– ¡Vosotros no me dirijáis la palabra! ¡Asesinos! -escupió por última vez el anciano antes de dejarse llevar hasta el dormitorio por el mayordomo.
Sus hijos estaban aterrados ante la reacción. Se produjo un silencio antes de que el señor Zhou recordara que tenía lengua.
– Perdónele. Ya no sabe qué dice.
El juez respondió que se había dado cuenta. Después de haber recibido las gracias de rigor por traer de vuelta al fugado, se dirigió a sus apartamentos, donde Hung Liang le tenía preparadas prendas secas.
– De buena gana pediría que me calentasen algo con que darme un baño, si todo el mundo no estuviese ocupado.
– Perdone mi temeridad, noble juez -dijo el sargento Hung-, pero ¿Su Excelencia no debería reclamar que aceleren las reparaciones de nuestro junco y abreviar esta estancia sin objeto? El río está casi navegable y se nos espera en Pu-yang. Nuestra ausencia tendrá a todo el mundo inquieto.
– Mañana procuraremos enviar un mensaje para señalar dónde estamos. En cuanto a nuestra parada en este lugar, no creo que carezca de objeto. La divina providencia nos ha traído hasta aquí, cada día estoy más persuadido de ello.
El sargento Hung pensó que, con la edad, su señor se hacía fatalista.
Cuando el señor Zhou volvió a ver al juez, agradeció por segunda vez que hubiera traído a su padre.
– Hemos tomado enérgicas medidas para que no se vuelva a repetir este accidente -dijo mirando a su hijo, que tenía las mejillas de un rojo intenso.
Durante la cena, el ambiente fue espantoso. La señora Zhou lloriqueaba bajo sus mangas. Su marido bebía más que de costumbre, su hija se encerró en un mutismo lúgubre, y la vieja criada, enfadada por razones inexplicables, soltaba los platos a medio codo de la mesa, sobre la que aterrizaban salpicando a su alrededor.
«¡Y ahora interviene la criada! -se lamentó el juez-. A ver quién la convence para que se ocupe de mi baño.» Era una lástima estropear esa comida dulciamarga, que por una vez casi era apetitosa. El cocinero había olvidado ser repulsivo.
– Ahí tiene un soberbio ejemplo de caligrafía -dijo el juez, señalando al azar un poema que colgaba de la pared, sólo por animar la conversación.
– ¡Cójalo! -exclamó el dueño de la casa antes de vaciar la enésima copa de alcohol-. ¡Es suyo! ¡Por favor, háganos ese honor! ¡Está usted en su casa! ¡Todo lo que hay aquí es suyo!
– Mi amor, ¡te estás excediendo! -le dijo su esposa, tras unos segundos de estupefacción, apoyando la mano en el brazo de su marido.
Éste se soltó con brusquedad para servirse de beber. Los hijos le lanzaron miradas avergonzadas y luego hundieron la nariz dentro del cuenco, algo que se había convertido en costumbre.
– Tenga la bondad de disculpar a mi esposo -pidió la señora Zhou-. Los últimos acontecimientos recientes lo han trastornado y está muy cansado.
– Creo comprenderlo bien -dijo el juez con una sonrisa que tranquilizó a su anfitriona-, pero ¿puedo preguntarle qué acontecimientos concretamente han provocado este trastorno?
La señora Zhou se puso tiesa como si una rata hubiese cruzado corriendo por su hermoso mantel en medio de los comensales. Su marido vació la copa sin preocuparse ya de lo que se decía a su alrededor.
– Pues, pues… -balbuceó ella-. La desaparición de su padre… La crecida del río… Todo este conjunto de accidentes y calamidades…
El juez Di observó que no mencionaba ninguno de los asesinatos. Cabía pensar por ello que eso era lo que en realidad la tenía preocupada, más que la fuga de un anciano acostumbrado a hacerlo o una inundación que suponía una molestia para todo el mundo salvo para ellos.
– Ya veo -respondió en tono enigmático.
La señora Zhou parecía tan estupefacta como si un demonio de los infiernos se hubiese sentado a compartir la cena. Dos arrugas que expresaban severidad se marcaron en las comisuras de su boca, que ya sólo abrió para engullir pequeñas porciones de anguila que parecía costarle tragar.
