– ¿Salvar a mi hija tú, miserable? ¿Acaso necesitaba ella que la salvaran? ¡A qué viene que tú te preocupes de mi querida niña! ¡Ni levantar los ojos a su paso debieras! ¡Pútrida larva! ¡Repugnante cochinilla! ¡Desperdicio de la humanidad!
El sargento Hung dio un golpe en el hombro al prisionero.
– ¿Es que no sabes que atentar contra la integridad de un funcionario imperial es un crimen que se castiga con muerte atroz? ¡Implora piedad a tu magistrado para que te evite la tortura y te condene a una simple decapitación!
– ¿Pretendió usted salvar a la señorita Zhou? -repitió el juez Di-. Entonces ¿cree que es culpable?
El jardinero empezó a farfullar. El señor Zhou se ahogaba repitiendo: «¡Culpable! ¡Culpable! ¡Abominable gusano! ¡La creía culpable! ¡Cómo te atreves a emitir una opinión sobre la pureza de mi encantadora niña?»
El juez Di tenía su propia idea sobre tan cacareada pureza. En cualquier caso, ordenó atar al prisionero y recomendó que lo encerraran en un cuarto sin ventanas, con una cerradura más resistente que la que había en esa habitación. Lo llevaron a la fresquera.
La señora Zhou, sin creer lo que veían sus ojos, apareció en el umbral de la habitación seguida de su hija. El juez pregunto a la joven si sabía que el jardinero se había refugiado en su cuarto.
– Pero ¡de qué estamos hablando! -eructó el señor Zhou-. ¿Cómo iba ella a saberlo? ¡La pobre chiquilla ha estado a punto de morir por culpa de este innoble puerco! ¿De quién se puede uno fiar hoy? ¡Usted me dirá!
El juez Di era incapaz de responderle a ese idiota que su querida chiquilla mantenía con el criado una relación escandalosa. Estrictamente hablando, podía decirse… pero dentro del recinto de una sala de audiencia. Dentro de su propia casa, semejante revelación habría sido pura y simplemente un insulto. La damisela porfió en declarar que no sabía nada, que el jardinero debía de haber entrado por el exterior mientras ella se encontraba ayudando a su madre a peinarse.
– Ha sido una investigación redonda, noble juez -dijo Hung Liang satisfecho, mientras regresaban a sus aposentos-. Ya sólo queda organizar el traslado de ese asesino a la corte de justicia más cercana.
El juez Di seguía preocupado. Fue a sentarse frente al lago para meditar; si lo pensaba detenidamente, no podía creer que el jardinero fuera el asesino que con sangre fría, habilidad y discreción había mandado a tres personas al otro mundo en pocos días. No coincidía con la naturaleza ardiente y entusiasta del muchacho. Que quisiera darle una tunda a un magistrado que amenazaba a su amante, sí, cuadraba, pero ¿y las otras víctimas? ¿Por qué matar a todas esas personas y seguir sirviendo en el castillo como si no pasara nada? Se le habían presentado mil oportunidades de huir. Tendría que estar loco… aunque al menos no lo parecía. Aquí todo el mundo parecía algo sospechoso, y, sin embargo, el principal sospechoso no tenía madera de culpable. Era para darse de cabezazos contra la pared. «¡Qué fácil sería todo si no fuera yo tan exigente conmigo mismo -se lamentó el juez-. El hombre es su propio verdugo. Se obliga a un ideal de excelencia inalcanzable, es sufrimiento de por vida. La mediocridad es un refugio.» Pensó casi con envidia en ese idiota de Zhou, que hallaba en sus libaciones la manera de ahogar ese resto de espiritualidad que guardaba aún su mente alcoholizada. Pero no todos los hombres tenían la suerte de ser estúpidos y débiles, ahí residía su desgracia.
El asesino, por su parte, tenía que ser inteligente. Sin embargo, nadie es perfecto: seguramente tenía algún punto débil… Al él, como representante del Hijo del Cielo, le correspondía descubrir esa debilidad y aprovecharla para sacarlo de su madriguera.
Suspiraba al pensar en esa responsabilidad cuando sonó un espantoso crujido. Hung y él acudieron rápidamente a la crujía, y pronto el conjunto de los habitantes del castillo estaba con ellos.
