– Voy a llamarte Taffy -le dijo al cachorro-. Ya sé que me han sugerido otros sesenta y tres nombres, pero nadie puede decirme cómo llamar a mi cachorro.
Taffy levantó la cabecita y luego siguió durmiendo.
– El cachorro, la niña y yo. Tengo una familia completa -sonrió Susie-. ¿Dónde puedo ir? ¿Dónde llevaré a mi pequeña familia?
Volvería a la casa que había compartido con Rory. Claro. Era lo mejor, lo más sencillo.
Pero la idea de volver a la casa en la que había vivido con su marido…
– Estará vacía, Taffy. Incluso contigo. Es una casa preciosa en la costa, enfrente del mar… pero no sé si Rosie y yo vamos a ser suficiente compañía para ti.
Como respuesta a su pregunta, Taffy no dijo nada en absoluto.
– Pero tengo que volver a casa…
– ¿Hablar solo no es la primera señal de cura?
Susie se levantó de un salto.
– ¿Qué haces?
– Volver a casa -contestó Hamish.
– Me has asustado.
– No era mi intención.
– Es tu cocina -dijo ella, pero sonaba a la defensiva-. ¿Has cenado?
– Sí. Y lo he pasado muy bien.
– Nada parecido a Manhattan, ¿verdad?
– Nada parecido. No había pasado un día como éste en toda mi vida. Me han hecho «adjudicador oficial», de modo que he tenido que probar tartas, galletas, pasteles… algunos estaban buenísimos.
– Ah, ya.
Los dos se quedaron en silencio. El ambiente había cambiado. Era… diferente.
Susie no se había sentido así desde que Rory murió y, de repente, le pareció como si le faltase el aliento. ¿Por qué? ¿Sentía que estaba traicionando a Rory?
No. Se sentía libre. Era como si una enorme nube gris hubiera desaparecido del horizonte.
– ¿No te importa que venga Marcia? -le preguntó Hamish entonces.
– No, claro que no. Ésta es tu casa.
– Debería habértelo dicho antes.
– No importa, hay sitio para todos. Y yo siempre puedo irme…
– No quiero que te vayas, Susie. Aún no.
– Pero tengo que irme.
– ¿A Estados Unidos?
– Esta noche, no creo -sonrió ella-. Y gracias, por cierto.
– ¿Gracias?
– Por lo de hoy. A todo el mundo le ha gustado tener al barón de Loganaich en la feria.
– Ha sido un placer.
– ¿En serio?
– Sí, en serio.
Y allí estaba otra vez. Bang. Como en los comics, pensó Susie. Bang, bang, zing. La nube desaparecía por segundos y su corazón saltaba de alegría. No sabía por qué.
– Buenas noches, lord Douglas.
Hamish alargó una mano para estrechar la suya. Y enseguida hizo una mueca de dolor.
– ¡Ay!
– ¿Qué pasa?
– Que tengo ampollas de cortar troncos. ¡Qué dolor!
– Pobrecito… ¿no te has puesto ninguna pomada?
– No… bueno, no es para tanto.
– ¿A qué esperas, a que se te caigan las manos?
– A un lord no se le caen las manos.
– Pero si tienes una astilla clavada -dijo Susie entonces, inspeccionando sus manos de cerca-. Y aquí otra. Serás tonto… tengo que llamar a Kirsty.
– ¿Para qué?
– Necesitas atención médica.
– No, no. Voy a lavarme las manos y… me pondré talco o algo así.
– Eso no solucionará nada.
– Si sigues poniendo esa cara de susto, me echaré a llorar -la amenazó Hamish.
– ¿De verdad?
– No.
– Aunque entendería que lo hicieras.
– Yo no. Tengo aversión a ese pasatiempo.
– Pues entonces no te acerques a mí. Yo lloro mucho. Con sólo mirarte las manos me dan ganas de llorar. Eres un héroe.
– ¿Un héroe?
– Cortar troncos con esas manos de corredor de Bolsa…
– Oye, que no son tan finas.
– Pero las tienes destrozadas…
– Por favor, no llores -dijo Hamish entonces. Parecía tan asustado que Susie lo miró, sorprendida.
