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– Nuestro templo se honra con su augusta presencia -dijo una voz a su espalda.

Un bonzo se había acercado sin hacer ruido con sus sandalias de esparto. Después de los saludos, el juez aprovechó para preguntarle si había recibido la visita del anciano Zhou esa tarde.

– El señor Zhou es uno de nuestros fieles más piadosos -respondió el bonzo, que recogía cada año una parte contante y sonante de las bendiciones que la diosa del lago prodigaba a la familia Zhou-. Ha venido, como todas las semanas, a rogar por el descanso de su difunta esposa. ¡Ay!, el pobre hombre cada día pierde un poco más la cabeza. Fíjese que en lugar de la varilla de incienso que enciende habitualmente, ¡ha llenado todo un quemaperfumes!

– Quizá haya querido honrar a todos los muertos de la reciente epidemia… -sugirió el juez Di.

– Es posible -respondió el bonzo-. Pero precisamente cuando se lo he sugerido, no parecía enterado de que hubiera una epidemia. El hombre vive en un mundo aparte… lo cual no impide que sea uno de nuestros principales benefactores. Está bendito por los dioses.

– ¿Viene alguna vez en compañía de su familia?

– Muy pocas veces -respondió el bonzo-. Creo que ellos aprovechan su salida semanal para respirar un poco. El trato con él no debe de ser fáciclass="underline" lo que dice es incomprensible, hermético, ya lo ha comprobado usted mismo.

– Y además los Zhou tienen su propio monje -añadió el juez Di.

El bonzo se quedó petrificado, como si tuviera delante una serpiente. No sabía que la finca hubiese contratado los servicios de un religioso.

– ¿Cómo ha dicho?

– Es ese hombre que se ocupa de la cocina -respondió el juez-. Salta a la vista que es un monje. ¿No lo sabía usted?

El rostro del bonzo se ensombreció como el de una primera esposa al descubrir por casualidad que su marido se propone tomar una concubina dos veces más joven que ella.

– Nadie me ha avisado -dijo en tono seco.

Los pensamientos se agitaban en su ánimo contrariado: el dinerillo que los Zhou donaban a lo largo del año podía mermar si un competidor se instalaba en el castillo. Pero ¿qué historia era esa del monje? Proteger sus intereses era, provisionalmente, más importante que la satisfacción de ver que los Zhou protegían su karma. Se sentía como un viejo comerciante que ve cómo sus mejores clientes se pasan a la competencia.

La conversación decayó: el bonzo ya sólo respondía como si fuese duro de oído, con la cabeza en otra parte. El juez dejó algunas monedas para el mantenimiento del templo y volvió a la barca rumbo a la finca. Llegaron a la hora de cenar, y no supieron decir si eso era una suerte o una desgracia.

Después de cambiarse de ropa por otra de interior más cómoda, el juez fue a reunirse con sus anfitriones en el comedor.

– Espero que a Su Excelencia no le ofenda que nuestros hijos compartan todas las comidas con nosotros -dijo la anfitriona-. En este período tan fuera de lo habitual, cuando contamos con la mitad de la servidumbre, a la fuerza tenemos que pasar por alto algunas reglas.

– No me ofende de ninguna manera, son de lo más educados -respondió el juez pensando que esos pobres Zhou eran de una debilidad irresponsable hacia sus hijos. La compostura en la mesa de los dos jóvenes dejaba mucho que desear y se veía que necesitaban que alguien les inculcara los buenos modales a latigazos.

La señorita Zhou estaba demostrando un cierto talento de actriz. Pese a lo que había visto anoche, sus gestos eran propios de una tímida y frágil muchachita. El jardinero ayudaba a la vieja criada en el servicio como hizo la víspera, y nada en la actitud del joven o de la damisela permitía sospechar que eran amantes. La señora Zhou notó con cuánta insistencia el juez observaba a su hija.

– Es encantadora, ¿verdad? -dijo.

– Su hija es una joven muy bonita y bien educada, que un día hará dichoso a su esposo -declaró con una pizca de ironía mordaz.

