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– ¡Esto va cada vez mejor! ¡No le basta a usted con sazonar verduras a cual más pocha! ¡Además, fabrica lingotes de contrabando! ¡Qué me falta por ver!

El monje respondió entre balbuceos que no entendía de qué hablaba. El sargento con gesto amenazador alzó el garrote del que ya no se separaba.

– ¡No ofendas a tu magistrado con mentiras! -clamó-. ¡O te costará caro!

El cocinero se hincó de rodillas. Juró que ese material ya estaba ahí cuando llegó. Como no había entendido para qué servía, no entraba nunca en el cuarto. Bastante ocupado estaba ya con «la elaboración de las refinadas viandas que cocinaba con mimo y abnegación para Su Excelencia tres veces al día».

Al recordar las «refinadas viandas» en cuestión, el juez Di estuvo tentado de inculparlo por sevicias deliberadas contra una autoridad constituida. En cuanto a Hung, ardía en deseos de molerlo a golpes sólo para enseñarle el arte culinario. El juez Di le paró la mano.

– Hoy estoy de un humor manso -dijo-. Voy a reservarme mi opinión a la espera de haber comprobado sus alegaciones.

«Y, después de todo, una carpa mal guisada siempre será mejor que ninguna carpa en absoluto.»

El monje se arrastró por el suelo para abrazarle los pies, y el juez Di vio confirmado su juicio de que ese sujeto no sabía qué era la higiene.

– Su Excelencia es muy bondadosa con este bribón -gruñó Hung Liang ya en el pasillo-. La cena de anoche bastaba para condenarlo a cadena perpetua.

El juez Di le preguntó si iba él a preparar cada día la comida de nueve personas. Si no era así, más valía no agobiar a la llave maestra de su modesto confort y concederle temporalmente el beneficio de la duda. El sargento Hung no estaba menos ansioso.

– Sí, pero, noble juez… usted ha hablado de envenenamiento… ¡Él es nuestro cocinero…! ¡No voy a poder probar bocado! -se lamentó llegando a la altura de su señor, que cruzaba el pasillo a grandes zancadas.

En ese momento sonó el gong de la entrada. El juez, considerando que ya no podía confiar en nadie, fue a ver por sí mismo qué aventurero se atrevía a presentarse a la puerta de un castillo lleno de espectros y tunantes.

El mayordomo acababa de abrirle a la monja, la misma a la que el anciano Zhou iba a visitar a la ciudad. Había faltado a su día de visita, de manera que, preocupada por su salud, había hecho el esfuerzo de venir.

– Por poco no consigo llegar aquí -se quejó-. Mi barca ha estado a punto de volcar diez veces, y la corriente delante de vuestro portón era cada vez más fuerte. Van a acabar separados de la comunidad.

«¡Es lo que nos faltaría! -se dijo el juez-. Encerrado con estos dementes, ¿puede ocurrir algo peor? Ya sólo me quedaría volverme loco yo también.»

– Ha mostrado un gran valor -respondió él.

– Una tremenda inconsciencia -añadió el mayordomo, cuyo rostro expresaba una innegable censura-. Debería regresar cuando todavía está a tiempo. El señor Zhou se encuentra perfectamente. Han pasado tantas cosas que sencillamente hemos olvidado su día de salida. Le ruego que nos lo perdone. De todas maneras, la crecida ya no permite llevarlo a la ciudad en condiciones aceptables, por el momento.

– Entiendo -dijo la monja, más decepcionada que intranquila-. Ya que estoy aquí, me gustaría saludarlo, si me lo permite.

El mayordomo se apartó a regañadientes para dejarla entrar. La introdujo en un salón y fue a buscar al anciano. El juez se quedó haciéndole compañía. La religiosa tomó asiento en un sillón. Hubo un tiempo de silencio, incómodo para ambos por igual.

– Esta casa tan grande parece muy vacía -dijo ella por fin-. Salta a la vista que la mayoría de los criados han sido enviados al campo. Resulta cruel esta falta de vida. ¡Qué catástrofe esta crecida de las aguas! ¡Y los crímenes! ¡Y la epidemia, de la que cada vez se habla más! Los habitantes de nuestra ciudad no saben qué pensar.

