El juez Di habría preferido ignorar estos detalles. Reprimiendo una arcada, reanudó sus asedios diplomáticos.
– Con la inundación, su trabajo no ha de ser fácil todos los días…
– Bah -respondió el monje-, para mí es como siempre. Los señores son de gustos muy sencillos. No son aficionados a los platos complicados.
«Ya me había dado cuenta», se dijo el juez asintiendo con una expresión de perfecta gravedad.
– Me pregunto por qué un asceta de su dignidad no está en una comunidad de la mayor categoría.
Salvador del Paraíso, que ése era su nombre de religión, explicó que había optado por abandonar el monasterio para predicar la buena doctrina por los caminos. Vivió de la caridad, uniéndose a quien lo quisiera, para terminar, por un milagro de la providencia, al lado de esta familia admirable en cuya casa se había empleado varios meses atrás.
El juez Di estaba seguro de que su comunidad lo había puesto de patitas en el camino. Decidió hacerle ya la pregunta que le quemaba en los labios:
– ¿Puedo preguntarle si el estilo de cocina que con tanta bondad nos prodiga forma parte de la práctica religiosa?
Salvador del Paraíso respondió con un dedo de orgullo que de ninguna manera, que siempre había comido así, y que de donde él venía consideraban sus menús muy ricos, inmejorables. Estaba convencido, además, de que por eso el juez insistía tanto en sus proezas culinarias, pero que si lo que pretendía era sonsacarle sus secretillos, podía irse con viento fresco.
El juez corrigió su opinión: los Zhou habían debido de confundirse y probablemente creían que era una forma de penitencia que debía cumplirse tres veces al día.
– ¿Y ha considerado volver a ponerse en camino? -preguntó con una leve esperanza en la voz.
– ¡Ah, no! -respondió el monje con un grito que le salió del corazón-. Si Buda quiere, seguiré junto a estas personas formidables mientras requieran mi presencia.
No parecía tener prisa en recuperar su emocionante vida de mendigo errante. Muchos monjes itinerantes pretendían haber elegido esa penosa forma de vida como penitencia cuando la realidad era que habían sido expulsados por indisciplina u otros vicios, y la fanfarronería no era el vicio menos extendido.
– Pero ¿y si las circunstancias los obligasen a prescindir de sus servicios? -insistió el juez.
«Por ejemplo, si decidiesen comer viandas de calidad», pensó.
El monje respondió con una mueca de disgusto que Buda enseñaba a ser resignados: Salvador del Paraíso había sido pobre y sabría serlo otra vez.
El juez Di pensó que hablaba de boquilla, pues la cara del monje decía que estaba muy seguro de que eso no iba a suceder nunca. Parecía estar convencido de que sus penalidades habían quedado atrás para el resto de sus días. ¿La muerte del bonzo tenía algo que ver con esa seguridad?
– ¿Sabe que el bonzo del templo de la Felicidad Pública acaba de ser asesinado? -preguntó el magistrado como si le preguntara por el azul del cielo.
Salvador del Paraíso lanzó un grito, soltó las anguilas, volcó un taburete y cayó redondo sobre sus nalgas.
– ¡Su Excelencia se burla de la candidez de un pobre monje inculto! -protestó-. ¡Eso no está bien!
– Pues se ve que no lo sabía -dijo el juez, considerando que era la primera expresión sincera que le veía desde que empezó la charla.
– ¿Entonces es verdad? -preguntó el monje-. ¿Un bonzo asesinado? ¡La decadencia de este mundo ya no tiene límites! He recorrido a pie medio imperio, me atacaron ladrones, pero nunca nadie osó atentar contra mi vida de ninguna manera. Golpes, sí, hubo golpes, que ayudan en la penitencia, y yo mismo di y los devolví. Pero ¡un asesinato!
– Quizá usted no tenía ningún secreto que proteger -insinuó su interlocutor.
El religioso abrió los ojos como platos. Durante unos segundos miró escrutadoramente la cara del juez y como éste no decía ni oste ni moste, el monje tomó aliento. Parecía muy afectado.
– ¡Quienes han cometido esta infamia se reencarnarán en cochinillas apestosas! -rugió-. Su karma está arruinado para sus veinte próximas existencias. ¡Escupo sobre ellos!
