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Fue una experiencia extraña. Si Marcia pudiera verlo no daría crédito. O pensaría que tenía un gemelo idéntico que hacía esas cosas tan raras.

Susie, apretada contra su costado, olía de maravilla. Y su piel estaba tan calentita…

Tenía que volver a casa, se dijo. Tenía que poner el castillo en venta y seguir adelante con su vida como si todo aquello no hubiera pasado nunca.

– ¿Dónde podemos enviar las fotografías? -preguntó Albert-. ¿Tienen una residencia permanente?

– Esta gente parece pensar que somos vagabundos -dijo Hamish en voz baja.

Susie soltó una carcajada.

– Miren, no estamos casados y no somos vagabundos. Les presento a lord Hamish Douglas, barón de Loganaich. Yo soy… la reliquia del castillo. Y su jardinera, además.

– Una jardinera estupenda -sonrió Hamish, dejando a la pareja americana boquiabierta.

– Siguen pensando que somos un par de vagabundos -dijo Hamish mientras el yate se alejaba mar adentro.

– Debería haberles dicho que soy una princesa árabe o algo así -rió Susie-. ¿Has visto qué cara han puesto?

– Pero les hemos alegrado el día, seguro. Ahora tendrán algo que contar cuando vuelvan a casa.

– Seguro que pasan por la oficina de correos.

– ¿Para qué?

– Harriet lleva la oficina de correos de Dolphin Bay y tiene un cartel en la puerta anunciando una «Oficina de Información». Impartir información, del tipo que sea, es su gran pasión en la vida. Seguro que van a preguntarle y cuando les cuente que eres un lord de verdad volverán para hacernos más fotos.

– Entonces nos esconderemos en el castillo y cerraremos las persianas.

– Ojala fuese tan fácil -rió Susie-. En fin, es hora de volver a ser adultos. Tengo que acabar el camino.

– Y yo tengo que hacer un inventario.

– ¿Qué?

– Marcia dice que debería catalogar los muebles del castillo.

– Ah, ya. ¿Qué piensas hacer con Eric y Ernst?

– ¿Quién?

– Las dos armaduras.

– Ah, no sé. A lo mejor las vendo.

– Yo las compraría.

– ¿Para qué?

– Cuando vuelva a casa no tendré a Boris y necesito alguien que me proteja -contestó Susie-. Además, siempre hablo con ellas. Hemos llegado a un consenso sobre serios asuntos políticos, pero aún no hemos decidido nada sobre el protocolo de Kyoto.

Hamish la miró, atónito. Y luego soltó una carcajada.

– Espero que no te haga gracia algo tan serio como el protocolo de Kyoto.

– No, claro que no. Es una cosa muy seria. La semana pasada le estaba contando yo a mi tronco de Brasil…

– No te rías de mí.

– No me estoy riendo de ti -sonrió Hamish-. Pero Eric y Ernst son tuyos. No puedo separarte de tus contertulios políticos. ¿Cómo piensas llevártelos a casa?

– No creo que me los dejasen llevar en el avión.

– Podrías conseguirles un pasaporte diplomático. Yo podría hacer algunas llamadas. Eric y Ernst, nacidos en China y con opiniones políticas que tiran hacia la izquierda… porque supongo que serán de izquierdas.

– Es peligroso suponer nada sobre Eric y Ernst.

– Muy bien. Estudiaré la situación con cautela diplomática. Pero haré todo lo que esté en mi mano, Susie Douglas. Cuando te marches a América me gustaría ver que llevas a Eric a un lado y a Ernst a otro.

– Eric es vegetariano -le informó ella-. Y a Ernst no le gusta viajar al lado de la ventanilla.

Hamish soltó una alegre carcajada. Susie lo miraba con una expresión seria que contrastaba con el brillo de burla que había en sus ojos y él se sintió…

– Veremos qué puedo hacer -consiguió decir-. Pero mientras tanto, creo que deberíamos volver al castillo. Sospecho que hemos tomado demasiado el sol.

Capítulo 5

Estuvieron más serios durante el resto del día. Tanto que casi se evitaban el uno al otro. Hamish se dedicó a catalogar algunos muebles, pero no tenía mucho sentido catalogar candelabros de plástico. Susie se dedicó a guardar cosas en las maletas, pero no ponía el corazón en ello.

