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La señorita Zhou hizo el gesto de reprimir un sollozo, luego empezó a retorcer un pliegue de su túnica rosa como habría hecho una chiquilla intimidada. Eso era lo insoportable viniendo de ella: esa permanente vacilación entre la doncellita y la ramera. El juez no sabía en qué canción seguirla. Le recordaba a esas estatuillas de dos rostros cuya cabeza gira mostrando alternativamente la sonrisa de una bonita ingenua o la mueca de una bruja.

– Estoy harta de esta vida aburrida -confesó ella-. Mis padres no piensan ni por un segundo en casarme. Quieren conservarme con ellos y yo me aburro a más no poder.

Él se limitó a mirarla preguntándose qué espanto iba a salir de esa bonita boca. No tardó en averiguarlo.

– Si Su Excelencia quisiera llevarme consigo…

– ¿Y eso cuándo?

– Cuanto antes.

– Pero ¿adónde?

– A donde usted quiera. ¡Salgamos mañana mismo!

¡Un secuestro! El juez Di estuvo a punto de caerse de la silla.

– Dígame que bromea.

– Nunca pasará por esta casa un hombre de una educación comparable a la suya. Aquí sólo se crían campesinos… de lo más rústico.

– ¡Un secuestro! ¡Cómo se le ocurre!

Pero ella tenía respuesta para todo.

– Mi pudor no estaría en aprietos bajo la protección de un magistrado eminente.

«¡Oh! ¡Menuda descarada!», pensó él.

– Además… Si Su Excelencia considerara que mi reputación quedaba comprometida… bastaría con que me convirtiera en una de sus esposas. O incluso en una concubina. No soy difícil.

¡Desde luego que no lo era! ¡Convertirse en una esposa secundaria de un hombre con edad suficiente para ser su padre! Y peor aún: ¡ser una simple concubina! ¡Qué caída para una heredera de una dinastía como la suya, que podía aspirar a cualquier noble de la región!… ¡por lo menos!

El juez pensó que si le había hecho una proposición semejante al vendedor de sedas, y el jardinero había llegado a saberlo, ese podía haber sido el móvil del asesinato. ¿Era ella la amante del vendedor de sedas, en lugar de su madre? ¿O lo eran ambas a la vez? Cada una, especialmente la señora Zhou, se convertía entonces en sospechosa de asesinato. ¿Una mujer celosa habría podido tener fuerza suficiente para asestar al desdichado vendedor el golpe cuya huella había descubierto en la parte posterior de la cabeza? ¿Y arrastrarlo luego hasta la crecida? De ninguna manera. Pero alguien podía haberla ayudado.

Rechazó cortésmente los avances de la damisela. El secuestro de una virgen de la buena sociedad, siquiera para convertirla en su concubina oficial, era una falta gravísima de la que se resentiría su reputación de magistrado. Por falta semejante sería condenado a un destino como las regiones glaciales del norte o a una aldea de montaña donde se ven más yacks que personas sometidas a su administración.

– Escúcheme bien, creo que su proyecto peca de fantasioso -dijo en el tono de un viejo consejero cargado de sabiduría que reprende amablemente a una chiquilla de desbordante imaginación-. Sus padres harían una denuncia de inmediato y eso acabaría con mi reputación.

– No creo que mis padres hicieran nada de eso -respondió la muchacha con una seguridad que pareció fuera de lugar-. Créame. Nos dejarían en paz.

El juez Di lo dudaba. Además, tenía ya tres solícitas esposas y seis hijos que lo colmaban.

– Lástima -dijo la señorita Zhou poniéndose en pie-. Lo he intentado. Espero que no tengamos ni usted ni yo que lamentar su decisión.

El juez se preguntó qué sorda amenaza, qué predicción, ocultaban esas palabras inquietantes. Ella le lanzó una última mirada con sus hermosos ojos de cejas largas y curvadas antes de desaparecer como había venido. De modo que había en el castillo una sirena más peligrosa que la del lago…

8

El juez Di tiene una iluminación; la extraña conducta del mayordomo.

