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Se fue a la biblioteca a buscar un texto lo bastante soporífero que le ayudara a conciliar el sueño, y esa noche se durmió con la lectura de una voluminosa obra dedicada al pensamiento de Lao-tseu.

11

El juez Di escapa a un intento de asesinarle; una urraca le entrega la pieza que faltaba.

Durante la noche, el juez Di soñó que lo enterraban vivo. El sudario pesaba sobre su cara; paletadas de tierra empezaban a cubrir su cuerpo. Sentía cómo se iba hundiendo en la nada. Despertó sobresaltado. La habitación estaba a oscuras, no conseguía respirar. Apenas necesitó un segundo para rendirse a la evidencia: ¡alguien estaba sujetando un almohadón contra su cabeza y pretendía asfixiarlo!

Tras mucho forcejear, su mano dio con la obra sobre Lao-tseu que le había ayudado a adormilarse. Con un último sobresalto, asestó un golpe vigoroso al cráneo de su asaltante. La filosofía consigue resultados radicales: el agresor retrocedió de un salto. El magistrado apartó el almohadón y recuperó el aliento.

En su juventud había recibido instrucción en artes marciales. Sus vigorosas investigaciones por los bajos fondos le habían ayudado a mantenerse en forma y aplicar sus conocimientos en ese terreno. Adoptó la posición conocida como «el tigre furioso» para lanzarse sobre su adversario. Éste respondió con una patada en el estómago. El juez Di adoptó la posición conocida como el «caracol dentro de su concha» y se encogió con un gemido.

Por suerte, la puerta que comunicaba con la antecámara se abrió y apareció Hung Liang aún medio dormido.

– ¿Su Excelencia ha llamado? -preguntó el sargento escudriñando en la oscuridad.

La sombra del asesino vaciló un instante. Antes de que el sargento pudiera entender qué había pasado, el intruso ya había abierto la puerta exterior y desaparecido en la crujía. El criado salió en su persecución, tropezó con el cuerpo inerte del juez, que no había visto, cayó, y su cabeza fue a dar con un taburete. Ahí estuvieron enredados un minuto largo, el juez quejándose mientras se sostenía el vientre, y su salvador luchando por recuperar el sentido.

– ¡Por Buda! -exclamó al descubrir que había caído encima de su señor-. ¡Ese miserable le ha herido! ¡Déjeme que le ayude a levantarse! ¿Dónde le ha golpeado?

– ¡En ningún sitio! -gimoteó el juez-. He resbalado a oscuras y ese cobarde ha aprovechado para escapar.

El sargento Hung le ayudó a sentarse y encendió una lámpara. Cuando el juez se encontró algo recuperado, decidieron que el sargento instalaría una cama provisional en un rincón de la estancia para proteger a su señor.

– Ya verá, estorbaré lo menos posible -le tranquilizó.

– Empieza por recoger tu gorro que corre por el suelo -dijo el juez señalando la prenda, que había caído cerca del taburete.

– Este gorro no es mío, noble juez -respondió el sargento Hung. Después de examinarlo unos instantes declaró-: Si yo lo hubiese llevado, no me habría hecho tanto daño en la cabeza al caer.

El juez le pidió que le dejara examinar el objeto. Era un cubre-cabezas de algodón gris y forma redondeada. Había visto que el jardinero llevaba uno parecido. Repentinamente apresurado, pidió a Hung que le ayudara a ponerse ropa de más abrigo y salió precipitadamente, con el sargento pisándole los talones, hacia las dependencias que ocupaban los criados. Ocho pasillos después, llamaba a una puerta situada junto a las dependencias. Un monje en camisón acudió a abrir.

– ¡Noble juez! -exclamó el cocinero con expresión preocupada-. ¿Qué se quema?

El magistrado le preguntó dónde dormía el jardinero. El monje lo condujo a través de un pasillo al que abrían varias puertas cubiertas por cortinas.

– ¿Qué ocurre? -inquirió el mayordomo con voz adormilada, mientras entraban en una pequeña y oscura habitación.

