El juez Di consideró que las insignias de su función se habían quedado en el fondo de sus baúles. Nada le obligaba, por lo tanto, a revelar su condición de magistrado imperial, y el lastimoso estado en que se veía no le empujaba a hacerlo. Más valía mantener el incógnito, cosa que le evitaría obligarse a oír comentarios más o menos afortunados sobre la necesidad de construir diques, la incuria del gobierno o el difícil apostolado de los funcionarios en misión. Un poco de calma era, en aquel momento de infortunio, lo que más deseaba.
– Soy cuarto archivista, asignado al tribunal de Pu-yang, adonde me dirijo en el momento presente. Este hombre es mi valet.
– Espero que sus habitaciones estén limpias y que no sean refugio para las ratas -añadió el «valet» Hung Liang.
– Si las hay, las echaremos -respondió el posadero con gesto picado.
Luego, volviéndoles la espalda salió a encargar las sopas y el té caliente.
Un poco después, al ir a instalarse en sus cuartos, descubrieron al fondo del patio una gran carreta entoldada de la que sobresalían unas pértigas, farolillos y otros elementos decorativos.
– Tenemos en este momento una troupe de actores que nos han pedido que les hagamos el favor de guardar sus enseres durante un tiempo -explicó el posadero en un tono cargada de sobreentendidos.
En el idioma del posadero, eso significaba que los actores no habían podido pagar la cuenta por culpa de las lluvias, pues los espectáculos en general tenían lugar a cielo abierto. Sin duda el hombre había retenido el material a la espera de que se los autorizara a representar un misterio sagrado en alguno de los templos de la ciudad y estuviesen en condiciones de pagar. Era en esos momentos cuando el juez Di se felicitaba por ocupar un cargo en la administración que, si bien lo llevaba a veces por caminos de lo más fastidiosos, como a los actores, al menos lo protegía de sobresaltos económicos.
– Espero que el ruido de los ensayos no moleste a mi señor -señaló inquieto Hung Liang.
– Sus señorías pueden estar tranquilos -respondió el posadero-. Estos talentosos artistas están ocupados negociando las condiciones de su próximo espectáculo ante un público selecto.
Traducido al chino eso quería decir que estaban tirando de todas las cuerdas en las instituciones de la ciudad para mendigar el favor de actuar en el primer granero que quisieran abrirles. Con esta lluvia penetrante, no debía ser un bocado de placer. El juez Di se sintió repentinamente menos desgraciado.
El posadero les mostró la que llamó su «habitación más hermosa, la suite matrimonial», es decir, dos piezas decoradas con cuatro muebles, que rogaba el archivista de cuarta fila tuviera a bien considerar digna de su gusto. Hung Liang dejó los equipajes en la más estrecha, mientras el juez Di valoraba con aire circunspecto el estado de la cama. Un capítulo más en la expiación de su temeridad.
Después de haber descansado un poco de los sinsabores, decidieron bajar y compartir mantel con los huéspedes para distraerse con la conversación.
Los comensales no formaban una clientela más selecta que el público delante del cual esperaban actuar los actores. Habían dos o tres empleados de comercio acostumbrados a tomarse con paciencia sus pesares, y otros tantos pescadores de mediana envergadura, menos resignados y por lo tanto más demostrativos en su hostilidad a los caprichos del cielo.
– ¡Si sólo fuese la lluvia! -dijo uno-. Pero con la crecida de las aguas ha llegado esta epidemia de fiebre que se nos va a llevar a todos, si antes no lo hace la corriente. ¡Los dioses se han olvidado de nuestra comarca!
– A cinco leguas de aquí, en el pueblo de las Tres Fuentes, están enterrando a diez personas. Como esto siga así…
El juez Di sufrió un acceso de tos. Varias miradas de soslayo lo tomaron como blanco. Hung Liang se apresuró a servirle una taza de té endulzada con miel.
– ¡Qué quiere! -exclamó uno-. Remamos todos en el mismo barco. Hay que encomendarse a la providencia.
Otro se encogió de hombros.
