

5

Estaba solo, y no había rastro alguno de Shanamir, y aunque de pronto comprobó que sentía el fuerte deseo de pasar el día con los malabaristas, con Carabella, era imposible hacer tal cosa. Y la mañana aún era joven. No tenía planes, y eso le preocupaba, aunque no en exceso. Todo Pidruid estaba a su disposición para que lo explorara.

Salió, recorrió tortuosas calles llenas de follaje. Exuberantes enredaderas y árboles de exudante ramaje brotaban por todas partes, medrando con aquel aire húmedo, cálido y salado. De la distancia llegaba música de banda, una melodía jadeante, vibrante, festiva por no decir estridente, quizás el ensayo para un gran desfile. Un riachuelo de espumosa agua corría velozmente a lo largo del margen, y los animales silvestres de Pidruid retozaban en él, mintunnos, perros sarnosos y menudos droles con el hocico lleno de púas. Actividad, actividad, actividad, en una bulliciosa ciudad donde todas las criaturas, incluso los animales perdidos, tenían algo que hacer y lo hacían rápidamente. Todas las criaturas menos Valentine, que vagaba sin rumbo, sin seguir una ruta determinada. De vez en cuando se detenía para asomarse a una oscura tienda adornada con rollos de tela y muestras de tejidos, contemplar un mohoso establecimiento de especias o admirar los selectos y elegantes jardines con flores de ricos matices intercalados entre dos edificios altos y estrechos. Ocasionalmente la gente le lanzaba miradas como maravillada de que pudiera permitirse el gusto del pasear. Se detuvo en una calle para observar a unos niños que jugaban. Parecían estar representando una pantomima. Un niño de corta edad, con un brazo de tela dorada atado en su frente a manera de corona, hacía amenazadores gestos en el centro de un círculo, y los otros jovencitos danzaban a su alrededor y fingían estar aterrorizados mientras cantaban: