– El objeto más pequeño de su casa sería demasiado deslumbrante en mi hogar -respondió-. El único a mi alcance…
Su interlocutor aguzó el oído.
– … es el placer de esta estancia en su casa.
Zhou respondió con una cortés reverencia, aunque esas zalamerías estaban lejos de resolver la situación. Habría preferido oír a su huésped anunciar su partida, incluso al precio de llenar su junco de porcelanas finas. ¡Había cosas que ni las mayores riquezas podían procurar! Ese magistrado era una lata. Pero, en cualquier caso, no se podía dar puerta a un personaje de su rango… La mera idea le daba escalofríos. En el Imperio del Medio existía un principio que no admitía transgresiones, pese al crimen, al robo, la mentira y la ignominia: era el sentido de las convenciones y de la jerarquía. Zhou se preguntó cuánto tiempo aún conseguiría mantener la calma y presentar a ese juez de los infiernos el rostro sereno del amo y señor de la casa incapaz de contrariar las leyes. Dio entonces unas palmadas y al poco entraron el jardinero y la criada cargados con platos y llenaron sus copas, lo cual permitió a Zhou vaciar de un trago la suya, que por supuesto no era la primera de la mañana.
El investigador vio que había llegado el momento de tratar los temas interesantes.
– ¿Puedo preguntarle cuál es el origen de la fortuna de su brillante familia? -dijo descubriendo una especie de moluscos agazapados en el fondo del cuenco que acababan de ponerle delante.
– Bien -dijo Zhou sirviéndose nuevamente de beber-, precisamente, es una fortuna familiar.
– ¿Sí? -respondió el juez, muy poco dispuesto a contentarse con esa explicación.
«Vaya, se dijo. No son moluscos. ¿Algas otra vez? ¿No será ensalada hervida?» Era blando y de gusto salado.
– Mis antepasados supieron administrar su patrimonio con sabiduría -añadió Zhou-. Y sucesivos y ventajosos matrimonios contribuyeron a aumentarla.
«Seguramente es un nabo hervido con alguna especia desconocida -pensó el juez Di masticando una minúscula porción cuadrada de sabor más sorprendente que desagradable-. O puede que sean setas babosa.»
– La señora Zhou es miembro de una de las mejores familias de la región, ¿no? -declaró sin creer ni una palabra de lo que decía.
– ¡En efecto! -se apresuró a señalar su comensal-. Tiene vínculos con toda la nobleza de nuestra localidad, como delata su infinita distinción.
No tenían la misma idea de la distinción. El juez Di estaba asombrado al ver hasta qué punto su interlocutor se mantenía tercamente en la superficie de las cosas, como si quisiera evitar a cualquier precio entrar en detalles, como si cualquier precisión relativa a su linaje estuviese descartada. Y además bebía como el dragón de ocho estómagos de la fábula. Su esposa no estaba en la sala para ponerle freno. La cosa se ponía embarazosa. El juez Di se mostró maravillado ante la colección de caligrafías.
– Seguro que usted mismo es un experto en este arte -aventuró.
– No, qué va -respondió su anfitrión-. Era la colección de mi difunto abuelo. Yo me intereso sobre todo por la literatura.
El jardinero llegó inesperadamente, sin aliento. Murmuró algo al oído de su amo, que respondió enojado.
– Envía a Song. Que él se ocupe; eso es cosa suya. ¿Qué puedo hacer yo?
Sus ojos mostraron cierta preocupación hasta que pareció recordar que no estaba solo. Miró al juez Di y añadió en tono más firme:
– No me estorbes más. ¡Márchate!
Después, como si esta interrupción le hubiese alterado, se lanzó atropelladamente a perorar sobre su tema de soliloquio favorito: sus galopadas por las montañas, en medio de una naturaleza mágica y cautivadora. Su inesperado arrebato lírico le recordó vagamente algo al juez Di, aunque en ese preciso instante era incapaz de ponerle nombre a su reminiscencia.
