Una sola investigación a la vez equivalía para él prácticamente a estar de fiesta. Fue a devolver la obra que había cogido la noche anterior, impaciente por llevarse otra.
Conforme pasaba el tiempo, la casa se veía más descuidada: todo se desmoronaba. Las flores se marchitaban en los jarrones sin que nadie se preocupara de cambiarlas. Podía decirse que los criados, que no parecían abrumados de trabajo aparte de la elaboración de esas calamitosas comidas, no hacían nada por el mantenimiento de la casa. Por lo que se veía, la limpieza era la última de sus prioridades. El juez Di pasó un dedo por los estantes y se llevó una parte de la espesa capa de polvo que los cubría. La vieja criada se atracaba del día a la noche, a cualquier hora que tropezara con ella por los pasillos siempre estaba masticando algo. El mayordomo desaparecía, cuando no andaba de ronda por el parque dedicado al cielo sabía qué. Se podía recorrer toda la finca sin dar nunca con el monje o el jardinero. El juez comprendía ahora por qué los Zhou habían podido prescindir tan fácilmente de los otros criados: como propietarios, eran asombrosamente negligentes.
El gong avisó de la hora de comer. El juez Di suspiró y cerró el libro diciéndose que no había placer sin penitencia.
La señora Zhou había cambiado de personalidad una vez más. Ya no era la delicada botanista del jardín de orquídeas sino una matrona maquillada de modo ostentoso, decidida a lucir todas sus joyas a la vez, igual que esos árboles votivos cargados de ofrendas a cual más vistosa.
– ¿Qué tal soporta la humedad? -preguntó amablemente a su invitado.
– La lluvia me brinda el placer de una estancia entre ustedes, y le doy las gracias por ello cada día -respondió el juez en el mismo tono.
– Oh, pero ya no puede durar más -dijo la señora Zhou-. Pronto será la fiesta de la perla.
El magistrado preguntó qué fiesta era ésa, pues nunca había oído hablar de ella. El padre de familia explicó que se trataba de una costumbre local muy antigua. Tradicionalmente, ese día lucía el sol, por malo que hubiese sido el tiempo los días previos. La población esperaba asimismo con impaciencia la ceremonia, y este año sobre todo. En cualquier caso, y ocurriera lo que ocurriera, saldrían en procesión sobre el río. Era inconcebible que no se celebrara, fuera cual fuese el humor del río. Las barcas celebraban la fertilidad del río mediante el símbolo de la perla de plata, y el junco de los Zhou sería como siempre el más hermoso, el más espacioso, el mejor engalanado. Una perla de piedra plateada sería arrojada en medio del agua; ese gesto simbolizaba la gratitud de los habitantes, que devolvían a la diosa una parte de los favores con que los había gratificado a lo largo del año.
– Bonita costumbre -ponderó el juez Di, preguntándose si la historia de la perla tenía algo que ver con la escena que había presenciado la noche pasada.
– ¡No habrá fiesta! -anunció una voz trémula desde el umbral-. ¡Nunca más habrá fiesta! ¡La perla ya no brilla! ¡La diosa estará enfurecida!
Por la expresión de sus anfitriones, el juez supuso que el anciano Zhou había vuelto a escaparse de su habitación. El mayordomo apareció pisándole los talones. Se inclinó sobre su señor para hablarle al oído, pero el juez Di pudo oír claramente lo que le decía:
– Creo que hay alguien que se divierte abriéndole la puerta…
El pequeño Zhou estaba con la vista clavada en su cuenco de arroz. No había que ser muy listo para adivinar a quién se referían esas acusaciones. El granujilla había vuelto a desbloquear el pestillo, cediendo a los ruegos de su abuelo para desesperación del resto de la familia.
