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Frédéric Lenormand

El castillo del lago Zhou-an

Título originaclass="underline" Le château du lac Tchou-An. Les nouvelles etiquetes du juge Ti Originalmente publicada en francés, en 2004, por Librairie Arthème Fayard, París.

Traducción de María José Furió Sancho

1

Mientras baja por el río, el juez Di se reprocha su imprudencia; en una posada oye interesantes leyendas locales.

Cuando vio el río crecido a ambos lados de su junco, el juez Di se dijo que había cometido una locura al embarcarse desoyendo las advertencias de los barqueros. Sin embargo, las órdenes imperiales no toleraban retrasos, así tuviera que anteponer la obediencia a su emperador poniendo en riesgo su seguridad, haciendo caso omiso de lo que la razón o la prudencia más elementales aconsejaban. Le había costado mucho convencer a esos marinos de que aparejaran, pero unas cuantas monedas de plata, el sello oficial y la persuasión enérgica de su sargento habían obrado el pequeño milagro que ahora los conducía a su pérdida: bogaban -aunque ¿durante cuánto tiempo?- sobre el río cada vez más amenazador, mientras la muerte se acercaba por momentos.

Se aproximaba el fin de su misión en Han-yan, no lejos de la capital, cuando el juez Di recibió la notificación de su destino en Pu-yang, ciudad mucho más distante cuyo magistrado había fallecido. El rollo enviado desde Pequín insistía en la urgencia con que debía efectuarse la toma de posesión: hacía cinco meses que los habitantes de Pu-yang se quejaban por verse privados de su funcionario, nadie velaba ya porque se cumpliera la justicia, y el orden social se resentía de ello. La gloria del Emperador reclamaba que su servidor Di Yen-tsie acudiera con la mayor celeridad.

Tal vez el juez Di había cometido un error al interpretar al pie de la letra ese «con la mayor celeridad». Pues ¿de qué utilidad podía serle al Hijo del Cielo una vez se hubiera ahogado? ¿Cómo un magistrado azulado y medio devorado por los peces iba a poder cumplir con su misión? Andaba rumiando sus remordimientos y escarneciéndose por su celo fatal, sin apartar la mirada llena de aprensión de las ramas y otros restos arrastrados por las aguas que no tardarían en tragárselo.

Hacía cinco días que llovía sin parar. «He hecho bien -pensaba- en dejar a mis esposas en Han-yan. Con los caminos cubiertos de barro el viaje habría sido una pesadilla, incluso en los palanquines.» El balanceo del junco se hizo más evidente. Se agarró a la borda, pensando que al menos su descendencia le sobreviviría, puesto que no había cometido el error de arrastrar a mujeres e hijos en esta empresa que resultaba ser una temeridad suicida. Olvidando por unos instantes su confucianismo oficial, que se suponía le empujaba a ser pragmático, dirigió mentalmente una oración a la divinidad del río, pues necesitaba hacerse perdonar un orgullo que le había impulsado a desafiar las fuerzas, ahora desatadas, de la naturaleza.

Grandes masas de agua gris iban a estrellarse contra el casco, como si unas manos gigantescas intentaran romperlo. La lluvia arreció con violencia. El sargento Hung se acercó presuroso a su señor, llevando una tela impermeable en las manos:

– ¡Señor Di! No debería quedarse tan cerca de la borda. ¡Está empapado! ¡Le suplico que vuelva a ponerse a cubierto!

Hung Liang cubrió la cabeza de su señor. Di se dejó empujar hacia el interior de la pequeña cabina, muy útil para guardarse del sol cuando hacía buen tiempo, pero completamente inadecuada para aislar a los pasajeros de la humedad en tiempos de monzón.

– ¡Si al menos hubiésemos podido encontrar un barco como es debido! -protestó Hung Liang intentando avivar las brasas de la estufa-. ¡Esta barcaza nos lleva a la muerte!