De vuelta en su apartamento, el juez Di se concentró en las distintas piezas del puzzle. Una misma persona había acabado con la vida del vendedor de sedas y del bonzo, de eso no le cabía duda. Aunque en un caso había sido un golpe y en el otro el veneno, ambos tenían un punto en común: la intención de dejar creer que había sido un ahogamiento accidental. En ambos casos, los asesinatos habían sido factibles por la crecida de las aguas. El juez Di estuvo súbitamente convencido de que estaban íntimamente relacionados con la inundación. Los dos hombres no habían sido asesinados aprovechando la crecida, sino a causa de la crecida. Por qué razón y qué vínculo existía entre ambos, lo ignoraba todavía, pero habría dado la mano derecha apostando por que se trataba de un único y mismo asunto. Y nada permitía creer que el «el asesino de la crecida» se iba a quedar ahí. Mientras la ciudad de Zhouan-go siguiera inundada, habría muerte y violencia. En apariencia se trataba del lugar más tranquilo del mundo, pese a la desgracia. En realidad, una bestia feroz rondaba lista para enviar a quien le tocara los bigotes al más allá sin otra forma de proceso. ¿Qué tenían en común el vendedor de sedas y el monje? Uno vendía sus productos y el otro pedía dinero. Uno viajaba y el otro oraba. Pero ambos visitaban a los lugareños, entraban en sus casas. Sabían cosas, conocían detalles sobre la manera de ser de cada cual en su intimidad. Ambos tuvieron que dar con un secreto que les había resultado fatal. Ahora bien, el juez no conocía nada más secreto que el estilo de vida de los Zhou, en su castillo, su isla, en medio del lago, en el parque cerrado, detrás de los muros que resguardaban aún no sabía qué infamia digna de cometer un asesinato para protegerlo.
Confortablemente instalado en su cama, el juez Di se zambulló en una especie de novela breve, que había encontrado en la biblioteca de su anfitrión. Aunque no era demasiado aficionado a ese género menor de la literatura, pues consideraba que únicamente las historias reales y edificantes podían aspirar al estatuto de obra de arte, esta novelucha sin ambiciones era lo que necesitaba para distraerse. El ruido de arañazos en la puerta de la crujía lo distrajo de la lectura.
Al abrir descubrió a la señorita Zhou, con los ojos bajos como convenía a una doncella; pero ninguna doncella digna de tal nombre habría osado llamar a la puerta de un hombre a primeras horas de la noche. Ella alzó la cabeza con actitud mucho menos conforme con las buenas costumbres y pidió sin rodeos permiso para entrar.
– No tengo miedo -añadió ella al advertir cierta vacilación en el juez-. Sé que Su Excelencia es un hombre honesto y que mi virtud está tan segura aquí como en mi propia habitación.
Había en sus ojos un brillo demasiado intenso. El juez Di se dijo que más bien era él quien debía albergar algún temor, dada la naturaleza caprichosa de la damisela. Y, en cuanto a su virtud, sabiendo como sabía de qué era capaz en la intimidad de su habitación, ¡tenía derecho a preguntarse qué quedaría de ella en habitaciones ajenas!
Se apartó para dejarla pasar y lanzó una mirada al exterior para comprobar que nadie la seguía. Después de todo, el resto de la abominable familia muy bien podía estar agazapada entre las sombras impulsados por quién sabe qué idea perversa. Viniendo de ellos, ya nada le extrañaba.
La señorita Zhou suspiró como una chiquilla que tiene una tristeza. El juez, compasivo, le señaló una butaca. La muchacha pasó por alto el asiento y fue a sentarse ¡en la cama! Bien instalada entre dos almohadones, le explicó que acababa de pelearse con su hermano por culpa de su abuelo. El benjamín de los Zhou le echaba en cara a su hermana que hubiese anunciado a los cuatro vientos que el viejito se había escapado, por lo cual se había ganado una buena reprimenda y hasta dos sonoros cachetes, por más que les hubiese prometido, jurado y perjurado que esta vez no había hecho nada de nada. El magistrado creía al niño a pies juntillas. Era un muchacho inteligente y había comprendido que una broma más con el viejo y sería castigado sin piedad.