Muy sorprendido, el magistrado vio que el señor Zhou no consiguió disimular un gesto de enfado. Rojo de ira, advirtió a su hijo que ya era hora de poner fin a sus lamentables bromitas. Por primera vez veía a ese hombre desustanciado y sin carácter recurrir a su autoridad paterna. Salvo que no era la ocasión más oportuna, pues habría que aplaudir al compasivo muchachito, que al desbloquear la cerradura se había limitado a obedecer la voluntad de su venerable abuelo. ¡Bonita idea mantener al viejo encerrado durante seis días de la semana y ponerlo a correr por las calles el séptimo día! ¿Cómo iba un niño a comprender esa paradoja, si hasta un magistrado dotado de una agudísima inteligencia estaba desconcertado? Al terminar el plato, el juez se despidió de sus anfitriones. Apenas doblaba la esquina del pasillo, llegaron a sus oídos las voces de una explicación a gritos entre las tres generaciones de la familia Zhou.
Fue a tenderse unos instantes en su habitación para soñar con el arrullo del viento barriendo las aulagas. Pero el descanso fue breve, pues Hung Liang entró para anunciarle que había un campesino esperándole en la escalinata: en la ciudad se había producido una desgracia.
– ¿Y ahora qué ocurre? -preguntó el juez de pésimo humor al ver su siesta interrumpida-. ¡Esperaba aprovechar este paréntesis para reposar! ¡Terminaré por creer que hay más trabajo para un magistrado en esta pequeña aldea que en la gran ciudad de la que vengo!
– El bonzo ha aparecido muerto, noble juez -explicó Hung Liang-. Lo han encontrado ahogado en el patio del templo.
– ¡Dame la capa, rápido! -respondió su señor, despierto de golpe-. ¡Quiero ser de los primeros en llegar al lugar de los hechos!
A toda prisa salió a la puerta de la finca, donde una barca lo estaba esperando, y llegó al centro de la pequeña ciudad en un tiempo récord. Una decena de personas le esperaban con expresión abatida en el interior del santuario de la Felicidad Pública. El cadáver reposaba encima de una mesa delante del altar.
– ¿Se puede saber qué es esto? -preguntó sin dar crédito a lo que veía-. ¿Quién se ha tomado la libertad de mover el cuerpo?
Los aldeanos se justificaron diciendo que les había parecido necesario a la dignidad del difunto sacarlo del agua.
– ¿No saben que la ley prohíbe formalmente mover un cadáver? -les reprendió-. ¡Vuelvan a colocarlo inmediatamente en el mismo lugar donde lo encontraron!
Cuatro hombres cogieron el cuerpo haciendo gestos de repugnancia y lo trasladaron a todo correr a la parte trasera del edificio, seguidos por el magistrado. Llegados al patio interior, que estaba completamente inundado, se detuvieron vacilantes.
– ¡Vamos! -les conminó el juez-. ¿Dónde estaba?
– Aquí -dijo uno.
A un gesto sin réplica del juez, los cuatro hombres soltaron el cuerpo, que cayó al agua con un siniestro ruido de zambullida. El juez lanzó una mirada circular. ¿Cómo diablos había podido el bonzo ahogarse en su propio patio, un lugar que conocía al dedillo? Le cogió el bastón a un anciano y lo hundió en el agua. No había más de un codo de profundidad. Vamos, que se había ahogado en un barreño. Habría que estar borracho para llegar a tan lamentable resultado.
– ¿Tenía el bonzo por costumbre beber más de la cuenta? -inquirió.
Los aldeanos respondieron que de ninguna manera: el bonzo se atenía estrictamente a la digna sobriedad que su función exigía. En ese sentido, no se le podía reprochar nada. No tenía más pecado que la glotonería, como su figura rolliza delataba. Nadie podía explicarse tan desgraciado accidente. Seguramente, se habría sentido repentinamente indispuesto, cayó al agua y ya no pudo levantarse.
El juez mandó sacar por segunda vez el cadáver de su baño para examinarlo. No se lo veía rojo o violáceo, como lo estaría un hombre víctima de una dolencia cardíaca. No mostraba rastro de golpes. Al menos, no había sido golpeado, como el vendedor de sedas. Y tampoco lo habían estrangulado: su cuello estaba intacto. En cambio, la cara no expresaba la serenidad de quien se dispone a iniciar una nueva y brillante etapa de su karma: sus rasgos mostraban un rictus de disgusto. No debió de ser una muerte agradable. Esa mueca alimentaba algunas dudas sobre la naturaleza de su fallecimiento.
– ¿Desea Su Excelencia ver al médico? -preguntó uno de los aldeanos, dubitativo.