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– ¡Qué curioso! -murmuró mientras examinaba el objeto.

No se trataba de un banal perifollo para el tocado de una dama. Era una joya falsa, una burda imitación, diseñada para que resultara muy llamativo. Y podía dar el pego siempre que se viera de lejos, con una iluminación tenue… ¡era un accesorio de teatro!

– ¿Dónde está la urraca? -preguntó de pronto el juez, muy nervioso-. ¡Necesito ese pájaro! ¿Dónde se ha metido?

Salió otra vez en su busca mientras Hung Liang, inútil por el momento, se frotaba el trasero. Al cabo de una media hora, el juez creyó ver a su urraca. La siguió con la vista de árbol en árbol… hasta que terminó tropezando con un montón de ramas que no había visto antes, concentrado en que su guía no se escabullera. El volátil había ido a posarse en lo alto de un montón de madera y hurgaba con el pico obstinadamente.

«¿Qué puede estar buscando?», se preguntó. Empezó a escalar el almiar. En la cima, donde el pájaro había escarbado, tuvo la sorpresa de descubrir escondido por las ramas un toldo agujereado, a través del cual vio claramente un cofre de joyas abierto, que contenía otros artículos brillantes, anillos, collares, que habían excitado la codicia del animal. Empezó a separar ramas y enseguida comprobó que el montículo de madera era en realidad un hábil escondrijo para una carreta cubierta con una lona. Después de despejar el espacio sacó a la luz un montón de objetos, ropas, y un batiburrillo de objetos heteróclitos. El vehículo le recordaba algo… Lo había visto en el patio de la posada. ¡Pero si era el de esos actores que habían salido a buscar un empleo de puerta en puerta! ¡Eran sus accesorios lo que ahora tenía en las manos! ¿Y qué hacía la carreta dentro del parque? ¿Habían sido víctimas del misterioso asesino, igual que el vendedor de sedas?

Lo peor fue que, al seguir hurgando, el juez Di encontró unos curiosos artículos que arrojaron nueva luz sobre la naturaleza de sus alucinaciones: una cabeza de carpa estilizada de cartón pintado, fuegos de Bengala, una diadema, una cola de sirena de tela bordada… ¡Vaya, así de real era la aparición de la diosa, en el lago, la noche en que el mayordomo y él la vieron desplazarse sobre un pez gigantesco envuelta en fuegos fatuos! Aprovechando la bruma y la oscuridad, había bastado colocar la cabeza de cartón piedra en la proa de una barquita y plantar los fuegos de Bengala a lo largo de ella… La distancia y la imaginación habían hecho lo demás. ¡Qué tonto se sentía por no haberlo sospechado antes! Por fin se hacía la luz. Y era cegadora.

El señor Zhou había estado acechando su regreso un largo rato porque cuando el magistrado subía los peldaños su anfitrión salió a su encuentro para preguntarle con ansiedad mal disimulada si había descubierto algo interesante.

– No me he quedado descontento -respondió el juez-. Y no le digo más… ¡Le espera una sorpresa de lo más teatral!

Y se alejó con una risita que dejó a su anfitrión bastante preocupado.

12

El juez Di recoge una confesión sorprendente y luego organiza una trampa.

El juez Di se encerró en su habitación para hacer balance. La conclusión a la que había llegado le parecía muy absurda. Pero, una vez establecidos todos los hechos acaecidos durante su estancia en el castillo, parecía límpida, indiscutible, sencillísima. Si pensaba en el aspecto irreal de su situación, en las expresiones cambiantes o falsas de sus anfitriones, en los lances sexuales de una, en los avatares de la otra, en la infinidad de detalles que no cuadraban… la solución resultaba evidente.

El gong de la comida sonó en la casa. El juez se cambió de atuendo por otro negro y adamascado, sin prisas. Sus comensales le esperaban sabiendo a ciencia cierta que la principal atracción de la comida no estaría en los platos: iba a ser él y sólo él. Si tenían dos dedos de frente, estarían esperando y temiéndose lo que iba a ocurrir.