– Seguro que no durará mucho más tiempo -respondió amablemente el juez Di.

– ¡Oh! Paso el día rezando -dijo la monja-. Buda terminará escuchando mis súplicas.

– La intercesión de una persona tan piadosa como usted por fuerza será eficaz -aprobó el juez.

La conversación cayó como una hoja muerta.

– Esperaba que la señora Zhou saliera a saludarme -dijo-. ¿No se encuentra bien?

– La crecida la tiene terriblemente preocupada -respondió el juez, aunque, en su opinión, el fastidio de una conversación con la vieja beatona explicaba su ausencia.

El mayordomo abrió la puerta para hacer entrar al más veterano de los Zhou.

– Mis señores le piden que los excuse -anunció el criado-. Tienen algo de fiebre y si llegaran a contagiarla no se lo perdonarían. Estarán encantados de verla tan pronto se recuperen.

– Rezaré por ellos -aseguró la religiosa con una mueca de orgullo herido.

Estaba convencida de que más bien temían contagiarse al contacto con ella, y no al revés, lo que era plausible.

– Como no lo he visto, estaba terriblemente ansiosa -dijo volviéndose hacia Zhou Li-peng-. Me alegra comprobar que se encuentra bien.

– ¡Cómo! -protestó el viejo-. ¡Ya ve usted que estoy muerto! ¡Todos los Zhou estamos muertos! ¡Está usted ciega, por Buda! ¡Dígaselo! -interpeló al juez Di.

– ¿Y cómo iba a decir algo semejante? -respondió cortésmente el magistrado.

– ¡Pues porque ha sido usted el que nos ha matado! -exclamó el anciano-. ¿O no se acuerda? Usted arrastró nuestros cuerpos por los pasillos. Yo, en cambio, me acuerdo muy bien. Llevo muerto mucho tiempo; déjenme descansar en paz.

La monja puso una cara de entierro perfectamente conforme a las circunstancias. Di consideró decente dejar que continuara ese edificante tête-à-tête con su viejo amigo. A la vuelta de un pasillo encontró a la señorita Zhou y la informó de que tenían visita.

– ¿No irá a verla?

– ¡Ah, no! -exclamó la joven-. Es una charlatana, adobada en devoción. Mis padres han tenido que refugiarse en la otra punta del castillo. Y yo voy a hacer lo mismo.

Y se marchó a buen paso.

El juez Di estuvo atento a la marcha de la monja, que, considerando el humor de su amigo, por fuerza sería inminente. Efectivamente, no tardó en verla bajar los peldaños de la escalinata y salió tras ella a toda prisa. La mujer tenía los ojos húmedos.

– Está perdiendo la cabeza -dijo ella.

– Sí, la cosa no va a mejor -respondió el juez-. Rara vez hay mejorías en su estado. Es la vejez.

De hecho, empezaba a preguntarse si el anciano, con sus morbosas obsesiones, no había metido cuchara en los asesinatos.

Insinuó algo sobre el «ahogamiento» de la criada. La religiosa cayó de las nubes al oír la noticia, de la que no sabía nada. En la ciudad tampoco se sabía nada. Los señores, igual que los criados, se habían mostrado de una discreción rayana en el mutismo.

Despidiéndose en el portón, el juez le aconsejó que no se entretuviera demasiado por el campo en las próximas semanas, y que atrancara la puerta; nunca se sabía, y los pícaros acechaban por todas partes.

– Buda vela por mí -respondió ella-. Mi puerta siempre está abierta. Estoy tranquila.

El juez se dijo que Buda no había velado demasiado por su bonzo, que había perdido la vida dentro del propio recinto del templo. Habría preferido ver a la monja menos tranquila y más prudente. Desde hacía algún tiempo las desgracias se ensañaban con los visitantes del castillo.

Tras una inclinación respetuosa, la mujer subió a la barca, que un mozo de la posada empujó con dificultad a través de la corriente.

«Bueno -caviló el juez-. Ya sólo falta la visita de la señorita Capullo de Rosa, y habremos recibido a todos los notables de la localidad. ¿Vendrá? Después de los ángeles del cielo, las mujeres de mala vida: ése sería el orden de las cosas.» De tener que elegir, sin atreverse a confesárselo, preferiría esta última visita.