– Quizá será mejor que me aloje en un hotel, en el pueblo. Volveré mañana para organizar las cosas.
– No hay mucho que organizar. Pero debe quedarse aquí. En el pueblo solo está el pub y los jueves hay una competición de dardos. No encontrará habitación. Además, si alguien tiene que irse, ésa soy yo. Ahora es su casa, no la mía.
– Pero yo quiero que se quede -insistió él-. Tengo que pensar qué voy a hacer con el castillo y…
– ¿Qué piensa hacer con él?
– Venderlo.
Susie hizo una mueca.
– ¿Puede hacer eso?
– Sí, lo he comprobado -contestó Hamish. En realidad, lo había comprobado Marcia-. Si pongo el dinero en un fideicomiso, puedo venderlo sin ningún problema.
El capital tenía que mantenerse intacto, pero sólo los intereses, más la renta de las tierras en Escocia, lo harían rico… aunque no lo fuese ya.
– No me necesita a mí para vender el castillo -le espetó ella bruscamente. Y luego se mordió los labios-. Lo siento. Sé que vender el castillo es lo más sensato, pero… -Susie tragó saliva-. Bien, me quedaré esta noche. Mañana me iré con mi hermana hasta que encuentre un vuelo a casa.
– Mire, no hay necesidad…
– Sí la hay -interrumpió ella. Y, de repente, su voz sonaba casi desesperada.
– ¿Por qué?
– Porque yo siempre me enamoro -contestó Susie, intentando contener las lágrimas-. Me enamoré tanto de Rory que su muerte me rompió el corazón. Me enamoré de Angus, que era un anciano maravilloso, y ahora me he enamorado de su estúpido castillo, de sus tontas armaduras… se llaman Eric y Ernst, por cierto y les gusta que la gente les hable. Incluso me he enamorado de sus gusanos. Estoy harta de tener el corazón roto, así que me voy a Estados Unidos a diseñar jardines y Rose y yo vamos a vivir felices para siempre. Y ahora, si me perdona, voy a seguir trabajando. Lleve sus cosas arriba. Puede usar el dormitorio que quiera. Todo el piso de arriba es suyo…
– Pero…
– Rose y yo dormimos abajo. Ahora tengo que ponerme a cavar en el barro antes de que mi hija se despierte de su siesta -siguió ella, como si no lo hubiese oído-. La cena es a las siete. Nos vemos en la cocina.
Y, sin decir otra palabra, se alejó hacia el jardín con aparente determinación.
Pero Hamish no pensaba dejarse engañar. Había visto un brillo de lágrimas en sus ojos cuando se daba la vuelta.
– Kirsty, está aquí. El nuevo propietario.
Susie había estado llorando. Kirsty podía oírlo en su voz y se le encogió el corazón.
– ¿Es horrible? ¿Es otro Kenneth? Voy para allá ahora mismo.
– No hace falta que vengas.
Al otro lado del hilo se oyó un pequeño sollozo.
– ¿Entonces qué pasa?
– Que va a vender el castillo.
Kirsty sabía que aquello iba a pasar. Era inevitable. Pero había esperado…
Susie se había esforzado tanto. Malherida después del terrible accidente preparado por Kenneth para matar a Rory, Susie había caído en una depresión tan profunda que casi la convertía en una persona impedida. Pero en aquel castillo, con el cariño de Angus, con su afecto por el maravilloso jardín y su amor por Rose, había conseguido volver a la vida. Durante los últimos meses había vuelto a ser la Susie de siempre, alegre, mandona, llena de planes…
La muerte de Angus había sido esperada, un final en paz para una larga y feliz vida, pero Kirsty sabía que su hermana gemela aún no la había aceptado del todo.
Ella era médico y lo había visto antes. Querer y cuidar de alguien hasta el final, viendo cómo se va, pero sin poder aceptar la realidad de que aquel era el final.
– ¿Y qué vas a hacer?
– Me vuelvo a casa. A Estados Unidos. Mañana mismo si es posible.
– No creo que consigas el pasaporte para Rose en un solo día.
