– ¿Cómo lo hace para mirarse a la cara? No vale usted nada. Ah, si no la protegiese la diosa… Puede dar las gracias, créame. ¡Retírese! ¡Me crispa los nervios!
Asomando un ojo por la ventana, el juez Di quedó sorprendido al ver a la señora de la casa abandonar la habitación, cabizbaja, con gesto compungido y preocupado. ¿Por qué una dama como ella permitía que su mayordomo la reprendiera en ese tono? ¿Eran amantes? La hipótesis de un arreglo de cuentas amoroso con el representante se concretaba. La señora Zhou podía haber tenido un desliz con uno y otro y ahora estaba presa de su deshonroso secreto. También podía haber matado a uno de sus pretendientes por si la amenazaba con un escándalo… El juez se prometió sonsacarla a la primera oportunidad. Al contrario de las costumbres muy extendidas en el reino de los Tang, el adulterio le repugnaba profundamente y constituía en su opinión una circunstancia agravante en caso de asesinato. Todas esas piezas encajaban bien: Zhou era un idiota que ignoraba los embrollos que se tramaban bajo su propio techo. El alcohol y la literatura eran el refugio en el que se encerraba para no ver lo que saltaba a la vista. Di lanzó un profundo suspiro y reanudó su camino. El caso no era tan complicado, a fin de cuentas. Nunca habría debido dedicarle tanto tiempo. Ya había tratado a demasiados de la misma clase. Esos enredos sexuales, esas fechorías, como el resto de inclinaciones perversas de la naturaleza humana, ya sólo le revolvían las tripas.
Sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron hasta la sala donde estaba la jaula de pájaros. La señorita Zhou, frente a los barrotes, examinaba con desconsuelo un pinzón muerto que sostenía en las manos.
– Otro -dijo sin levantar la vista.
– Cuánto lo lamento -respondió el juez Di preguntándose si se dirigía a él.
Pero la muchacha no mostró ninguna sorpresa cuando añadió:
– No sé qué más hacer. No me quieren. Han perdido las ganas de vivir. Yo creía que con el tiempo…, pero no. Se van a morir uno tras otro. ¡Mejor que se marchen enseguida!
Con paso resuelto, se dirigió a la ventana y la abrió de par en par. Luego hizo lo mismo con la puerta de la jaula. Como los pájaros no mostraban prisas por salir, la muchacha cogió un abanico y golpeó con él los barrotes para animarlos a abrir las alas. Asustados, nerviosos, cruzaron la puerta y, guiados por el soplo de aire fresco procedente del exterior, emprendieron vuelo hacia el cielo, sin un adiós a su libertadora. El juez Di los miró escapar. La señorita Zhou se cuidó de que no quedara ningún rezagado. Luego arrancó las finas articulaciones de la puerta enrejada.
– En esta cárcel ya nadie va a estar encerrado. Se acabó. Si quieren morir, que lo hagan en el bosque, en libertad. ¡Cuánto me gustaría estar en su lugar!
– Salvo que sus padres no estarían tan contentos -respondió el magistrado.
Por la expresión de la muchacha, adivinó que le daba lo mismo.
– Es una lástima -continuó él-. Los pájaros son un símbolo de armonía. Al soltarlos, usted renuncia a la búsqueda de la paz del hogar. Es un error.
Su padre entró en ese instante. Al ver la jaula desierta, lo único que dijo fue:
– ¡Toma! ¿Ya están todos muertos?
– No, padre -respondió la joven-. Los he liberado.
– Ah -dijo el señor Zhou-. Como prefieras, querida.
Y salió de la habitación. «Bien -pensó el invitado-, ahí vemos el resultado de una educación laxa. Entiendo mejor por qué esta exaltada hace lo que le viene en gana. ¡Su padre lo lamentará cuando ya sea demasiado tarde!» Regresó a sus habitaciones diciéndose que en lugar de las aves él también habría abandonado esa casa de locos tan mal llevada.
Encontró al sargento Hung haciendo un poco de limpieza.
