Выбрать главу

La idea le pareció tan ridícula que tuvo que sonreír. Y Susie se volvió hacia él en ese momento.

– ¿Qué pasa?

– Nada.

– ¿Te estabas riendo de mí?

– No, no. Me estaba riendo del cachorro -respondió Hamish-. Por cierto, creo que Rose se ha despertado.

– Ah, qué bien. Imagino que tendrá hambre. Pero antes tienes que hacer lo que tienes que hacer Taffy. Venga, no me decepciones.

El cachorro miró a su nueva amiga con adoración, moviendo la cola.

– Quédate aquí un momento mientras voy a buscar a Rose -le ordenó Susie entonces. Hamish asintió y levantó un pie para evitar que Taffy la siguiera. El cachorro lanzó un aullido de pena. Los dos lo miraron. Taffy abrió la boca y volvió a lanzar un aullido lastimero.

– Dios mío, ¿dónde me he metido?

– Devuélvelo.

– ¿Qué?

– No tienes por qué quedártelo.

Susie tomó a Taffy en brazos, ofendida.

– ¿Cómo que no? Mira que decir eso delante de él. A mí me encantan sus aullidos, son muy bonitos. Y muy originales. Además, ahora es parte de mi familia.

– Un perro no es de la familia…

– Claro que sí. ¿Te importaría ir a buscar a Rose?

– ¿Sacarla del moisés?

– Sí, ése es el plan.

– ¿Quieres que la tome en brazos?

– Veo que los barones sois muy valientes -bromeó Susie-. Si la tomas por las axilas, ni siquiera te dolerán las ampollas.

– Yo no puedo levantar a un niño…

– No seas ridículo. Vamos, tráemela.

Hamish entró en la casa y, siguiendo la pista de los gritos indignados de Rose, llegó hasta el dormitorio. Y se quedó helado.

La cama era tan grande como la de su habitación, con montones de edredones y montones de almohadas. Era una cama asombrosa.

Y las paredes…

Susie había quitado las horribles lámparas de la tía Deirdre y había colocado cuadros. No grandes obras de arte, pero sí cuadros muy atractivos y que pegaban mucho en aquella habitación. Además, había fotografías de Susie de niña, de un hombre que debía ser Rory… una pareja enamorada. Hamish los miró, sonriéndose el uno al otro y sintió algo…

«No mires», se dijo a sí mismo.

Entonces pensó en su apartamento en Manhattan, amueblado por un famoso decorador que daría un paso atrás, horrorizado, si viera aquello.

Un grito de indignación lo devolvió al presente.

Era Rose, que levantaba los bracitos hacia él.

– Hola -murmuró.

Podía hacerlo. Podía tomarla por las axilas y llevarla así hasta la cocina. No podía ser tan difícil.

– Pañá -dijo la niña.

No, eso no. Él no sabía cambiar pañales.

– Pañá -insistió Rose.

Muy bien. Era un barón, un lord. Y los barones eran unos valientes.

– ¿Dónde están tus pañales?

La niña estaba señalando hacia una mesa.

– Ah, muy bien -murmuró él, dejándola sobre la cama, donde la niña prácticamente desapareció entre los edredones.

La cama olía como Susie.

La habitación olía como Susie.

Hamish Douglas, corredor de Bolsa en Manhattan, noveno lord de Loganaich, se dispuso a cambiar un pañal por primera vez en su vida. Y no lo hizo mal. Pero no fue fácil.

– Ha sido como subir al Anapuma -murmuró para sí mismo, sudando.

Susie estaba sentada en un banco del jardín, esperando que el cachorro se dignase a hacer lo que tenía que hacer, cuando Hamish le entregó a su hija.

– ¿Quieres sentarte un rato?

¿Sentarse? ¿Para qué?

– No, quizá debería seguir cavando…

– Sí, justo lo que te hace falta ahora mismo -sonrió Susie.

– Los barones somos muy valientes.

– Déjate de tonterías y siéntate un rato conmigo.

Hamish obedeció. Curiosamente, le resultaba muy fácil obedecer a aquella mujer.

