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La señora Zhou ya no pronunció palabra. Una preocupación obsesiva parecía atormentarla. Salvo su marido, que aprovechaba para beber como una ballena, todos parecían extrañamente desconcertados por la noticia.

Como el ambiente no era el idóneo para un concierto, el juez se retiró a sus habitaciones. Convenía meditar sobre los resultados de su pequeño golpe de efecto. El vestido de la señora Zhou era la prueba de que el vendedor de sedas había pasado por la finca… Aunque también pudo comprarla en una visita anterior del representante. ¿Eran amantes? Si lo eran, el señor Zhou se convertía en el sospechoso principal. Pero, en tal caso, ¿su mujer iba a llevar la tela que le había regalado su amante muerto? Bien podía no haberse enterado de su trágico final. ¿O bien el cambio de actitud al enterarse de su muerte se debía sencillamente a que lo había conocido íntimamente? Si se pretendía incriminar a los Zhou, era indispensable acumular pruebas irrefutables. Ahora bien, ¿qué pruebas iban a quedar al cabo de uno o dos meses de inundación y de ¡os estragos de una epidemia?

En ese punto de su razonamiento, unos golpes en la puerta de la habitación vinieron a distraerlo de sus cavilaciones. La criada entró seguida del jardinero, que llevaba un grueso cuaderno encuadernado en piel. Lo dejó encima de una mesa mientras la anciana anunciaba en el tono de un pregonero:

– Mis señores ruegan al honorable magistrado que tenga a bien aceptar este humilde presente en recuerdo de su estancia en esta casa.

Con una profunda reverencia, criada y jardinero se retiraron. Cuando se quedó a solas, el juez Di abrió el cuaderno. Se trataba de una colección de pinturas antiguas, una espléndida obra de arte, de valor extraordinario. Este obsequio evocaba un intento de soborno típico. Si se aceptaba plantear su culpabilidad, el mensaje era: «¡Llévese lo que quiera, y váyase al diablo!»

– Después del aceite de ricino, una cucharada de miel -comentó el juez Di paseando distraídamente la mirada por los bellos paisajes estilizados suntuosamente presentados.

Le habían enviado una de las joyas de la biblioteca. No podía imaginar manera más elegante de pedirle que se marchara. Con ese movimiento la partida de Go resultaba más interesante. Decidió aceptar provisionalmente el regalo… y permanecer en el castillo hasta resolver el enigma: ése y no otro era el regalo que esperaba de sus generosos anfitriones.

5

Una estatuilla empieza a hablar; el juez Di descubre nuevos motivos de sorpresa en la familia Zhou.

Una noche más, el juez Di luchó en vano por conciliar el sueño. Las algas verdosas se le habían atragantado. Decidió dar un pequeño paseo digestivo por las galerías que rodeaban la casa. La noche era fresca y revitalizante. El suave chapoteo del agua favorecía el sosiego. Como no llovía, bajó la escalinata para caminar un poco por los senderos arenosos que cruzaban el jardín, por detrás del edificio. Distinguía bajo la luz que ofrecía una luna opaca las sombras de árboles majestuosos, suavemente agitados por el viento. La atmósfera en esa isla en medio del lago era mágica. No costaba creer que una mujer-zorro o algún demonio peludo y cornudo pudiese escabullirse entre dos arbustos con la naturalidad de una comadreja; su presencia no habría resultado chocante en este universo aparte, donde los vínculos con la realidad trivial estaban cortados desde tiempos inmemoriales. La isla era un barco que zigzagueaba entre dos mundos. A fin de cuentas, ¿no era el reino de una diosa? Y los que la habitaban ¿no eran más sus guardeses que sus propietarios? El juez Di sintió que también él habría podido fundirse en la atmósfera tan especial del lugar y dejar que su vida discurriera leyendo poesía en la biblioteca, entre estampas antiguas y obras de arte, despreocupado para siempre de la sociedad de los hombres, de sus crímenes y de sus miserias sin fin. En ese momento envidiaba sinceramente a los Zhou y su plácida existencia que se burlaba de las reglas del común de los mortales.