A la luz de la lámpara, comprobaron que en el cuarto, pobremente amueblado, no había un alma. La estera estaba doblada: nadie había dormido desde la noche anterior. Nadie sabía dónde se encontraba su ocupante. El juez recomendó que le avisaran de inmediato y sin importar la hora si el joven aparecía por la casa. Luego regresó a acostarse.

La agresión que acababa de sufrir tenía al menos un aspecto positivo: conocía la identidad del culpable de los tres asesinatos.

Al día siguiente, al llevarle su té mañanero al juez, el sargento Hung le informó de que la casa estaba en ebullición. El jardinero no había reaparecido y la noticia había dejado pasmado a todo el mundo. El juez sorbió lentamente el líquido ardiente mientras reflexionaba. Al cabo de un momento, el señor Zhou, impaciente, llamó a su puerta.

– Su criado me dice que ha sido víctima de una salvaje agresión, ¿es eso cierto? ¡Bajo mi techo! ¡Permítame que le presente mis más sinceras excusas por este ultraje! Mis antepasados se revuelven en sus tumbas. Nuestra familia no ha sufrido jamás una humillación semejante. ¡Apalear a un hombre indefenso! ¡Qué vergüenza para nuestro nombre!

– No sufra por mí -respondió el juez algo picado-. Por suerte, mis cualidades físicas me han permitido poner en fuga al agresor. Y lo habría atrapado si no hubiese tenido que auxiliar a mi criado, que ha resultado herido en la cabeza. ¿Dónde cree que ha podido refugiarse?

– He mandado rastrear toda la finca en cuanto he sabido del espantoso hecho -aseguró Zhou-. Pero, por desgracia, no hemos encontrado ni rastro de ese canalla. A estas horas ya debe de andar lejos. Haremos que el ejército lo busque, cuando podamos comunicarnos con él.

«Eso es -pensó el juez-. O también los duendes del bosque, con sus farolillos de colores, en la próxima estación.» El ejército tardaría días en enviar una brigada, si es que llegaban a enviar alguna. Los bandidos que infestaban los campos en tiempos de catástrofe ya lo tenían ocupado. De todos modos, tenía una idea del posible escondrijo elegido por el jardinero: un lugar caliente y muy cercano, donde podría recibir alimentos sin problemas y ser avisado de ocasionales peligros.

Susurró algo al oído del sargento Hung, que recogió su garrote y salió de la habitación por la crujía. Luego invitó a su anfitrión a seguirlo y se dirigió directamente a la habitación de la señorita Zhou por los pasillos interiores. La puerta estaba cerrada. Llamó. No hubo respuesta.

– Mi hija está con su madre -le informó el pater familias.

– ¿Tiene por costumbre cerrar con llave cuando no está?

El señor Zhou lo ignoraba. El monje y el mayordomo llegaron en ese momento, atraídos por el ruido.

– ¡Derríbeme esa puerta! -ordenó el juez-. ¡Ahora mismo!

Los dos hombres se lanzaron a la vez contra la puerta, que cedió con un crujido ruidoso. Entraron en una bonita habitación decorada con flores pintadas. Un vestido malva descansaba encima de una silla. La puerta de la crujía estaba abierta de par en par. Fuera se oyó un grito en el exterior.

– ¡De prisa! -pidió el juez-. ¡Síganme!

Encontró al sargento Hung, garrote en mano, en la galería cubierta. El jardinero estaba a sus pies y se frotaba la coronilla. El monje y el mayordomo lo llevaron a rastras dentro de la casa y le obligaron a arrodillarse delante del magistrado.

– Esta noche -dijo el juez- has atentado contra mi vida. No lo niegues: el gorro te acusa. Te ordeno que me digas a qué obedecía esa acción imperdonable.

– He querido salvar a la señorita Zhou -respondió el joven con la cabeza gacha-. Usted la acusó de asesinato en mi presencia. ¡Yo no podía permitir que corriera ese peligro!

El señor Zhou se enfureció, rojo de ira, agitó los brazos; al verlo, se diría que era uno de esos padres ultrajados de los repertorios cómicos.