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– ¡Bajo nuestros propios ojos! -repitió el sargento espantado.

– Sí. Pocas veces he estado tan cerca de un asesino campando por sus fueros.

– ¡Y yo también! -remachó su criado con voz ahogada.

El juez Di estaba fascinado. El asesino, por primera vez en su vida, vivía bajo su mismo techo; se cruzaba con él cada día, hablaba con él, y, sin embargo, no tenía la menor idea de quién podía ser. Habitualmente sucedía lo contrario: el sospechoso vivía en la ciudad, estaba claramente identificado desde el inicio de la investigación, a menudo era alguien allegado a la víctima, y el trabajo consistía en demostrar su fechoría para que se le pudiera condenar.

– Cuando pienso que su verdugo vive entre nosotros -dijo a media voz.

Al oírlo, Hung Liang estuvo en un tris de caer redondo encima de la alfombra.

10

El juez Di sorprende un intento de deserción; mantiene con los Zhou una borrascosa discusión.

El juez Di se despertó en plena noche. Un ruido desacostumbrado había roto su sueño. En las aulagas, las ranas croaban de lo lindo. «¿Y ahora qué mosca les ha picado? -se preguntó irritado-. ¡Hasta los animales han empezado a rebelarse!» Tenía la confusa impresión de que sucedía algo inusual.

Salió a la crujía a tomar el aire y ver si todo andaba bien. Vio sombras cruzando el parque, del lado de la escalinata. ¡Ladrones! El magistrado corrió a despertar al sargento Hung.

– ¡Levántate! ¡Coge tu garrote! ¡No des la luz!

Fueron a llamar a la puerta del dueño de la casa.

Nadie respondió. El cerrojo de la puerta no estaba echado. Entraron. Las cortinas de la cama estaban abiertas sobre un lecho vacío. Fuera, las ranas callaban. Todo estaba ahora tan silencioso como un sepulcro. El sargento Hung tuvo un escalofrío.

– Puede que Su Excelencia haya confundido las sombras de los árboles con las de seres humanos -sugirió-. Es una hora propicia para fantasmas y demonios. Tal vez deberíamos volver a acostamos y dejar que los espectros de la noche retocen a su gusto, ¿no cree?

El suelo crujió en algún lugar de la casa.

– ¡Así que fantasmas! -se burló su señor-. Los espectros no hacen ruido en el parquet. ¡Sígueme!

Oyeron murmullos que los condujeron hasta el vestíbulo. Dos personas discutían en voz baja. «¡Deja eso!», decía una. «¿Ves algo más que nos podamos llevar?» «¡Déjame en paz con tu jarrón! ¡Escapemos!», respondía la otra.

El juez hizo una seña a Hung para que encendiera su lámpara, y entraron en la habitación. El matrimonio Zhou se quedó paralizado al verlos pasar. Cada uno de ellos sostenía el extremo de un jarrón, que soltaron a la vez, de forma que cayó al suelo estallando en una decena de fragmentos de porcelana.

– ¡Ay! ¡El jarrón de mamá! -exclamó la señora Zhou con inverosímil espontaneidad.

El juez Di les preguntó en tono receloso qué estaba ocurriendo. La pareja balbuceó con apuro una curiosa historia de ceremonia tradicional nocturna en honor de la diosa del lago, historia que resultaba más difícil de creer porque ambos vestían gruesas prendas de viaje. El juez les ordenó con un gesto que callaran. Se oían pasos en el camino. Alguien subía por la escalinata.

– ¿Se puede saber qué estáis haciendo? -preguntó la joven Zhou entrando en el vestíbulo, con su hermano pisándole los talones. Llevaban sendos hatillos. La señorita Zhou advirtió de pronto la presencia de los dos invitados y encadenó como si nada con un saludo de lo más trivial. Llevaba colgando del brazo una bolsa de la que asomaba un lingote de oro.

– ¡Déjenme con sus ceremonias! -exclamó Di sin dar crédito a lo que veía-. ¡Estaban orando, lo mismo que yo! ¡Ustedes se disponen a huir!

