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La luz declinaba cuando cruzaron la ciudad en sentido inverso. Hung Liang estaba cansado de transportar a un señor tan impasible y pesado como una estatua de granito. A su señor le habrían silbado los oídos si hubiese podido percibir los pensamientos con que lo agraciaba a su espalda. El sargento, concentrado en sus protestas, se extravió por un suburbio construido siguiendo lo que había sido la ribera, pero que en este momento parecía un triste pantano. Las casas, especialmente afectadas por la crecida de las aguas, habían abandonado todas su planta baja a los desbordamientos del río. Se accedía directamente a la planta por una escalera de madera prevista al efecto ya desde la construcción. Un farol encendido mucho antes del anochecer indicaba que se encontraban en el «Paseo de los sauces», el barrio reservado a la prostitución, como el que todas las ciudades de pequeña importancia solían tener. Apenas había tres casas de citas, y de dimensiones modestas. El sargento Hung iba a dar media vuelta cuando volvieron a ver la barca del señor Zhou. El mayordomo dormitaba sobre una banqueta, abrigado con una gruesa capa.

– ¿Es verdad lo que ven mis ojos? -susurró el sargento Hung al oído de su señor.

La puerta del piso se abrió en ese instante y los ojos del sargento Hung ya no tuvieron por qué dudar: vieron que el mayordomo se levantaba apresuradamente y subía brincando los escalones para ayudar al anciano a volver a la embarcación. El viejo semiimpotente acababa a todas luces de abandonar los brazos de una mujer-flor.

– ¡A su edad! -resopló Hung Liang-. ¡El viejo degenerado!

– Pues a mí no me extraña -respondió el juez, recordando la escena que había sorprendido la pasada noche en el dormitorio de la señorita Zhou-. En esta familia, empiezan pronto y acaban tarde.

Por discreción, dejaron que la barca del anciano Zhou se alejara en dirección a la finca. Hung estornudó.

– Pobre amigo mío -dijo el juez-. Estás cogiendo frío. Nos convendría calentarnos un poco antes de regresar. Hagamos una visita a esa dama. Estas mujeres siempre tienen té caliente para recibir a las visitas inesperadas. Creo que se impone hacer algunas preguntas.

Confundido sobre las intenciones de su amo, el sargento abrió los ojos como platos. Amarró la embarcación a la escalera, y los dos hombres fueron a llamar a la puerta del primer piso. Una mujer bastante corpulenta, que lucía un maquillaje excesivo y emperejilada como para un día de fiesta, acudió a abrir.

– Uno solo a la vez -declaró calibrando de un vistazo a los dos visitantes-. El otro tendrá que esperar en la alcoba.

– No somos clientes -respondió el juez Di entrando en el santuario del placer y la voluptuosidad-. Soy el magistrado de Pu-yang, y vengo a hacerle algunas preguntas en el contexto de una investigación.

La cortesana se mostró por unos segundos desconcertada. Después de dirigir una mirada diferente a sus visitantes, cerró la puerta tras Hung Liang y los acogió con una reverencia.

– Espero que disculpen mi error -dijo-. Sí, había oído que un magistrado estaba alojado en la posada de nuestra pequeña ciudad, pero no imaginaba que tendría el honor de recibirlo. ¿Qué puedo hacer yo por Su Excelencia?

Pidieron una taza del té que veían calentarse en el brasero y tomaron asiento cómodamente alrededor de una bonita mesa baja lacada de rojo. Al fondo de la estancia, una gran cama deshecha atraía las miradas de forma algo violenta. Después de servirles el té, la anfitriona echó las cortinas y luego regresó ante el juez esperando sus preguntas. Por encima de prejuicios, era una mujer perspicaz y con cierta educación. Por su profesión, el juez Di había tenido la oportunidad de conocer a un buen número de colegas suyas, aunque no todas tan dóciles. La miseria y una vida de ignominia al margen de la sociedad no solían animarlas a mostrarse obedientes y de buen trato. Sin embargo, en una aldea tranquila donde todo el mundo se conocía y convivía en buena armonía, la situación era diferente del hampa de las grandes ciudades. Las cuatro o cinco florecillas de placer locales eran parte de la decoración, como la casa del médico o la del posadero.

Capullo de Rosa, que ése era su nombre de guerra, vivía en este «pequeño patio de flores» hacía treinta años y desde hacía treinta años cada semana, rugiera el viento o lloviera, el señor Zhou padre acudía a visitarla con regularidad de clepsidra. El anciano manifestaba cierta inclinación por las mujeres entradas en carnes y un poco vulgares. Su buena amiga parecía una tarta gigante con muchas guindas. «Esto explica a quién ha elegido por nuera -caviló el juez Di-. Se corresponde con su ideal femenino y ha querido que su retoño disfrutara del mismo tipo de atractivos que él ha gozado toda la vida.»

Aunque no entendía por qué el magistrado se interesaba por su cliente más veterano, Capullo de Rosa le contó con todo detalle el ritual de su tour semanal. Cada ocho días se reunía para comer con un puñado de viejos amigos, acudía al templo a rendir culto a su difunta esposa, charlaba con el bonzo, saludaba a una vieja pariente sempiterna enamorada y luego venía, «más por el placer de la conversación que por otra cosa», creyó necesario aclarar, aunque el estado de la cama sembraba algunas dudas al respecto. La veía en último lugar porque, a su edad, más que en cualquier otra cosa, casi todo el placer residía en el hecho de diferir el instante.

El juez Di quiso saber si el señor Zhou le había comentado algún cambio reciente en el castillo o si ella misma había observado algo distinto en su comportamiento. Capullo de Rosa reflexionó unos segundos antes de responder que no había observado nada especial. Hacía varios años que el señor Zhou solía decir incoherencias a las que nadie prestaba ya atención. El juez Di pensó que el estado del anciano debía sazonar de manera muy curiosa ese «placer de la conversación» del que hablaba la mujer-flor. Según ella, era un hombre de lo más bondadoso y tranquilo, como todos los de su familia, y «eso pesaba más que cualquier otro detalle en su comportamiento». Saltaba a la vista que su viejo cliente le inspiraba un afecto cargado de ternura madurado al calor de los años.

Cuando sus visitantes se despedían, la dama recordó de pronto que un detalle insignificante le había llamado la atención: ese mismo día, el señor Zhou le parecía especialmente preocupado por la escasa perennidad de las cosas y por los funerales. Claro que era habitual que los viudos de cierta edad recordaran a sus muertos y creyeran que la muerte los esperaba a la vuelta de la esquina. «Las desgracias que el río ha provocado no le ayudaban a estar de buen humor, eso es todo», concluyó ella.

Los dos hombres salieron de la casa agradeciendo a su anfitriona el té hirviendo. Esperaban que no los sorprendiera nadie justo en ese momento, pues ¿quién iba a creer que salían de charlar junto al fuego alrededor de una taza de té?

En el camino de regreso, su barca pasó cerca del templo de la Felicidad Pública. El juez pidió al sargento Hung que la amarrara allí, cosa que éste hizo de buena gana, encantado de ese alto providencial en el camino.

En el interior, delante del altar, señoreaba un ataúd de ceremonia lacado y labrado. Una inscripción indicaba que contenía de modo provisional el cuerpo del representante, cuya inhumación se había retrasado por culpa de las condiciones climatológicas. Delante de la estatua de Buda ardía una gran cantidad de bastoncillos de incienso. En un período de angustia y de desastres, los fieles no habían escatimado en ofrendas.