– Ya tengo su pasaporte preparado. Sólo tengo que organizar algunas cosas de última hora. ¿Puedo quedarme en tu casa hasta entonces?
– Supongo que sí -contestó Kirsty, organizando mentalmente su casa para acomodar a su invitada-. ¿Pero por qué? ¿Cómo es?
– Es guapísimo.
Silencio.
– Ya veo -murmuró su hermana-. ¿Y por qué quieres venir a mi casa? ¿No confías en ti misma?
– No, no es eso.
– ¿No?
– No -contestó Susie-. Es que… no es como Rory y no es como Angus y no soporto que esté ahí. Que sea el dueño de todo. No sabe nada del castillo, ni de la familia. Ni de nada.
– Es normal.
– No es normal. Lleva mocasines de ante.
– Ah, ya.
– No te rías de mí, Kirsty Cameron.
– ¿Cuándo me he reído yo de ti?
– Todo el tiempo. ¿Puedo ir a tu casa?
– No, esta noche no. Tengo que airear la habitación de invitados…
– ¡Kirsty!
– Es que acabo de pintarla y huele a pintura. No creo que te pase nada por dormir en el castillo una noche. ¿O quieres que vaya a hacerte compañía?
– No, no. Él se ha ofrecido a dormir en el pub esta noche, así que supongo que es inofensivo. Le he dicho que podía quedarse.
– ¿Quieres llevarte a Boris?
– Boris no es precisamente un perro guardián.
– Pero siempre ha cuidado muy bien de nosotras -replicó Kirsty, indignada. En fin, Boris era un mestizo juguetón que se acercaba a todo el mundo, pero siempre les había sido muy fiel.
– Sí, es verdad -asintió Susie, riendo-. Es estupendo. Pero estoy bien. Le daré de cenar a lord Hamish Douglas y luego me iré a dormir.
– Me parece muy bien.
– Pero ver cómo vende el castillo… Kirsty, no creo que pudiera soportado.
El castillo era fantástico.
Mientras Susie terminaba de hacer su tarea en el barro, Hamish aprovechó la oportunidad para explorar. Y se quedó helado.
Era una construcción de piedra asombrosa, con una mezcla de grandeza… y un toque kitsch. El viejo lord no había ahorrado un céntimo construyendo un castillo como debía ser construido un castillo para que durase quinientos años o más. Pero en aquel fantástico edificio había muebles que no eran tan grandiosos.
A su tía Molly le encantarían aquellas cosas, pensó, haciendo una mueca al ver un horrible candelabro de plástico, las plantas de plástico y las copias baratas de mesas y sillas Luís XIV. Era tan horrible que resultaba hasta brillante.
Luego abrió la puerta de un cuarto de baño y descubrió a la reina Victoria mirándolo desde un enorme retrato. Hamish soltó una carcajada. Un hombre no podía hacer lo que tenía que hacer bajo esa mirada. Tendría que encontrar otro cuarto de baño o quizá ir al pub.
Más exploración.
Encontró otro baño, éste con un candelabro tan grande que casi se salía por la puerta. El retrato que había allí era de Enrique VIII. Muy bien. Podía soportar a Enrique.
Había cinco habitaciones vacías y eligió una que tenía una enorme cama con dosel y una vista del mar que te dejaba sin aliento.
Decidió entonces que alojarse allí no sería tan horrible.
Susie seguía trabajando en el jardín y se quedó mirándola un momento… no, alojarse allí no iba a ser tan fácil.
¿Qué había dicho? Que se había enamorado del castillo, de sus gusanos del jardín…
Y había llorado.
Y, por el temblor de sus hombros, parecía seguir llorando.
A él no le gustaban las lágrimas.
La sonrisa que tenía en sus labios desde que vio el retrato de la reina Victoria desapareció entonces, de repente. Hamish se dispuso a sacar sus cosas de la maleta y colocarlas en el armario. Las camisas bien colgadas, los zapatos alineados.
Marcia decía que era un maniático del orden. Y Marcia tenía razón.
Casi involuntariamente se acercó de nuevo a la ventana. Susie estaba cavando con ferocidad. La vio entonces parar y pasarse el antebrazo por los ojos.