Efectivamente, cuando llegó al comedor, los Zhou esperaban sentados a la mesa, inmóviles como estatuillas de barro cocido esmaltado. Ninguno había tocado los palillos, ni siquiera el niño. Todos lo miraban con una expresión cargada de recelo. La señora Zhou, en un último esfuerzo por darle a su situación un tono de normalidad, alargó al juez un plato de pescado bañado en aceite.

– Gracias -dijo él cogiéndolo.

Luego, sin concederle una sola mirada a ese macerado de color verde, arrojó todo contra la pared, donde el plato se rompió. «¡Ah -pensó con una curiosa sensación de alivio-, ¡Hace mucho tiempo que debería haber hecho esto!»

– Ustedes me han estado engañando -les espetó fríamente mientras se sentaba-. Desde el primer día. Y no es algo que me alegre.

Hablaba con voz calma y reposada. Pero sus palabras producían el mismo efecto que si las hubiese gritado en sus oídos. Ellos lo miraban ahora con un espanto indisimulado, como fantasmas que habían creído estar vivos hasta el momento en que un ser mortal les hubiese revelado la verdad sobre su condición de espectros. Sus rostros se descomponían. Caían las máscaras. La señora Zhou mostró un rictus amargo. Su marido abandonaba paulatinamente sus aires de gran señor para desmadejarse con los hombros encogidos y la cabeza hundida en el cuello. La expresión de orgullo de su hija se había convertido en provocativa y vulgar. El benjamín ya no tenía la expresión de un niño travieso sino la de un crío de las calles sin educación. El juez comprendió que era la mirada que les dirigía lo que había obrado en gran medida esta transformación: el velo que cubría sus ojos había caído.

– ¿Qué están haciendo ustedes aquí? -preguntó-. ¿Cómo han conseguido apoderarse de la finca?

El señor Zhou, fingiendo no haberlo entendido, recitó su última tirada.

– Mis antepasados la construyeron hace ya un siglo y… -empezó con voz vacilante.

– ¡Cuentos! -le atajó el juez Di-. ¡Acabe con sus ridículas mentiras! ¡Sus antepasados eran titiriteros, como usted! ¿Cómo han podido creer ni por un solo instante que conseguirían engañarme?

¿Cómo esperaban darme el cambiazo a mí, un funcionario del Dragón Divino?

– Me parece que, pese a todo… -apuntó la señora Zhou con una vocecilla.

– Pudieron engatusarme muy al principio, en medio de la confusión general… Pero hoy he recuperado la lucidez ¡y la realidad se me aparece en su siniestra crudeza!

Arrojó delante de la señora Zhou el dije de brillantes.

– Le entrego algo que le pertenece. Ustedes son tan propietarios de este lago como este broche está engarzado de diamantes. Todo aquí es falso desde el principio. Me han estado mintiendo de manera continuada.

Los Zhou parecían haber perdido el habla.

– Los llevaré al tribunal más próximo en cuanto el río sea navegable. Entretanto, se pudrirán en una cárcel en Zhouan-go. ¡Usurpación de identidad! ¡Insulto a un magistrado! ¡Y seguro que todavía hay más y peor! ¡Hay diez motivos para condenarlos al peor de los castigos!

Los Zhou se levantaron, lívidos como ahogados.

– ¡No crean que escaparán de mí! -advirtió el juez-. ¡Estamos bloqueados por la crecida de las aguas! ¡No llegarán muy lejos! Y si intentan algo contra mi integridad personal, sepan que la administración imperial irá a buscarlos allá donde se escondan!

Los señores Zhou fueron a arrodillarse delante de él, luego sus hijos los imitaron. Lo hicieron con suma gracia, como un rey y una reina de tragedia, humillándose ante el que los había derrotado. Golpearon el suelo con la frente para implorar clemencia. El juez respondió que de ninguna manera y les instó a contestar a sus preguntas con precisión y sinceridad. ¿Cómo unos actorcillos ambulantes habían llegado a instalarse en una mansión aristocrática y con qué finalidad?