– ¿En el mismo barco, dice? ¡Está de broma! Los ricos siempre se libran de apuros. Fíjese en la familia Zhou, que es de lejos la más rica de la región. En cuanto se anunció la epidemia, ellos se retiraron a su residencia de verano, apartados de la ciudad, tras los muros de su bastión. Muy astuta será la enfermedad si consigue sacarlos de su madriguera. ¡Cuando todos estemos muertos, ellos tendrán aún las mejillas frescas y la barriga gorda! Esas epidemias no son para los ricos, siempre dan un rodeo y no entran en los palacios!
El juez Di prestó atención: ¿Así que había en los parajes un lugar confortable de verdad donde esperar que acabara la crecida, si llegaba a prolongarse?
– ¿Tan confortablemente viven los Zhou? -preguntó en tono casual.
– ¡Desde luego que sí! -respondió su interlocutor-. Poseen un soberbio castillo, en medio de una finca que es pura armonía, rodeada por una larga muralla y protegida como una fortaleza. El parque es tan grande que engloba todo el lago sobre el cual fue construida la casa.
– ¿Una construcción lacustre? -preguntó el juez Di sorprendido-. ¿Y no correrían ellos el riesgo de ser los primeros en sufrir las inundaciones?
Los pescadores se echaron a reír al unísono.
– Bien se ve que no conoce la comarca -respondió uno de ellos-. El lago Zhou-an no se desborda nunca. Está protegido por la diosa que vive en él. La dama del lago firmó hace mucho tiempo un acuerdo con sus huéspedes, que la honran con su fervor. El campo puede venirse abajo por las catástrofes, pero la finca se mantiene pase lo que pase como un refugio de tranquilidad y armonía que nada perturba. Es una tierra bendita. En tiempos como éstos, cualquier habitante de Zhou-an pelearía por vivir ahí dentro, aunque fuera como esclavo.
– Hace diez años -continuó otro-, cuando la comarca fue asaltada por mercenarios, la propiedad quedó a salvo. Y se cuenta que hace cincuenta años, cuando el espantoso terremoto, solamente el castillo de Zhou-an se mantuvo en pie, indemne, sin sufrir una sola grieta. Es el lugar donde conviene estar cuando asoma la desgracia. A esos Zhou nunca les ha costado casar a sus hijos, y no se explica solamente por su inmensa fortuna.
– ¿De dónde les viene esa riqueza? -preguntó el juez Di, cada vez más interesado-. ¿Son funcionarios imperiales o señores de la guerra?
– La gente como ellos -repuso con burla uno de los comerciantes- no necesita hacer nada para que el dinero nazca a su paso. Hoy poseen la mitad de las tierras de la zona. Sus propiedades no se detienen a los pies del parque, sino que se extienden por todos los valles que se pueden contemplar desde el monte Yi-peng. Los Zhou no tienen ninguna necesidad de transitar los caminos para ganarse el pan diario!
– Ni de sacar la barca haga el tiempo que haga -gimió uno de los patrones de pesca-. Aunque, según cuentan, el origen de la familia no fue tan brillante como la opulencia de hoy deja creer. Se dice que descienden de un humilde pescador, el más pobre de la ciudad. Al parecer, se hizo rico de un día para otro, de manera tan rápida que es imposible creer que fuera por medios honestos.
– ¡Eso no es cierto! -atajó otro-. ¿Acaso no conoces la historia? Un día, al arrojar las redes en el lago Zhou-an, el pescador atrapó en su red a la dama del lago, una mujer maravillosa, si pasamos por alto que tenía una cola de pescado donde las demás mujeres llevan un par de piernas. La diosa suplicó a Zhou que la devolviera a las aguas de su querido pantano y que no la molestara. A Zhou le conmovieron sus lágrimas, sobre todo porque lloraba perlas grises de las que nunca se ven. La devolvió al agua y, como recompensa, ella le ofreció su protección, para él y para ¡os suyos, durante todo el tiempo que habitaran allí. Con el dinero de las perlas, el pobre pescador compró la finca, mandó construir una suntuosa residencia y una pagoda brillantemente decorada. De una generación a otra, sus descendientes nunca dejaron de honrar a la diosa que les había concedido tanta prosperidad. ¡Y todavía hoy sigue estando formalmente prohibido pescar en esas aguas, cosa que perjudica a las personas honradas como nosotros!