– ¡No es una pequeña fortuna, sino una gran fortuna! -le corrigió su hija.
– ¿Qué significa esto? -murmuró el mayordomo.
– Por Buda… -susurró el monje.
– ¿Son de verdad? -preguntó el chiquillo.
– ¡Ya lo creo! -contestó el jardinero rascando en la superficie con la uña-. ¡De cada uno se puede sacar unas cien monedas!
Se pasaban de mano en mano los lingotes sin parecer comprender la procedencia del maná. De pronto, la señora Zhou estalló en una carcajada incontrolable que dejó a todos helados. Su marido la miró como si se hubiese vuelto loca.
– Permítanme. Tengo algunas nociones de medicina -dijo el magistrado.
Apartó a Zhou y a su hija y atizó una rotunda bofetada a la mujer. La señora del castillo vaciló, durante un momento no supo qué hacer y luego estalló en sollozos en brazos de su esposo.
– Ya lo ve, mucho mejor -concluyó el médico aficionado-. Vuelve a tener reacciones normales. Y, ahora, si les parece bien, me gustaría que recogieran el cuerpo en lugar de dejarlo yacer al pie de un árbol. Lo depositarán en una habitación encima de una mesa de buenas dimensiones. En cuanto al oro, supongo que le pertenece, ¿no, señor Zhou?
Esta observación pareció sorprender al interesado.
– Euh… Sí… -balbuceó-. Imagino que lo habrá cogido de mis cofres. Nunca lo habría creído de ella. ¡Una ladrona! ¡Bajo mi propio techo! ¡No sabe uno de quién fiarse!
Su esposa tuvo un nuevo acceso de llanto. Terminada la charla, el juez Di se puso al frente de la pequeña tropa, que se encaminó hacia el castillo.
Una vez a cubierto, quiso saber más de la difunta. Le dijeron que se llamaba Jazmín Temprano.
– Un curioso nombre para una criada. No le aplaudo el gusto. ¿Y Jazmín Temprano llegó a trabajar en algún «palacio de flores»?
Le aseguraron en tono ofendido que en su vida había trabajado en lugar semejante. Sus padres eran aficionados a la poesía bucólica, y eso era todo.
– ¿Le quedaba algún familiar?
Los Zhou respondieron con cierto malestar que ya no le quedaba nadie. El juez reflexionó unos segundos, luego examinó el cuerpo pensando en voz alta.
– ¿Cómo ha muerto esta desgraciada? Por lo tiesa que estaba, creo que hay que excluir el accidente.
– A lo mejor quiso cruzar el lago en barca, cayó al agua y su tesoro la arrastró hacia el fondo -sugirió la señorita Zhou con voz casi impasible.
Admitiendo que la criada hubiese pretendido llevarse el tesoro en barca, el juez no creía que hubiera elegido empaquetarlo en su capa: habría resultado más sencillo dejarlo en el fondo de un hatillo, que sería fácil de transportar al extremo de un palo. Además, ¿por qué habría renunciado a su idea previa de esperar que él la embarcara en su propio junco? ¿Qué tenía que hacer al otro lado del lago?
– No -concluyó-: yo diría que queda bien establecido que se trata de un asesinato. Queda por saber cómo se cometió…
La señora Zhou redobló sus alaridos mientras el juez levantaba la cabeza de la criada, apartaba sus prendas, le abría los párpados y la boca. El señor Zhou observaba sus gestos con preocupación.
– ¿Cómo piensa proceder? -preguntó.
– Bien… Para empezar, podríamos buscar rastros de envenenamiento… Lo mejor sería abrirla en dos -concluyó imitando el gesto de un pescadero vaciando una carpa.
– ¡Abrirla en dos! -repitió su anfitrión horrorizado-. ¿Es necesario?
– Sí. ¿Puedo pedirle que me traigan su mejor cuchillo? Largo y afilado preferiblemente: así entrará mejor.
Incluso el sargento Hung retrocedió un paso con espanto. La señora Zhou se arrojó a los pies del magistrado para suplicarle que no profanara el cadáver. El juez permaneció extrañamente inflexible: no esperaba otra reacción.
