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El enlosado estaba impecable. Alguien se había tomado la molestia de barrer muy diligentemente la lluvia de oro, o bien ésta había existido nada más en la imaginación del soñador. Sin embargo, al examinar con atención los rincones de la estancia, el juez Di descubrió complacido algunas ligeras huellas del polvillo dorado, perdidas en una ranura entre dos baldosas. La escena, por lo tanto, no era fruto de sus sueños. Se apoyó un instante en la barandilla de la pagoda para contemplar el lago, que la lluvia acribillaba con una infinidad de picotazos de plata, el equivalente poético de la lluvia de oro.

¿Qué había sucedido? ¿De qué había sido testigo? Sus firmes convicciones confucianas, que le encastillaban en un pragmatismo estricto, difícilmente darían por buena la visión de una sirena derramando sus dones tangibles sobre un admirador hincado de rodillas. Volvió a examinar de cerca la estatua para averiguar si era posible deslizarse en su interior para crear la ilusión de que hablaba. Había un resquicio entre el fondo de la pagoda y la espalda de la efigie. El juez Di deslizó una mano para comprobar si estaba hueca o era maciza. Era maciza. Pero percibió que la superficie, en lugar de estar pulida como el lado visible, estaba rayada, rugosa. Al retirar la mano constató que estaba cubierta de polvillo dorado. Al mirarlo desde más cerca, vio que no se trataba de un polvillo dorado… ¡sino de auténtico oro en polvo!

Sin importarle la lluvia, salió de la pagoda en busca de una herramienta. Encontró un palo fino y resistente a orillas del camino, lo introdujo en el resquicio y frotó la espalda de la diosa. Finas partículas de oro cayeron al suelo. La cabeza empezó a darle vueltas: la capa de oro era bastante más espesa que una simple hoja. La estatua no estaba pintada con oro sino que ¡era de oro macizo! Tenía delante una enorme fortuna en forma de estatua. Ese solo objeto bastaba para mantener a una familia principesca durante más de un siglo. Los Zhou eran mucho más ricos de lo que había imaginado. De hecho, ¡eran más ricos de lo que nadie en toda la comarca podía suponer! La bendición de la diosa parecía no tener límites.

Cuando se repuso de su estupefacción, entendió cómo se había fabricado la lluvia de oro. Alguien había rascado la espalda de la estatua igual que acababa de hacer él, pero con un objeto metálico, con lo que había conseguido reunir en poco tiempo material suficiente para hacer el bonito truco de magia. Había bastado con lanzar poquito a poco las virutas encima del mayordomo. Unas anchas vigas muy ornamentadas cruzaban la pagoda. Un sencillo sistema de cordajes permitiría a una sola persona provocar el fenómeno. O bien un niño, acurrucado en una de las vigas, podía dedicarse a esa comedia con más facilidad todavía.

Una de dos: o bien durante aquella noche extraña el mayordomo le había gastado una broma explotando su credulidad, aunque ¿con qué fin?, o bien todo había sido una representación destinada a él, el magistrado indiscreto, para que aprendiera a no meter las narices en lo que no le incumbía. Ahora bien, esta coyuntura no era nada comparado con el descubrimiento de que los Zhou estaban sentados sobre un montón de oro con el que no hacían nada, o casi.

Vivían como si de una generación a otra la memoria de ese tesoro se hubiese perdido. ¿Significaba eso decir que el anciano Zhou se había vuelto senil antes de poder transmitir el secreto? Las inundaciones de Zhouan-go eran decididamente una fuente inagotable de preguntas y de fenómenos misteriosos.

Un ruido de pasos a la carrera por el barro atrajo la atención del investigador.

– ¡Este tiempo va a matar a Su Excelencia! -gritó el sargento Hung acudiendo bajo la lluvia, paraguas en mano.

– No te preocupes -respondió su señor-. Me había traído una tela impermeable.

– Muy humildemente le hago notar a Su Excelencia que está medio empapada -dijo el sargento entrando en la pagoda-. El señor Zhou me encarga que le pregunte si le haría el honor de comer con él en privado. Le espera en su biblioteca.

El juez Di sentía mucha curiosidad por ver qué obras había reunido la familia en varias décadas de ociosidad.

– Acepto de buena gana -respondió-. No le hagamos esperar.

Regresaron al castillo, el sargento Hung protegiendo a su señor con el paraguas, a riesgo de mojarse él mismo.

Aunque se tomó el tiempo de cambiarse de ropa, el juez Di fue el primero en llegar a la biblioteca. Libros y rollos atestaban unos estantes lacados de negro que llegaban hasta el techo. Lo más impresionante, sin embargo, era la abundante colección de caligrafías de maestros que cubrían profusamente dos de las cuatro paredes desde el techo hasta el suelo. El juez Di, aunque no era experto en este arte sublime, admiró algunos poemas estilizados de exquisita sutileza, realzados en ocasiones con un pájaro, una flor o una cascada en tinta negra.

– Bonito, ¿no es cierto? -inquirió una voz a su espalda.

Si había creído que los Zhou vivían desde tiempos inmemoriales con la austeridad que había observado en ellos en los últimos días, estaba equivocado. El señor Zhou vestía un magnífico traje de seda ocre, realzado con hilos de oro, que no habría desentonado en una ceremonia de gala en el templo de la Felicidad Pública. Había pretendido honrar a su invitado, o impresionarlo. Por cierta exaltación, el magistrado supuso que ese farolillo viviente había empezado a regar la comida sin esperar a los primeros platos.

Zhou le rogó que tomara asiento antes de dejarse caer en un sillón y ofrecerle una copa de vino tibio. El juez Di prefirió seguir con el té, pero vio decepcionado que no seguía su ejemplo.

La cortesía prohibía a Zhou aludir al obsequio que había hecho llevar a su invitado, pero sí obligaba a éste a mencionarlo al cabo de algunas frases para agradecerlo o rechazarlo. Por la forma como el señor Zhou hablaba de la lluvia y de su hermoso jardín, el juez adivinó su ansiedad por conocer la respuesta. Decidió acabar con sus dudas.

– Le agradezco infinitamente el cuaderno de dibujos con que ha tenido la bondad de agasajarme -dijo-. Es una obra de arte extraordinaria.

Una frase del tipo «Soy indigno de un presente como ése» expresaría un rechazo categórico. Di no lo había pronunciado, Zhou respiró aliviado.

– Eso hará que recuerde con placer su estancia demasiado breve en nuestra casa, cuando haya tomado posesión de su cargo en Pu-yang, lo que, con la ayuda benévola del cielo, no puede demorarse mucho…

– Es cierto -respondió el juez, que había captado el mensaje-. Nunca olvidaré estos días, o semanas, en los cuales he tenido la oportunidad de disfrutar las delicias de su delicada hospitalidad.

La expresión de Zhou se ensombreció. La respuesta no estaba a la altura de su inversión. Se preguntó si no había gastado en vano el capital acumulado por sus antepasados o si le convenía añadir algo más.

– ¿Esas estampas son de su agrado? -preguntó con una amabilidad exagerada-. Tal vez prefiera los bibelots…

El juez Di se preguntó si por «bibelots» se refería a una de las costosas estatuillas de marfil, a una de las cerámicas antiguas, a uno de los vasos de bronce o a una de las encantadoras pinturas que decoraban cada centímetro del castillo. ¿Podía elegir lo que se le antojara si daba a entender que tenía la intención de echar la llave a sus baúles y marcharse sin más demora? Estaba seguro de que estaban dispuestos a elevar la apuesta con tal de verlo salir pitando. Decidió mostrarse evasivo.