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Sus camaradas suspiraron ahogando las quejas en licor de arroz. El juez Di pensó con una sonrisa que ahí residía el encanto del campo: ese tipo de leyendas circulaba en cualquier pequeña aldea donde hubiera una familia antigua implantada. Por poco que hubieran logrado amasar un patrimonio, se atribuía a los señores locales amistad con las divinidades de la naturaleza, cuando no con los demonios. A los campesinos les gustaba explicar así por qué ellos seguían en la pobreza o en la indigencia: porque no habían tenido la suerte de tropezar con un hada o no habían cerrado ningún pacto con brujas, según la simpatía o el recelo que les inspirara la opulencia de sus vecinos. En realidad, el lago debía de estar protegido de calamidades naturales por su situación geográfica, lo cual bastaba para explicar que la familia más rica del lugar lo hubiese escogido como residencia. No había necesidad de convocar al cielo, al río y a su constelación de quimeras con cola de pez.

– Toda medalla tiene su reverso -continuó uno de los pescadores-. Olvidan el final de la leyenda. Se dice que el día en que la alianza de los Zhou y la diosa se rompa, ella recuperará los dones concedidos y la prosperidad habrá llegado a su fin.

«¡Y, ahora, la venganza celeste!», pensó el juez Di consternado. Le apenaba constatar que el confucianismo de rigor entre los hombres de letras no llegaba a traspasar las fronteras de las administraciones y cenáculos eruditos. El pueblo llano seguía empantanado en un oscurantismo lamentable, donde se mezclaba alegremente folclore local, fantasías descabelladas y predicciones extravagantes, basadas en un análisis erróneo de las verdades universales. ¡A fin de cuentas, no era necesario haber realizado diez años de estudios clásicos para saber que el mundo estaba gobernado por fuerzas inmutables e intemporales, y no por semipescados en busca de afecto y carantoñas! «¿Cuándo comprenderán que el triunfo se basa exclusivamente en las virtudes y en el trabajo?», se preguntó el juez, que, dicho sea de paso, procedía de una familia en que el padre era prefecto y uno de sus abuelos ministro.

El sargento Hung, que conocía a su señor desde niño, había observado con qué discreción se interesaba por la finca.

– Y esos Zhou deben de estar muy bien considerados en la región… -dijo para reanimar la conversación sobre el asunto.

– ¡Ah, sí! -dijo el representante de una firma de porcelana-. ¡Si lo estuviesen la mitad de lo grande que es su orgullo, les levantarían estatuas! La familia del lago está muy orgullosa de su riqueza y de su rango, pese a los rumores que circulan sobre su origen. Ellos son los primeros en dejar que circulen esas historias de matrimonio con la diosa-sirena, que aportó inmensas riquezas como dote. Además, nadie sabe si ellos adoptaron el nombre del lago o si fue al revés.

– Al menos, harán donativos a menudo a las comunidades religiosas, supongo.

– Desde luego que cumplen con sus deberes -dijo un pescador-. Pero apenas tratan con la gente humilde. Prefieren las orillas de su campo de lotos y la atmósfera delicada de su palacio dorado. En la ciudad apenas se los ve la mitad del año. Y a la menor alerta corren a encerrarse tras sus muros. No es necesario que haya una epidemia para que no se les vea el pelo durante meses.

El juez Di consideró que ya había oído suficientes chismes. Se levantó para retirarse.

– Estoy cansado -dijo-. Me espera un largo camino mañana para llegar a Pu-yang. Mi asistente y yo debemos recuperar fuerzas.

Los parroquianos de la posada asintieron con la cabeza y expresión entendida.

– Recuperar fuerzas es una buena idea -respondió un representante de sedas-. Pero en lo de proseguir camino mañana, no se haga muchas ilusiones. El río tardará varios días en calmarse y los caminos están impracticables. Me temo que el magistrado de Pu-yang tendrá que prescindir de su cuarto archivista durante unos días. Le aconsejo que se tome este alto en el camino con paciencia.

«Yo también se lo deseo», pensó el juez Di saludando con una inclinación antes de abandonar la sala, con Hung Liang pisándole los talones.