El juez Di volvió a tener un sueño. Se hallaba delante de un hermoso paisaje de colinas y bosques de hoja negra. Pero en lugar de hojas había unos ideogramas dibujados con tinta que colgaban de las ramas, que el viento agitaba suavemente. En lugar de susurrar, este curioso follaje emitía el sonido correspondiente a cada ideograma, provocando así una cacofonía sin pies ni cabeza. Los troncos eran a su vez rollos de papel atados con un cordón de seda. Luego el panorama se encogía como si el soñador hubiese retrocedido de espaldas. El juez vio entonces que todo ese decorado formaba parte de un libro abierto. Una mosca bailoteaba sobre sus páginas. Con ayuda de una lupa, descubrió la figura del señor Zhou, que saltaba de una colma a otra declamando con ridículo aplomo no sabía qué parlamento. Se despertó sudoroso.

«¡Vaya pesadilla!», se dijo enjugándose el sudor. Un segundo más tarde tuvo una iluminación. Un texto que había leído cuando cursaba estudios literarios acudía a su memoria. El amanecer iluminaba ya la casa con una luz lechosa. Se puso un traje de interior y se dirigió a la biblioteca. Los rollos de literatura se acumulaban ante sus ojos. Buscó el estante dedicado a teatro clásico. Después de picotear de una obra a otra durante una hora, lanzó un grito de victoria. ¡Lo tenía! El Kiao Gong Mei, la epopeya de un héroe a través de las montañas, una obra lírica y rebosante de imágenes, conocida por sus espléndidas descripciones de paisajes. El principal parlamento del héroe Pei Ming fu, eso era lo que recitaba el señor Zhou desde la llegada del juez, sin tomarse la molestia de explicar la procedencia. Ahí estaba la explicación a su tono enfático: ¡estaba declamando! Y no era, o no sólo, por efecto del alcohol. Dotado de una memoria notable, a este hombre le gustaba agasajar a su entorno con su erudición. ¡Sorprendente costumbre! Ese individuo zafio, que despreciaba de modo vergonzante la caligrafía de sus antepasados, conocía de memoria largos pasajes de una epopeya que sólo exquisitos letrados habían leído. Era decididamente una caja de sorpresas. Debía suponer que no había sido siempre un inveterado alcohólico. Esa botella viviente escondía un fondo de cultura insospechado.

El juez Di regresó a sus aposentos por la galería exterior, caminando a paso lento, inmersos en sus reflexiones literarias. Estas crujías eran una bendición para el paseante, pues permitían tomar el aire al abrigo del barro, por el lado del parque, por el lado de la playa o del lago sin salir de la casa. Habían pasado las horas sin darse cuenta, y el sol, o lo que de él asomaba entre las nubes, estaba ahora alto sobre el horizonte. Al llegar cerca del saloncillo situado en el extremo opuesto de la escalinata, oyó a alguien que vociferaba en tono imperioso, y reconoció la voz del mayordomo, muy distinta de su obsequiosidad habitual.

– ¡Me tienen ustedes poco contento, muy poco contento! -vociferaba el jefe de la servidumbre.

¿A quién podía estar riñendo de ese modo? ¿A la vieja criada?

– Sólo piensan en aprovecharse. ¡Qué vergüenza!

Sí, estaba riñendo a la criada.

– ¡Bueno! ¡Tan poco es tanto lo que le pido!

El juez Di creyó distinguir un punto de ironía en sus palabras.

– ¡Y quítese ese plantel de joyas! ¡Parece una ramera de lujo! ¡Qué vulgar es usted!

¿Así que la criada tenía una pasión secreta por la bisutería? Ese retrato no cuadraba. ¿Y había dicho «puta de lujo»? Una expresión que parecía caerle mejor a otra persona. ¿Podía estar dirigiéndose a la señora Zhou? ¡Ni a la criada de una bodega se la trataba de ese modo! Este Song le recordaba al magistrado a algunos proxenetas de los que había tenido que ocuparse en Han-yan. Solían tratar con desprecio parecido a sus chicas. Ese hombre parecía animado por una cólera fría y ácida. La señora Zhou, si estaba en la habitación, no respondía nada. A lo mejor estaba hablando solo. El juez Di ya había observado en algunos criados esa propensión a insultar a sus señores a sus espaldas, para desahogarse. Le habían contado casos de camaristas que la tomaban con la ropa de su señora, con su retrato o su espejo.