Inflada de orgullo, la señora Zhou se lanzó a hacer una vibrante exposición de las cualidades morales que había sabido transmitir a su descendencia. «Pues sí, cómo no», pensó el juez meditando sobre la lamentable ceguera de los padres. Sólo quedaba esperar que los muchachos tomaran las precauciones indispensables, pues en caso contrario casarla podría resultar más urgente de lo que hubieran deseado.

El juez Di esperaba que lo castigaran con la misma pitanza que la noche anterior, pero se equivocaba: las proezas culinarias del castillo eran de una insólita variedad. Les sirvieron algas verdes y viscosas que apestaban a ciénaga. «¡De manera que podía ser aún peor!», se dijo luchando con unas violentas arcadas. El monje poseía un inmenso talento en el ejercicio de las más refinadas torturas. Tendría que preguntarle si se proponía ofrecer sus servicios a un tribunal, pues según preveía la ley un acusado debía confesar su crimen antes de ser condenado a muerte, y no importaban los medios con que se obtenía esa confesión. Por ese motivo habitualmente se recurría a torturadores. Esos platos extravagantes serían una alternativa genial a las tenazas y bastonazos que, a la larga, resultaban aburridos y faltos de originalidad. Los presos preventivos ya sabían qué les esperaba. El efecto sorpresa podía ser un elemento añadido interesante para obtener la confesión. El juez Di se dijo que, en lo que a él se refería, habría admitido cualquier crimen con tal de no tener que tragar ese menú abominable.

Por cambiar de ideas, prefirió concentrarse en su investigación y preguntó a los anfitriones si habían oído algo del drama ocurrido en la ciudad. Para su gran sorpresa, la familia en pleno pareció caer de las nubes. Vivían tan aislados que ninguna noticia había llegado a sus oídos. Al menos eso aseguraron.

– ¿Un ahogado? -se extrañó Zhou-. ¿Y quién puede ser?

– Un representante de sedas -respondió el juez observando discretamente su reacción.

El señor del castillo no mostró la menor emoción. En cambio, a señora Zhou le cayeron los palillos de las manos. El juez les contó cómo había llegado el cuerpo a la misma posada donde el difunto había pasado la noche.

– ¡Qué raro! -exclamó la señorita Zhou-. Debió de caer al agua cuando hacía la ronda de visita a sus clientes.

– No, no -dijo el juez Di, decidido a revelar un detalle de sus conclusiones y jugar con el electo de choque para impresionarlos-. Estoy convencido de que se trata de un crimen. Todo induce a creer que alguien golpeó a ese hombre, lo mató y luego lo arrojó al río para que creyéramos que se trataba de un accidente.

Los Zhou se quedaron tiesos como una vara.

– ¿Un asesinato? ¿Aquí? ¿En nuestra ciudad? -preguntó el pater familias.

– ¡Qué horror! -murmuró su esposa mientras los hijos hundían la nariz en los cuencos de algas-. ¿Cómo es posible?

– Lo habrán asesinado mientras se dirigía a casa de alguna de sus clientes -añadió el juez como si nada-. Por cierto, ¿por casualidad lo conocía usted? Sus tejidos eran de hermosa factura.

La señora Zhou pareció de repente muy emocionada. No respondió.

– Hay tantos vendedores ambulantes -dijo su marido-. Y todos llaman a nuestra puerta, atraídos por la reputación de opulencia de esta casa. Pero ninguno entra. ¡Ninguno! Nosotros estamos dedicados a la meditación y a la oración.

El juez Di quedó convencido de que el representante había venido a verlos antes de morir y que la señora Zhou tenía parte de responsabilidad en lo ocurrido. Se imaginó muy bien al marido sorprendiendo a su esposa en brazos del vendedor de sedas, en medio de una sesión de pruebas picantona. Quizá lo golpeó. No debió de ser difícil arrojarlo al agua fuera de la finca: no había que ir muy lejos. La señora Zhou, a pesar del maquillaje excesivo, poseía encantos suficientes para despertar la lascivia de un viajante de comercio que llevaba largo tiempo lejos de casa. Además, el pudor no era la virtud más preciada en el castillo.