– Si tuviera que fiarme de la servidumbre -gruñó-, ¡pronto caminaríamos sobre nuestros desperdicios! Esta casa es suntuosa, pero no hay quien se preocupe de la limpieza. Es un fastidio. Cuando la crecida haya pasado, habrá trabajo, ya se lo digo yo. ¡Y me alegraré de no estar para verlo!
El magistrado se limitó a sonreír y se sentó a una mesa para abrir un libro.
– ¿Se ha enterado ya de la noticia, noble juez? -continuó su criado, con ganas de charla-. Parece que unos ladrones y una horda de bandidos han sido vistos en los parajes. Según los rumores, atacan a los viajeros, sobre todo a los campesinos que escapan bordeando el río, aprovechando que la pobre gente intenta salvar sus bienes más preciados. ¿Qué hace el ejército? ¡Espero que intervenga antes de que esos bandidos estén cerca de aquí! En caso de apuro, creo que no serán nuestros campesinos los que les planten cara.
El juez Di abrió una puerta para contemplar el paisaje. Cuando el sargento Hung se acercó a él para recibir órdenes, el magistrado estaba observando con cierta perplejidad los pilares que sostenían la galería suspendida sobre el lago.
– ¿Su Excelencia también se ha fijado? -preguntó Hung Liang.
En su voz era perceptible una nota de angustia.
– Está subiendo, ¿verdad? -continuó el sargento-. ¿Cuánto puede subir sin que afecte al castillo?
Entre ellos y la superficie del agua había aún dos o tres codos. Los lotos, unidos al fondo por su largo tallo, empezaban a desaparecer, arrastrados por su ancla naturaclass="underline" se estaban ahogando. Parecían náufragos cuyas manos, los pétalos, lanzaban al cielo un adiós patético.
– Las flores nos abandonan -dijo el juez-. Las ranas estarán tristes esta noche. Su canto sonará melancólico.
– Como todo por aquí -comentó Hung Liang-. Supongo que Su Excelencia se habrá fijado en que todo, incluida la casa, parecen resentirse de esta molesta circunstancia, me refiero a la crecida. Es como si la naturaleza estuviese de duelo.
– Para ser más precisos -respondió el magistrado-, es la finca la que está en duelo. En el exterior vemos que la naturaleza lucha, resiste. Aquí se da por vencida… Como si esta propiedad estuviese ya muerta y se dejara arrastrar por la fuerza del agua que llega para barrer unos restos inertes… Como si la crecida fuese un intento de restaurar el orden inmutable de las cosas. Creo que este parque no era más que un paréntesis que ahora se está cerrando.
– Su Excelencia está en vena filosófica esta mañana.
– Es una respuesta a la preocupación -respondió el juez-. Hay quien se angustia, otros lloran. Yo digo estas tonterías. Me distraen la mente.
El sargento Hung guardó silencio. Lamentaba que su propia educación no le permitiera adoptar ese desapego. Habituado a lidiar con problemas concretos, con gusto habría escapado a la realidad de éste.
El magistrado tomó en compañía del señor de la casa el arroz del mediodía. La conversación giró en torno a la crecida de las aguas. Pero el señor Zhou estaba más preocupado por la afición de su hija a soltar unos pájaros de gran valor que por el río.
– Realmente, admiro su fuerza de carácter -dijo el magistrado, pensando que el alcohol le ayudaba-. Me gustaría conservar, como hace usted, la serena dignidad de nuestro maestro Confucio.
Su comensal sonrió.
– Ya le he dicho que no corremos ningún riesgo. Ya no queda mucho tiempo. Cada día que pasa nos acerca a la liberación. Explíqueselo, Song.
El mayordomo, ocupado en servir los platos, se dirigió al juez Di en un tono de gran deferencia, muy distinto del que había empleado con la dueña de la casa esa misma mañana.
– Su Excelencia puede estar tranquilo. Las aguas descenderán antes de la festividad de la perla, para que la ceremonia pueda celebrarse como todos los años. Siempre es así.
Hizo una inclinación y salió llevándose los cuencos vacíos.