– Querida señora -respondió-, la justicia tiene que actuar. ¿Por qué motivo debería dispensar al cadáver de una criada sin descendencia? Vacilamos cuando los parientes de la víctima se oponen a la autopsia, pero en este caso…
Era costumbre sagrada respetar a los muertos. Para proceder a un examen invasivo, el juez debía garantizar a los parientes más próximos que la detención del asesino dependía de este ultraje, e incluso ponía su responsabilidad, y a veces hasta su cabeza, en la balanza.
La señora Zhou empezó a temblar febrilmente. El juez dio por seguro que iba a vaciar el estómago encima de la alfombra.
– ¡Es mi madre! -exclamó la mujer ocultando la cara entre las manos-. ¡No toque a mi madre! ¡Tenga piedad! ¡Basta de mentiras! ¡No puedo más de mentiras!
El juez fingió sentirse sorprendido. Desde hacía un momento, las exageradas manifestaciones de la dama le habían llevado a una deducción de esa naturaleza. La suplicante casi se desmayó cuando le flaquearon las piernas. Se la llevaron jadeante. Su marido permaneció delante de su invitado, la mirada perdida en el vacío, como un niño cogido en falta.
– ¿Me ocultan algo? -preguntó el magistrado como si nada.
Con gran incomodidad, el señor Zhou explicó lo que él llamó «un gran secreto de familia que su esposa había tenido la honestidad de confesarle después de contraer matrimonio, si bien es verdad que era algo tarde para ese tipo de confidencia». La primera esposa del señor Kien, padre de la señora Zhou, nunca pudo concebir hijos. Para colmar el vacío, crió como hija propia a la que su criada tuvo de su señor, y finalmente la adoptó cuando la niña era aún apenas una criatura de pecho. Nadie supo nunca nada salvo los interesados, pues una revelación de ese calibre habría comprometido las oportunidades de la bienamada criatura de hacer un día un buen matrimonio. Pero la señora Zhou, «de naturaleza recta e íntegra», hizo hincapié su marido, apenas pudo mantener su secreto unos días y le confesó su verdadero origen, en el lecho, poco después de la noche de bodas. Ella había reconocido en su esposo «la grandeza de alma necesaria para aceptar la verdad». No se había engañado. Él mismo propuso que la mujer viviese con ellos en la misma casa, y su unión fue desde ese momento tan tranquila como el lago.
Había en este relato edificante un no sé qué de excesivamente perfecto para que resultara creíble. El señor Zhou mostraba más talento cuando recitaba epopeyas clásicas. Bien es cierto que casos como los que acababa de explicar eran incluso habituales, pero eran muchos más los hijos que habrían preferido ver a sus verdaderos padres cortados en pedazos antes que confesar su bastardía. La señora Zhou manifestaba una piedad filial tan intensa como tardía hacia una mujer a la que había estado tratando como una inferior apenas la noche antes.
El señor Zhou le suplicó a su vez, para concluir, que no aumentara su enorme tristeza ensañándose con los restos de la desdichada. El juez accedió a esta petición y lo hizo con tanta más gracia porque en ningún momento había tenido la intención de practicar semejante carnicería. Su anfitrión le dio las gracias muy emocionado y se apresuró a reunirse con su desconsolada esposa para reconfortarla.
Reanudando con más formalidad el examen del cuerpo, el juez empezó a buscar una prueba de envenenamiento, como en el asesinato del bonzo, o contusiones, como en el del vendedor de sedas. No encontró nada. En cambio, al abrir la camisa de la víctima, descubrió en su cuello arrugado unas interesantes marcas oscuras, restos de hematomas producidos durante su muerte. Había tenido ocasión de ver ese tipo de marcas en casos de mujeres asesinadas. Y éstas se veían con más nitidez porque el lago donde había estado sumergida había descolorido el cuerpo.
– Le adivino en la mirada que Su Excelencia ha encontrado algo -dijo el sargento esperando que eso les permitiera salir pronto de la improvisada morgue-. ¿Se ha ahogado?
– Ha sido estrangulada. Con gran violencia. He prometido no abrirla, pero estoy seguro de que la laringe está aplastada, y probablemente también la columna vertebral. No ha sido el ahogamiento lo que ha acabado con su vida, pues ha muerto muy rápidamente. Las manos furiosas de su agresor le han triturado el cuello. Y eso ha ocurrido muy cerca de aquí, que es tanto como decir bajo nuestros propios ojos.