Inmerso en sus pensamientos, llegó a las inmediaciones de una pagoda al fondo del parque, por encima de la rosaleda. Estaba semioculta por los sauces llorones, cuyas largas ramas rozaban la superficie del agua. En ese instante oyó una voz, sin entender qué decía. Al acercarse descubrió entre las columnas rojas del pequeño edificio una escena extraña que lo dejó fascinado. Un hombre que le daba la espalda estaba arrodillado delante de una estatua monumental de la diosa de cola de pez, cuyo revestimiento dorado destellaba a la luz de una lamparilla colocada en el suelo.

«¿Me has comprendido bien?», preguntó la voz femenina, con sepulcral acento.

– Sí, poderosa diosa -respondió en voz muy baja el mayordomo, con perceptible emoción-. Te obedeceré sin vacilar. Perdóname por haberte ofendido. Yo soy tu muy humilde y fiel servidor.

E hizo el kao-teu como era costumbre en el tribunaclass="underline" tres veces golpeó el suelo con la frente en signo de sumisión absoluta. El juez casi esperaba ver moverse los labios de la estatua cuando la voz añadió:

«Bien. Ya que te muestras sensato, voy a recompensarte. Tus más caros deseos te serán concedidos. ¡Márchate y recibe!»

Algo luminoso, con reflejos amarillos, cayó revoloteando alrededor del suplicante arrodillado. El juez Di ahogó un grito de justificada sorpresa al ver que una lluvia de oro, una verdadera nube dorada, descendía del cielo como una bendición palpable. El fenómeno se prolongó cerca de un minuto. El juez creyó estar soñando, pero el mayordomo, atónito, seguía sin lugar a dudas en el centro de un embaldosado sembrado de finas virutas de oro. El polvillo luminoso brillaba sobre sus ropas, cabellos y manos.

– ¡Gracias, gracias! -repitió golpeando una vez más el suelo con la frente.

Luego, sin tomarse la molestia de recoger el maná que acababa de derramarse sobre él, salió de la pagoda, la espalda encorvada, cabizbajo, como un hombre al que acaba de aplastar una revelación celeste, sin dejar de murmurar invocaciones o plegarias, y desapareció entre los árboles, en dirección al castillo.

La oscuridad volvió a adueñarse de la pagoda. Durante unos instantes el juez Di fue incapaz de hacer un solo gesto. La visibilidad era demasiado mala como para examinar el lugar. Pospuso las pesquisas para la mañana siguiente y regresó a acostarse, menos dispuesto que nunca a encontrar el sueño.

Al despertar descubrió que la lluvia había reanudado su interminable letanía.

– ¿Ha dormido bien Su Excelencia? -preguntó Hung Liang apartando las cortinas de la cama.

El propio juez Di se sorprendió de haber conseguido dormir. La escena que había presenciado en la noche acudió a su memoria. Se preguntó si sólo había sido un sueño provocado por la penosa digestión de una cena repugnante.

Después del desayuno, se vistió con ropas de abrigo, recogió una tela impermeable y regresó a la pagoda. Los caminos estaban ahora embarrados. Después de una caminata chapoteando sin rumbo bajo el aguacero, por fin dio con el bonito pabellón, que bajo la lluvia le pareció más siniestro que en la oscuridad de la noche.

Una vez en su interior, vio que la estatua, en cambio, era igual de grandiosa a la luz del día. De dimensiones majestuosas, la pintura dorada que la cubría daba la impresión de ser de oro macizo; era un hermoso trabajo de orfebre. Los ojos eran de jade con piedras preciosas incrustadas; los dientes, visibles a través de la sonrisa de los labios en oro rosado, estaban tallados en un marfil inmaculado. Los cabellos, que caían sobre sus senos en forma de pera, estaban atados por un cordón de coral escarlata, y las manos, cuyos dedos eran de una extraordinaria finura, se abrían una haciendo el signo de la bendición y la otra ofrecía una especie de perla plateada de gran tamaño, símbolo de suerte y de buena posición. Ningún objeto en el castillo de los Zhou se acercaba a la perfección y a la originalidad de esta figura votiva. La diosa reinaba en la isla y sobre el lago. Ella era la esencia, el eje y la razón de ser de esa familia, de esa casa. Al contemplar esa mezcla de riqueza y de serenidad, ciertamente se tenía la impresión de que nada malo podía suceder mientras ella velara por la finca, y que ésta desaparecería el día de su declive ya que nada es eterno en este mundo, ni siquiera las efigies monumentales de las deidades de sonrisa celestial.