– No estoy llorando. Siéntate, anda.
– ¿Qué?
– Que te sientes. Voy a limpiártelas con un antiséptico… o con alcohol de quemar. Y entonces veremos qué clase de hombre eres. Que no lloras, ¿eh? El antiséptico en estas heridas escuece muchísimo. El antiséptico haría que una cebolla se pusiera a llorar, desesperada.
Hamish se dejó caer sobre una mecedora mientras ella metía una de sus manos en un bol de agua jabonosa y examinaba la otra atentamente para quitarle las astillas.
– Debería darte una cinta de cuero para que la mordieras.
– No creo que sea para tanto.
– Estoy intentando no hacerte daño, que conste.
– No me haces daño -dijo Hamish en voz baja.
– Háblame de tu trabajo -sonrió Susie, volviendo a concentrarse en las astillas.
– ¿De mi trabajo?
– En Manhattan. ¿Te gusta lo que haces?
– Sí.
¿De verdad le gustaba? Ya no estaba tan seguro.
– Estoy intentando imaginar por qué. A mí me encanta plantar cosas y ver cómo crecen. ¿A ti te emociona invertir dinero?
– En realidad, mi trabajo consiste en averiguar lo que va a valer el dinero en el futuro y comprar y vender, partiendo de esa base.
– Así que compras y vendes dinero. Me parece un poco raro, pero si a ti te hace feliz…
¿Le hacía feliz? Hamish no lo había pensado nunca. Eso de la felicidad le resultaba un concepto extraño.
¿Y qué habría hecho Marcia al ver esas ampollas?, se preguntó entonces. Claro que no tendría ampollas de haber estado con Marcia. Estando con ella, el mayor riesgo era un esguince de muñeca por usar el ordenador.
Algo lamió su pierna entonces y Hamish miró hacia abajo, sorprendido.
El cachorro.
– Se llama Taffy, por cierto -dijo Susie-. Y si se ha despertado, será mejor que lo saque al jardín. Hamish, no toques nada, vuelvo enseguida.
Un segundo después había salido de la cocina.
«No toques nada».
Hamish se quedó sentado, con la mente en blanco, sin pensar en nada. Era una sensación extraordinaria, nueva para él.
Siempre había tantas cosas que hacer, tantos problemas que solucionar, tantos informes que leer, constantes análisis del mercado… Su ordenador estaba arriba, en el dormitorio. Lo había conectado brevemente por la mañana para echar un vistazo a su correo, pero no encontró nada demasiado importante. Quizá debería subir… Pero eran las nueve de la noche en Australia, las cinco de la mañana en Nueva York. Ahora mismo no estaría pasando nada.
Aunque el mercado japonés estaría abierto. El yen estaba un poco temblón cuando se había ido de Nueva York. No estaría mal echar un vistazo y…
Susie estaba en el jardín. Con Taffy.
Desde donde estaba podía oír el mar. Podía oler.
Ella le había dicho que no se moviera, de modo que no se movió. No mucho. Sólo se acercó a la puerta de la cocina y la observó mientras le enseñaba a Taffy lo que se esperaba de él.
Como si el perro pudiera entender.
– No hay prisa -le estaba diciendo-. Entiendo que todo esto te resulte un poco extraño, pero pronto te acostumbrarás. Rose y yo siempre estaremos contigo, así que no tienes que preocuparte. Nunca estarás solo.
¿Y el Dow Jones?, pensó Hamish, mirando su reloj. Él siempre tenía que preocuparse del Dow Jones.
Pero quizá no. Quizá preocuparse por índices de mercado allí era… ridículo.
Susie estaba de rodillas sobre la hierba y el cachorro se había tumbado de espaldas para que le rascase la barriguita.
¿Cómo iba a cuidar de su hija y del perro estando sola?, se preguntó Hamish. Debería estar preocupándose de eso en aquel mismo instante y no rascándole la barriga a un perro.
Marcia habría devuelto el cachorro sin dudarlo. En cuanto a la niña… ¿Marcia vigilando el sueño de un bebé? ¿Marcia teniendo un bebé?