– Gracias por lo de hoy. Has hecho feliz a mucha gente.

– ¿Por enseñar las rodillas?

– No, en serio. Lo has hecho muy bien -insistió ella. Y entonces giró la cabeza para darle un beso. Apenas un roce. Para darle las gracias.

Pero no fue eso exactamente.

La gente se besaba todo el tiempo, pensó Hamish. Se besaban para saludarse, para decirse adiós o, como en aquel momento, para dar las gracias. No significaba nada. No había ninguna razón para pensar que acababa de recibir una descarga de cuarenta mil voltios.

¿Sería porque Susie no se parecía absolutamente nada a las mujeres con las que él había salido siempre? No tenía nada que ver con Marcia. Con los pantalones cortos y la camiseta no debería resultar excesivamente atractiva o erótica, pero olía… y era…

Suave y deliciosa y absoluta, imperativamente deseable.

Pero debía ser consecuencia de aquel día tan raro, se dijo. Había sido un día diferente para él. Seguramente habría miles de mujeres como ella.

– Hamish, tranquilo, no voy a violarte.

– No, ya, es que… estoy prometido con Marcia.

– Eso ya lo sé -respondió Susie, con cierta aspereza-. No pensarás que estoy loca por ti sólo porque soy viuda.

– No…

– Sí lo piensas. Si alguna colega tuya te hubiera dado un beso de despedida, por ejemplo, ¿qué habrías pensado?

– Nada.

– Pero como yo soy una viuda, tienes que recordarme que estás prometido. Por si acaso.

– No, yo…

– Pues te aseguro que no tienes nada que temer. ¿Crees que soy tonta? No me habías dicho que Marcia venía hasta que la gente del pueblo ha empezado a mirarnos como si fuéramos una pareja. Entonces se te ha puesto la cara de un conejo cegado por las luces de un coche. ¿Crees que no me he dado cuenta?

– Oye, que yo no…

– Vamos, Rose, voy a darte la cena -dijo Susie, levantándose.

Hamish se quedó mirándola, sin saber qué decir.

Taffy lo miraba, dubitativo.

– Yo que tú me iría con ella. Yo soy hombre muerto.

El cachorro decidió seguir su consejo y todo quedó en silencio. Ni siquiera podía oír el mar.

Nada.

Hombre muerto.

Debería subir a comprobar su correo. Debería…

– ¡Gracias por dejar que Taffy entrase en casa! ¡Acaba de dejarnos un regalo en medio del pasillo! -le gritó Susie por la ventana-. ¡Y vas a limpiarlo tú, lord Douglas!

Genial. Hamish se levantó. Los barones eran gente muy valiente.

Incluso los hombres muertos servían para algo.

Capítulo 7

Los días siguientes fueron incómodos para los dos. Susie y Hamish se evitaban todo lo que podían. Aunque no podían evitarse mucho.

Pasaban las mañanas en la playa. ¿Por qué no iban a hacerlo si la playa era preciosa? Taffy corría alegremente de un lado para otro, pero Susie permanecía en silencio.

– ¿Quieres nadar un rato? Yo me quedo con la niña.

– Bueno -contestó ella, como si le estuviera haciendo un favor.

– Oye, Susie, escúchame… no quise ofenderte…

– No me ofendiste. Sólo dejaste caer que te veía como un marido en potencia. Y nada podría estar más lejos de la verdad.

El lunes por la noche, cuando Marcia llegó al castillo, casi fue un alivio para Hamish. Jake había ido a buscarla al aeropuerto porque tenía que hacer algo en Sidney.

– Hola, cariño -lo saludó, bajando de la furgoneta.

Hamish la abrazó con todas sus fuerzas. Tanto que ella lo miró, sorprendida.

– Vaya. Si sólo han sido unos días.

– Te he echado de menos.

– ¿La viuda está mirando?

La viuda. Hamish tardó un momento en entender a quién se refería. Marcia parecía pensar que la había besado para que Susie los viera.

– ¿Le has hablado a Marcia de Susie? -preguntó Jake.

– Pues… no, no le he contado mucho.