Se encontraron para cenar.

– Sopa de tomate y tostadas -le informó ella.

Y Hamish no discutió. Tomó la sopa con tostadas y después, cuando Susie se fue a la cama, tomó más tostadas. Al día siguiente iría al pueblo para comprar provisiones o acabaría muerto de hambre. Entonces recordó que al día siguiente era el día de la feria. Angustiado, decidió que no tenía más apetito. De modo que volvió a su habitación y se quedó mirando al techo.

Jodie le había dicho que aquéllas serían unas vacaciones, pero ¿no se suponía que uno descansaba durante las vacaciones? ¿Que se olvidaba de todo? El sonido de las olas le llegaba por la ventana, pero el resto del mundo parecía en silencio. Acostumbrado al ruido incesante de Manhattan, aquello parecía otro planeta.

Hamish decidió que echaba de menos Manhattan. Su dúplex, su austero cuarto de baño sin reyes ni reinas que mirasen, el ruido del tráfico… ¿Y a Marcia? Sí, claro que echaba de menos a Marcia.

No, no era cierto. Y no echaba de menos Manhattan tampoco. No sabía qué le pasaba. Por fin, consiguió conciliar el sueño y Marcia, Jodie y Susie parecían competir por aparecer en él. Marcia aparecía en silencio, mirándolo todo con expresión despreciativa. Jodie estaba en jarras, retándolo a ser diferente. Y Susie se estaba riendo.

Pero de repente la risa de Susie se convirtió en lágrimas y Hamish despertó con el cuerpo cubierto de sudor.

Y Susie ya no estaba en sus sueños. Estaba en la puerta de su habitación y ni lloraba ni reía. Tenía una falda de cuadros en la mano.

– Buenos días.

– Buenos días -murmuró él, sorprendido.

– Su kilt y los demás complementos esperan, lord Douglas.

Hamish se sentó en la cama de un salto. Pero enseguida recordó que no llevaba pijama, de modo que agarró la sabana y parpadeó ante la aparición que había en la puerta.

Susie llevaba un pantalón azul pirata y un top con los mismos cuadros que la falda que tenía en la mano. Porque se llamase «kilt» o no aquel era una falda, pensó, irritado.

– ¿Qué estás mirando?

– Esa blusa que llevas.

– Puede que tú seas el jefe del clan, pero yo también soy una Douglas.

Aquella mujer era pariente suya, pensó Hamish.

Y la familia era algo aterrador.

– No pienso ponerme eso.

– Me lo prometiste -le recordó Susie-. Ahora no puedes echarte atrás, barón. Además, ya he prometido que iríamos.

– ¿A quién se lo has prometido?

– A los organizadores de la feria. ¿Quieres que te ayude a vestirte?

– ¡No!

– Bueno, es que había pensado que podrías tener problemas con el «sporran».

– ¿Qué?

– La escarcela que se lleva encima de la falda.

– Ah, ya. No, me la pondré yo solito, gracias.

– Estupendo -sonrió Susie, tirando sobre la cama la falda de cuadros, una especie de bolsita de piel y un gorro con una pluma.

– ¿Tengo que ponerme todo eso?

– Todo. Vamos, date prisa. Voy a hacer el desayuno.

– Tostadas, por favor.

– ¿No quieres gachas? Es lo típico.

– Tostadas. Como líder del clan, exijo tostadas.

– Ah, me encantan los hombres duros… que llevan falda.

– Susie…

– Ya me voy, ya me voy.

Cuando terminó de vestirse, Hamish se miró al espejo.

– Ojala pudiera verme Jodie.

A su secretaria le habría encantado. ¿Y Marcia? A Marcia le impresionaría todo aquello, seguro. Pero era en Jodie en quien pensaba. En Jodie lanzando un silbido de admiración.

Su secretaria se reía tanto como Susie. Susie y Jodie…

Dos mujeres extrañas en su vida. Pero Jodie ya no era parte de su vida. Ahora estaba reconstruyendo coros o algo así en Nueva Inglaterra… con Nick. Ridículo. ¿Cómo iba a ganar dinero haciendo eso?