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– Que el cielo le oiga -dijo el juez Di vertiendo, por una vez, unas gotas de alcohol de arroz, cuyo perfume embriagador le cosquilleaba en la nariz hacía ya un buen rato.

Empleó su paseo digestivo en dar una vuelta por la isla sin dejar de mirar con preocupación las riberas. Los sauces hundían los pies en el agua. Ya no se podía acceder a las cubetas para peces. Nadie se había molestado en dejarlos flotar y se habían ahogado. Se acabó comer carpas hasta la próxima estación: les había costado tan poco nadar por encima de las redes como a los pájaros cruzar la ventana.

Al regresar a la finca, el paseante se cruzó con la anciana criada. Por su expresión extasiada, creyó que también había estado bebiendo. Habría jurado que la mujer, siempre hosca, acababa de contemplar la faz radiante de Buda, que se le había aparecido entre los fogones. Una expresión extática le iluminaba los rasgos, un poco de la luz divina le había quedado en la cara y ya no era la criada esmirriada, refunfuñona y amargada, sino una monja en la llamada de su vocación. Caminaba levitando, transfigurada.

– Bien -dijo-. Parece que acaba de recibir una buena noticia.

La criada cayó bruscamente de la nube. Una mueca de amargura regresó por costumbre a su boca y barrió al instante toda huella de la felicidad que hacía poco la iluminaba. La ninfa dichosa recuperó su postura de arpía y el juez volvía a tener delante a la persona bajita y poco amable de siempre.

– ¿Yo? -respondió ella-. Qué va. ¿Y qué buena noticia iba yo a recibir? ¿No soy una esclava aquí?

No estaba con ganas de charlar. Al verla de cerca, el juez Di la encontró profundamente marcada, arrugada, además de mal hablada. Pero tal vez no se volvería a presentar la ocasión de interrogarla. Le preguntó entonces desde cuándo servía en el castillo.

– Desde siempre -gruñó ella-. Soy una piedra entre las piedras.

A fuerza de insistir, consiguió averiguar que venía con la familia de la señora Zhou, a la que había criado. Como a menudo ocurría, el día de los esponsales ella acompañó a su señora a su nuevo hogar, para que la joven no se sintiera demasiado perdida. Los criados eran muchas veces el único vínculo que las casadas conservaban con su antigua existencia. El juez Di sugirió que el señor Zhou debía de estar muy enamorado de su mujer pues no había tomado nunca una esposa secundaria, ni siquiera una concubina. La criada no se mostró tan positiva.

– ¡Querrá decir que se deja mandar sin rechistar! Es un pánfilo. Debería dar un puñetazo encima de la mesa más a menudo, ¡no le haría mal a nadie!

El juez Di se quedó asombrado de su insolencia. Aquello era demasiado, había llegado al límite de su paciencia. Estaba demasiado imbuido de la noción de las diferencias sociales para permitir semejante desfachatez. Los Zhou eran unos imbéciles, en el fondo estaba de acuerdo con ella, pero pertenecían a las castas superiores, igual que él. Habría sido despreciarse a sí mismo permitir que una inferior los insultara en su presencia.

– ¿Cómo se atreve a hablar así de sus dignos señores? -se indignó.

– ¡Ah! ¡Mis «dignos» señores! -rió sarcástica-. ¡Ellos tienen la parte bonita, eso seguro!

– ¿Qué quiere decir?

– Ni más ni menos que lo que he dicho. Que tienen suerte. Dicho esto, yo también tendré un día mi golpe de suerte. ¡Y más que ellos!

Una idea pareció ocurrírsele a la criada en ese momento.

– A propósito, Su Señoría probablemente dispone de un buen barco.

El juez respondió que el que había usado para llegar seguía en el muelle, a la espera de poder emprender de nuevo viaje.

– Su Señoría sin duda tiene a bordo una plaza para una pobre criada que abulta poco.

Se sorprendió de que quisiera abandonar a sus señores, pues no parecía que sus labores en la casa fuesen agotadoras.