– ¡Oh, noble juez! -protestó el señor Zhou-. Pero ¿por qué íbamos a escapar de nuestra propia casa?

– ¡Porque su crimen ha sido descubierto! ¡Los acuso de ser responsables, a todos y cada uno de ustedes, de la trágica muerte del vendedor de sedas!

De pronto parecieron competir por ver quién era el primero en gritar de sorpresa, espanto, indignación. Aquello era un coro de tragedia. El juez frunció el ceño.

– ¡Confiscada! -exclamó arrancando la bolsa de manos de la muchacha.

Les anunció su intención de escuchar a uno tras otro en cuanto amaneciera. Hasta entonces, deseaba dormir en paz. No era momento de precauciones oratorias y así dijo:

– ¡Y ay del que pille queriendo largarse a la chita callando! -advirtió agitando el índice-. Esta noche, mi sargento dormirá junto a la entrada ¡y no vacilará en utilizar su arma al menor movimiento sospechoso! Les ordeno que regresen a sus respectivos apartamentos y que no se muevan.

El sargento Hung lanzó un profundo suspiro y fue a buscar una estera para instalarla en la entrada, llena de corrientes de aire, preguntándose a qué arma se refería el juez.

Furioso, Di volvió a la cama. Sus conclusiones eran flagrantes: ahora que los crímenes se sucedían, los Zhou pretendían escapar del brazo vengador de la justicia imperial. Afortunadamente, su estupidez y su torpeza habían hecho fracasar el proyecto. Bostezó y subió el cubrecama hasta la barbilla. Soñaba con que llegara el día en que por fin le dejaran dormir en paz.

Al día siguiente por la mañana, después del desayuno, el juez Di improvisó una sala de audiencias en sus apartamentos. Desplegó sobre una mesa un tapete rojo que recordaba al de su tribunal. En la pared, a su espalda, colgó una banderola oficial donde se leía «Padre y madre del pueblo» y dispuso varias más del mismo estilo por toda la estancia con la intención de impresionar al auditorio. En funciones de esbirro, el sargento Hung se plantó al lado de la mesa, armado de su garrote. Es cierto que las pruebas aún escaseaban, pero esa sesión debía causar un impacto que llevaría a los sospechosos a confesar. Una conversación abierta le permitiría en cualquier caso elegir entre sus propias hipótesis. Y, luego, le apetecía sermonear un poco a esos Zhou, que lo habían tomado por un mentecato.

El monje-cocinero era el encargado de introducir a sus patronos uno tras otro. El magistrado convocó en primer lugar a la señora de la casa, que entró en la estancia con la misma timidez que si se hubiese encontrado en una auténtica sala de audiencias. Llevaba un vestido sobrio y digno, de una severidad bastante ostentosa, estilo gran duelo, que seguramente había considerado adecuado a las circunstancias. El juez Di se preguntó si esa cara de cuaresma sobre el tejido negro realzado en oro se debía a la pérdida de su madre natural o al miedo a las sanciones. Le expuso sin rodeos su teoría: su familia se había conchabado para hacer desaparecer al vendedor de paños de seda con objeto de salvar el honor familiar, pues el difunto era su amante.

– ¿Ese hombre repugnante? -se sublevó la señora Zhou-. ¡Jamás de la vida!

– ¡Ah! ¡Entonces admite que lo conocía!

Su timidez desapareció de golpe.

– ¡Eso no me convierte en asesina! ¡Bien hay que vestirse! ¡Estamos en provincias! ¡No se encuentran proveedores en cada esquina! ¿Y el bonzo? ¡Supondrá que también era mi amante!

Sin alterarse, el juez la acusó de haber mandado llevar al monje un plato de comida que contenía un veneno vegetal extraído de su jardín. Él mismo había podido comprobar in situ que cultivaba una planta de alto contenido tóxico, por más que ella fingió ignorarlo. El veneno es el arma femenina por excelencia. Había ido a por él porque sospechaba que el abuelo le había hablado del asesinato. El viejo era senil, pero no ciego.

– En ese caso -repuso ella encogiéndose de hombros-, debería haber envenenado a mi suegro. Hace tiempo que…