La batalla contra la furia de los elementos atenuaba el sentido de las buenas maneras. Pese al respeto que le debía a su venerado patrón, el miedo ponía en su boca palabras que nunca habría pronunciado en su presencia con tiempo normal. Pero el juez Di estaba a mil leguas de tomárselo en cuenta, ocupado como estaba en poner su alma en disposición de alcanzar el más allá al que parecían destinados dentro de nada. Temía que su sentimiento de culpabilidad dificultara la búsqueda de la felicidad a la que cada súbdito del Imperio del Medio aspiraba para su sueño eterno. Le iba a faltar tiempo para pedir perdón a los manes de todos a los que había comprometido en esta travesía imprudente.

El capitán apartó la cortina de la cabina para anunciar que la crecida de las aguas impedía proseguir la navegación.

– ¡Algo habíamos notado, figúrese usted! -replicó Hung Liang preguntándose si su patrón tenía la intención de vaciar el estómago encima de sus zapatos.

Se hallaban a la vista de una pequeña ciudad portuaria donde el capitán pidió respetuosamente a su eminente pasajero autorización para llegar a la costa, una fórmula de pura cortesía. El juez Di asintió con un gesto de la barbilla sin molestarse en abrir la boca.

Casi una media vigilia [1] exigieron las delicadas maniobras de acostamiento. El junco se arrimó con alguna dificultad y muchos crujidos al muelle de carga, y el capitán anunció que se veía obligado a reclamar un suplemento para hacer frente a los gastos de las reparaciones. El juez prometió pagar todo lo que le pedía y más y se apresuró a pisar tierra firme con la esperanza de encontrar alivio. Pero la tempestad la hacía tan incómoda como lo había sido el viaje en medio de las olas. Hung Liang y tres marineros recogieron el equipaje, y el grupo se dirigió a toda prisa al interior de la aldea, bajo el aguacero. Al lanzar una ojeada a su espalda, el viajero tuvo una visión más espantosa que la que había podido observar desde el junco. El río arrastraba ahora troncos enteros, lanzados como proyectiles, que sin duda los habrían enviado al fondo de haber permanecido más tiempo en el agua.

– Los dioses están de nuestra parte -gritó por encima del restallido del aguacero-. Sin la existencia providencial de este puerto, ahora mismo estaríamos muertos.

– No hay forma de negarlo -respondió el sargento Hung-. Y si los dioses nos regalan ahora una buena posada, acogedora y bien caldeada, le creeré de plano.

Llegaban precisamente bajo una enseña con la efigie de una garza plateada, que el viento sacudía violentamente.

– ¡Los dioses te han oído! -declaró el juez empujando la puerta.

Constataron en el acto que las comodidades que ofrecía la Garza Plateada no justificaban entretenerse en largas demostraciones a los dioses protectores. Era una cantina para uso de los patrones pescadores y de viajantes de comercio. El olor a pescado frito amenazaba con ahogar a los escasos refugiados de la tormenta, que se apelotonaban alrededor de la chimenea. Pese a todo, era un remanso de calor, ya que no de paz, donde podían secarse mientras escuchaban estallar la madera y brincar las tejas del techo.

El posadero acudió muy diligente a dar la bienvenida a los recién llegados y brindarles sus servicios: un cuenco de sopa, té hirviendo y una habitación en el patio trasero.

– En el primer piso -especificó Hung Liang, que temía las infiltraciones.

– Todas las habitaciones están en la planta, honorable viajero -respondió el posadero con sonrisa obsequiosa-. Hemos tenido que clausurar los apartamentos de la planta baja a causa del barro.

Apenas hemos conseguido salvar esta sala gracias a los sacos de arena. Si las lluvias continúan, tendremos que soportar los inconvenientes de una crecida, una situación tan molesta para nosotros como para nuestros honorables visitantes.

El juez Di dio un suspiro frotándose las manos para entrar en calor. El agua era a todas luces la maldición de este viaje. El posadero carraspeó. Se había olido que se trataba de un personaje de alto rango y no se atrevía a hacer la pregunta que le rondaba en la cabeza.

– ¿Puedo preguntar a sus señorías si nuestra amada ciudad de Zhouan-go es el destino de su peregrinación?

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[1] Una vigilia corresponde a dos horas. (N. del a.)