– Por desgracia -dijo ella-, todos los placeres se acaban. Tengo que empezar a pensar un poco en mí. Tengo otras propuestas, lejos de aquí, muy lejos. ¡Pero, chitón! Es un secreto entre usted y yo. Ni pío a nadie. Déjeme embarcar con usted, le estaré agradecida hasta el fin de mis días.

«Primero su joven ama, ¡es la segunda que quiere que me la lleve! -pensó-. ¿Qué mosca les ha picado para querer escapar de este paraíso?»

El juez condescendió en avisarla cuando el barco aparejara y prometió no decir «ni pío» a nadie. Le intrigaban esas repentinas prisas por dejar la casa en la que había servido durante tantos años. Era el tipo de decisión que nadie toma a la ligera, en un impulso. Parecía que la mujer escapaba de un edificio en llamas. ¡Si la epidemia hubiese llegado hasta aquí! Pero la finca de los Zhou parecía protegida de todo. La mujer correría muchos más riesgos bogando de puerto en puerto sobre un río desatado que quedándose aquí, por mucho que la mitad de la ciudad estuviese con un pie en la tumba. ¡Vaya, la locura de los Zhou se extendía hasta el último de sus criados! Se preguntó si también él iba a empezar a soltar frases incoherentes, a tomar decisiones estúpidas y a arrojar su vida por los aires. ¿Y si había en los alrededores alguna ciénaga que estuviese propagando unas fiebres desconocidas? El peligro era tan intangible como las razones que regían el comportamiento de estas personas. Se sentía desorientado.

La criada saludó con una inclinación y continuó su camino. No había recuperado el aire radiante aunque parecía que por detrás de su frente arrugada bailoteaban pensamientos muy placenteros.

Este estado de ánimo no duró mucho, sin embargo. La criada no apareció a la hora de cenar. Ante la preocupación de Di, el jardinero respondió que sufría un fuerte dolor de cabeza y le había pedido que la sustituyera. El juez pensó que más bien se había zafado de sus labores para dedicarse a actividades más agradables, considerando su humor de por la tarde.

Tuvo la confirmación después, por la noche. Estaba tomando el fresco en la ventana de un coqueto saloncito cuando distinguió a la vieja criada por uno de los senderos. Corría al trote ligero lanzando unos curiosos alaridos, como una rata que acaba de ver un gato. «Esta mujer es de lo más raro que hay», se dijo viéndola desaparecer detrás de los árboles, llevando un bolso de tela en la mano.

9

La pelea del juez Di con unos zapatos obliga a la señora Zhou a hacer una dolorosa confesión.

«Cuando la criada me traiga el té y el arroz del desayuno -se dijo el juez-, aprovecharé para preguntarle qué era eso que parecía entristecerla tanto anoche.» Pero no fue la anciana sirvienta quien llamó a su puerta, sino el jardinero. El muchacho le dio los buenos días y luego dejó encima de una mesa la bandeja que contenía su primera comida del día. «Lástima -pensó el juez-. Pero la partida sólo se ha aplazado.»

Mientras daba un sorbo al té, un ruidoso alboroto atrajo su atención. Se llamaban a gritos a través de la casa y oía ruido de pasos apresurados por los pasillos, estruendo de puertas abiertas y cerradas de golpe sin ninguna consideración hacia su descanso.

– ¡Hung Liang! ¡Sal y averigua qué ocurre! -ordenó llamando al tabique.

El criado apareció poco después, a medio vestir y despeinado. Anunció que hacía horas que nadie había visto a la criada. Había desaparecido. Sus señores estaban preocupados debido a la crecida: puede que hubiera caído al agua.

– ¡Ah, no! -exclamó el juez-. ¡No me creo que todo el pueblo haya decidido divertirse saltando al río! ¡A este paso, pronto veremos más cuerpos que ramas flotando en el río! ¡Es la chifladura de moda!

Se abrigó con una capa y salió a ver en qué paraba el asunto. Encontró a los Zhou muy nerviosos. Por primera vez, la siempre impávida familia se había sacudido de encima la apatía. Todos parecían hondamente preocupados.

– La servidumbre de batalla es una fuente continua de preocupaciones -se permitió comentar el mayordomo con una falta de compasión que consternó al juez.