– ¡Es un pilar que se acaba de hundir! -explicó el mayordomo señalando uno de los soportes del edificio, que desaparecía bajo el agua prácticamente en toda su longitud.
– El lago ha vuelto a subir -observó el señor Zhou preocupado.
– Pero no es la primera vez que ocurre, ¿no? -preguntó el juez Di-. Supongo que el nivel de agua nunca alcanzó la cota de alerta…
– Eu… no -respondió el amo del castillo algo azorado-. Aunque no puedo garantizarlo… Nuestra casa se construyó hace un siglo a lo sumo. ¿Quién sabe qué puede ocurrir en circunstancias verdaderamente excepcionales? Mi padre siempre nos aseguró que era impensable que ocurriera algo así…
Que la finca fuera insumergible dejaba de ser una certeza. «No sólo se está quebrando ese pilar -pensó el juez Di-, también la fe de este hombre en la indefectible protección de la diosa.»
El rollizo monje apareció de nuevo en el portón, sin aliento. Una fuerte corriente pasaba por delante del parque y no había forma de cruzar sin verse arrastrado. La crecida del río había acabado aislándolos del todo.
Los habitantes del castillo se miraron de soslayo. El ambiente se resintió de inmediato de la situación de ratonera forzosa: el juez apenas había salido de la finca cuando todavía se podía. Pero la idea de reclusión obligada alteraba el clima general. Al no poder irse cuando les apeteciera cambiaba la manera de mirarse unos a otros. El juez se sorprendió al darse cuenta de lo mucho que le fastidiaba cada vez que uno de sus anfitriones abría la boca para decir una tontería. Las impertinencias de la joven Zhou, la superficialidad de su madre, la embriaguez interminable del padre, y hasta la despreocupación del benjamín se le estaban haciendo insoportables. Y también ellos saltaban por un quítame allá esas pajas. La atmósfera estaba electrizada. El propio Hung Liang tuvo la desfachatez de señalar a su señor que ya estaba cansado de ir detrás de él diez veces al día y que le rogaba humildemente tuviera a bien recoger sus prendas en un baúl cuando se cambiara, una insolencia inimaginable en tiempo normal. El juez lo perdonó en nombre de las tres generaciones de Hung que habían servido a sus antepasados, pero se prometió ponerle en cintura en cuanto la situación se hubiese despejado.
Ahora que la criada estaba muerta y el jardinero preso, el problema del servicio, y especialmente el de las comidas, se hacía acuciante. El juez Di propuso a los Zhou prestarle a Hung Liang para ayudar en la cocina. Por una parte, eso le ordenaría las ideas y por otra le alegraba contar con alguien que supervisara la composición de los platos, por si resultaba que el monje era el asesino. El mayordomo se ocupaba de servir los platos y lo hacía exagerando los gestos de un hombre abrumado de trabajo.
El juez Di intentaba digerir las frituras grasas del cocinero concentrándose en la lectura de Lao-tseu cuando un pájaro que acababa de posarse en el repecho de la crujía llamó su atención. Era una urraca, y vio que llevaba un objeto brillante en el pico. El magistrado se acercó lentamente a la ventana y descubrió que se trataba de un broche adornado de piedras preciosas. Intentó acercarse más, pero el pájaro abrió las alas y alzó el vuelo con su botín.
El juez pidió ayuda a su criado y los dos hombres salieron en su persecución por el parque con la esperanza de descubrir su nido.
Desde el castillo, los Zhou los vieron recorrer los senderos nariz al aire, como dos locos escapados de un manicomio. Quedaron convencidos de que sus invitados empezaban a perder la cabeza, cosa que, en el fondo, podía ser una ventaja.
Hung Liang lanzó un grito: acababa de ver a su objetivo posarse en una rama, en lo alto de un árbol. Ahí estaba su refugio.
– ¡Encarámate ahí, rápido! -ordenó el juez mientras el sargento evaluaba la altura con creciente angustia.
Subió como pudo, forcejeando y así consiguió alcanzar la dichosa rama. La urraca había huido al ver acercarse al intruso, pero había dejado su presa de guerra. Hung se guardó el dije en una manga e inició un descenso más arriesgado de lo que ya había sido el ascenso. Resbaló y fue a caer sobre sus posaderas delante de un juez Di, que alargaba ya la mano para recoger el botín.