Por fin, al cabo de una de esas carreras desenfrenadas por colinas imaginarias, el jinete se sumió en silencio en el trance poético. Al cabo de poco tiempo, su barbilla cayó sobre el pecho; su invitado comprobó que se había quedado dormido. Su pecho exhaló un ronquido cada vez más potente. El vino lo había vencido. El juez Di, que había ingerido una cantidad de té por lo menos equivalente, notaba que le provocaba el efecto inverso. Dejó a su anfitrión durmiendo la curda y salió de la sala sin hacer ruido.
Mientras volvía a sus habitaciones, oyó el sonido de una conversación cortés en la escalinata. Vio de lejos al mayordomo haciendo una reverencia. El bonzo del templo de la Felicidad Pública respondió del mismo modo y se alejó a pasitos por el sendero. Di se apresuró a darle alcance.
– ¡Noble juez! -exclamó el bonzo volviéndose-. Veo que al menos hay una persona en esta casa que no ha caído enferma por estas siniestras fiebres.
– ¿Las fiebres? -se sorprendió el magistrado.
– ¡Sí, las fiebres! Había solicitado una entrevista con el señor Zhou, pero me han contestado que estaba en cama. Nada grave, por lo que parece. En tiempos de epidemia, hay que ser prudente. Procuraré volver dentro de unos días.
El juez Di adivinó que al bonzo le preocupaba menos la salud de los Zhou que la presencia en la casa de un competidor, y que ése era el verdadero motivo de su visita. La curiosidad lo devoraba y estaba absolutamente decidido a averiguar qué se cocía, dispuesto a presentarse con su barca en la finca tantas veces como fuera necesario.
– Es cierto, el señor Zhou está algo indispuesto -respondió el juez-. Cuando me he despedido de él, descansaba de sus pesares.
– Eso he entendido. Si se pone en manos de cualquier monje charlatán para que vele por su bienestar, no me extraña que se encuentre mal. Espero que venga pronto al templo a dar gracias a Buda por su recuperación. Rezaré para que así ocurra. Dígaselo. El mayordomo Song no ha sido muy colaborador. Me preocupa que esta casa haya caído en unos excesos de religión perniciosos.
El juez Di estaba muy de acuerdo con él en este punto. El bonzo le saludó exagerando su tristeza y reemprendió camino hacia el pórtico.
El juez estaba sorprendido de que se hubiesen atrevido a mentir a un religioso. Luego se dijo que Zhou había adivinado claramente el motivo de la visita y no había querido dar explicaciones sobre su nueva orientación religiosa, una actitud perfectamente comprensible. Las prácticas ascéticas adoptadas por la familia necesitaban la mentira por personas interpuestas. Mala cocina de un lado, mentiras del otro… Si tuviera que elegir, habría preferido que le mintieran y que le dieran bien de comer.
Cerca de una saloncito de amplios ventanales que daban a un patio interior donde se cultivaban orquídeas, vio a la señora Zhou absorta en la contemplación de sus flores; la disposición de éstas demostraba un gran interés por unas plantas tan hermosas como frágiles. El juez Di carraspeó. La dama se volvió lentamente para saludar a su invitado.
– ¿Su Excelencia me hará el honor de compartir una taza de té perfumado?
Aunque algo excitado por la tetera que había vaciado en compañía de su marido, el juez Di cazó al vuelo que se le presentaba una primera oportunidad de conversar a solas con la señora de la casa. Parecía melancólica, casi ausente. Era sorprendente la propensión de esta mujer a cambiar de humor de un día a otro. Su carácter polimorfo no tenía consistencia: en este momento parecía muy tranquila, casi etérea, como normal y exuberante se había mostrado durante las comidas.
– Son una flores magníficas -dijo el magistrado antes de humedecer los labios en la taza.
– Son mi orgullo -respondió la señora Zhou-. Contemplarlas me consuela de todo.
El juez se dijo que probablemente se refería a la afición de su esposo a los alcoholes fuertes.
– Supongo que exigen mucha dedicación -respondió.
– ¡Ah, sí! Requieren un cuidado muy meticuloso.
Se inclinó para aspirar una flor particularmente compleja, que por desgracia no tenía fragancia, como la mayoría de sus congéneres.