Y escupió al suelo; menuda gracia dentro de una cocina. El juez Di sintió una repentino recelo pensando en la higiene con que el cocinerillo elaboraba sus platos. Al salir, se encontró a la familia Zhou en pleno, atraída por los chillidos de su cocinero.
– ¿Es verdad que ha habido una tragedia en la ciudad? -preguntó el señor del castillo.
En pocas palabras, el juez los puso al corriente del asesinato. Al oír la noticia, la expresión de los Zhou se ensombreció. «De modo que hay cosas que hacen mella en su coraza frente a todo lo que ocurre fuera», se dijo su invitado. Los remilgos de los Zhou empezaban a hacer aguas.
7
El anciano Zhou hace de las suyas; su nieta le hace al juez Di una proposición deshonesta.
Al pasar por el pasillo que comunicaba con los apartamentos del mayor de los Zhou, al juez Di le llamó la atención que la puerta estaba abierta de par en par. Era la primera vez. «A fin de cuentas, puede que el anciano haya tenido algún percance», se dijo para justificar su indiscreción. La habitación estaba recubierta de figuras morbosas dibujadas en las paredes. El viejo, que poseía un don algo macabro para el dibujo, había imaginado siluetas de demonios provistos de enormes garras y espectros pálidos. Fuera de eso, no había alma viviente dentro del cuarto.
Como suele ocurrir cuando uno visita un lugar prohibido, vino a estorbarle la llegada importuna de la graciosa señorita Zhou.
– ¿Dónde está? -preguntó mirando a su alrededor-. ¿Y ahora dónde se ha metido?
– Me temo que su abuelo se ha ido sin pedir permiso -respondió el magistrado.
La noticia pareció contrariarla mucho. Con movimientos febriles, abrió dos o tres puertas, cosa que le sirvió nada más para llegar a la misma conclusión que el juez.
– ¡Menuda catástrofe! -dijo-. ¡Tengo que avisar a mis padres!
Desapareció por el pasillo gritando: «¡El viejo ha escapado!» La noticia enloqueció a los Zhou. «No están acostumbrados a las malas noticias», pensó el juez. Llegó al gran salón en el preciso instante que el pequeño de la familia recibía un sopapo de su padre.
– Hay que avisar a Song -dijo la señora Zhou.
– ¡Ni se te ocurra! -exclamó su marido.
Luego, recordando que el juez estaba presente, explicó:
– ¡Nuestro mayordomo adora a mi padre! Se preocuparía demasiado. Lo más probable es que mi querido progenitor esté dando un paseo por el parque. Lo único que hay que hacer es salir a buscarlo.
Salieron como un solo hombre a rastrear entre los arbustos. El juez Di se preguntó si temían hallar el cuerpo dentro de un charco, como el del vendedor de sedas o el del bonzo. ¿Podía el anciano haber sido víctima de esa sombra que acechaba a los paseantes solitarios para arrojarlos al agua? Pese a sus predicciones de altisonante patetismo, el anciano parecía de lo más inofensivo.
– Con su permiso -gritó-, yo buscaré por mi lado. A lo mejor está en la ciudad. Tengo alguna idea sobre el lugar al que puede haber ido.
– Sí, hágalo -respondió su anfitrión-. Es muy amable de su parte. Avísenos si lo encuentra. Enviaremos a alguien a recogerlo.
Los Zhou pasaban de la desesperación enloquecida a la despreocupación con una rapidez desconcertante.
Con una mirada de perro apaleado largamente ensayada, Hung Liang le dio entender a su señor que estaba cansado. De modo que llamó al jardinero para que lo sustituyera en la barca. El muchacho vio al magistrado tomar asiento en la banqueta del pasajero para hacerse llevar al templo igual que si señalara su dirección al conductor de un cochecillo chino.
En el santuario de la Felicidad Pública, el cuerpo del bonzo estaba expuesto entre dos grandes velones votivos, bajo el ojo de madera del Buda de sonrisa agrietada. Allí encontraron a tres viejas orando pero ni rastro del anciano indigno. Di aplicó entonces el plan B. Ordenó al jardinero que lo llevara al barrio de los sauces, lo que provocó que durante todo el camino el remero luciera una sonrisa cargada de sobreentendidos. El juez pretendía averiguar si el viejo Zhou había ido a visitar a Capullo de Rosa.