– ¡Señor! -dijo Hung cuando se encontraron solos-. ¿Su Excelencia se fía de lo que han contado esos tipos? ¿Cree que estamos condenados a sobrevivir varios días en este tugurio hediondo?

El juez Di permaneció en silencio un instante, y luego respondió tranquilamente.

– No creo nada de eso, Hung Liang. La providencia vela siempre por la seguridad del sabio y del hombre de bien. Además, parece que la lluvia amaina un poco.

El sargento alabó esa serenidad de espíritu que sólo el continuado estudio de letras podía aportar. Se apresuró a repartir recipientes debajo de las goteras del techo, mientras su señor, a medio desvestir, se prometía no pasar en ningún caso más de una noche durmiendo en la estera enmohecida de ese camastro nupcial.

2

La posada recibe una visita inesperada; vestiduras de seda ofrecen testimonio.

Al día siguiente, pese al alarde de sabiduría filosófica del juez Di, seguía lloviendo.

– Hoy el río se desbordará -profetizó al pie de la ventana, contemplando la cortina gris perla que oscurecía el cielo.

El sargento Hung parecía más desconsolado que él, si tal cosa era posible.

– A no ser que una mano invisible haya desviado las aguas hacia algún abismo -respondió con una pizca de ironía siniestra en la voz.

Se vistieron y bajaron al comedor común a desayunar. Al menos, todavía podían disfrutar de un reconfortante té muy cargado acompañado de una torta de soja con gambitas asadas.

– ¡Ay, amigos! -exclamó el posadero al verlos llegar, levantando los brazos al cielo, con voz sinceramente lastimera-. ¡Qué catástrofe! ¡Nuestras cocinas están inundadas! ¡No podemos ofrecer nada a nuestros queridos huéspedes hasta que hayamos reinstalado todo otra vez!

La operación llevaría varias horas. El material estaba mojado, la madera húmeda, el horno apagado y la vajilla flotaba en lenta procesión entre las mesas.

– Bien -respondió el juez Di-. Prescindiremos del desayuno. Avísennos cuando la situación se haya normalizado.

– Es un cataclismo -repitió el posadero instando de nuevo al personal a preparar unos hornos improvisados en el piso alto-. ¡Tener la posada casi llena y no poder satisfacer los mil pequeños deseos de una clientela con los bolsillos llenos! ¡Mi casa está maldita!

Se esforzó en encender de nuevo el farolillo delante de las efigies de los espíritus protectores de su negocio, que vagaban de modo extravagante sobre la estantería de madera donde los había colocado, como náufragos en una balsa a la deriva.

El juez Di se instaló en su habitación tan confortablemente como pudo, y trató de olvidar los gruñidos de su estómago con la lectura de unos rollos de buena literatura, de los que nunca se separaba, por más duras que fuesen las pruebas a las que tuviera que enfrentarse. Y no era la menor oír los gorgoteos procedentes del camastro donde el sargento Hung buscaba un sueño imposible.

La hora de la comida trajo una buena noticia y otra mala. La buena fue el delicioso olor a verduras y a arroz que vino a acariciar las narinas cuando ya estaban decididos a matar a un ratón para asarlo en una lámpara de aceite. La mala fue descubrir que el posadero no había encontrado mejor solución que repartir las cocinas de repuesto por todos los rellanos de la casa, incluido el suyo, lo cual significaba que el olor a fritura cada vez más penetrante tardaría en desaparecer.

Después de degustar algunas porciones de la comida disponible, se dedicaron a contemplar la lluvia, saciados ya que no optimistas. Al cabo de un momento, el juez Di dejó al sargento Hong roncando en la cama y salió al rellano a pedir una tetera llena. No había nadie. Cogió una tela impermeable y descendió a la planta baja. Las cañerías de evacuación del patio estaban saturadas: el nivel del agua estaba subiendo, saltaba a la vista. Un detalle llamó su atención, adiestrada en observar acontecimientos que parecían insignificantes: la carreta de los actores había desaparecido. «Muy bien -pensó-. Habrán encontrado alguien que los contrate. Con la amenaza de la inundación, la gente habrá pagado a escote lo necesario para brindar unas danzas en honor de Buda o alguna representación sagrada que los distraiga. Con un poco de suerte y algunos bastones de incienso pronto habremos salido de apuros.»