– Nuestra suerte -empezó el señor Zhou- no dejó de declinar desde el inicio de los aguaceros. Cuando llegamos a Zhouango, estábamos en las últimas. Los espectáculos al aire libre eran imposibles, las ferias y mercados se hablan suspendido, y nadie tenía cabeza para pensar en reír con nuestras cabriolas ni en llorar con nuestras tragedias. Buscábamos desesperadamente un contrato para una representación de carácter religioso cuando nos abordó el mayordomo de este castillo, que sabía de nuestras idas y venidas a través de la ciudad.
– Adivino su propuesta -dijo el juez Di-. Les dijo que sólo tenían que ocupar el lugar de sus señores para esperar en caliente el fin de la crecida, con un buen peculio como pago.
– Sí, noble juez.
– Porque sus señores se habían trasladado al campo y no quedaba nadie, excepto él, para velar por su fortuna.
– No, noble juez.
– ¿Cómo que no? -protestó el magistrado-. Y entonces ¿dónde están?
Las palabras salían a duras penas de los labios del señor Zhou. Fue su mujer la que respondió, sin alzar la cabeza.
– Están muertos, noble juez. Llevaban varios días muertos ya antes de que llegáramos; cayeron por las fiebres, al inicio de la epidemia, ellos y los pocos criados que mantenían a su lado. El mayordomo cayó enfermo, pero se salvó. Fue entonces cuando se le ocurrió aprovechar la situación. Pero la crecida, al agravarse, le impidió escapar con el tesoro y nos propuso interpretar el papel de señores del castillo, desde lejos, para que los aldeanos creyesen que nada había cambiado.
– No entiendo -dijo el juez-. Si ustedes no podían mostrarse sin que los descubrieran, ¿de qué le servían?
– Perdóneme, noble juez -dijo la señorita Zhou-, pero usted es la prueba viviente de que la estratagema era eficaz. Sin nosotros, la ausencia de los señores de la casa se habría descubierto mucho antes. Y, sin su increíble sagacidad, nunca habríamos sido desenmascarados.
– Además -añadió el señor Zhou-, era sólo una mentira a medias.
– ¡Ah, claro! -exclamó el juez Di-. ¿Cómo consiguieron que uno de su familia suplantara al anciano Zhou? ¡Y pasearlo entre la gente que lo conoce de toda la vida! ¡Así se entiende por qué ese actor de segunda fila decía frases tan incoherentes!
La señora Zhou puso cara de pocos amigos al oír la expresión «actor de segunda fila».
– Encontramos algo mejor que un actor de segunda para interpretar el papel -repuso.
– Es que ese viejo… -continuó su marido-… es de verdad el padre del difunto señor Zhou. Es el único miembro de la familia que ha sobrevivido a la epidemia. Eso nos ha permitido exhibirlo una vez a la semana, como era costumbre, para convencer a la gente de que todo andaba bien. Él podía decirles lo que se le antojara porque nadie se tomaba en serio sus peroratas desde hace tiempo.
«¡Diabólico!», se dijo el juez llevándose una mano a la frente. Ese noble anciano había estado diciendo la verdad en todo momento, advirtiendo a su manera que toda su familia estaba muerta. ¡Pero daba gritos en el desierto! Solamente su senectud le había permitido soportar el drama, y la presencia de los intrusos se había confundido con sus alucinaciones. Todo se imbricaba a la perfección. Y podría haber seguido así el año entero.
– ¿Y los asesinatos? -inquirió-. ¿Qué parte tenían en la función?
– ¡No tenemos nada que ver con eso! -protestaron los Zhou-. Somos sólo humildes actores, contratados para interpretar una comedia trágica. ¡Somos nada más copias cuyos originales han muerto! Suplicamos a Su Excelencia que crea nuestra palabra.
«¡La palabra de unos redomados mentirosos! -completó el juez en su fuero interno-. Necesitaría una conciencia celestial para dar fe a sus palabras.» Quiso saber cuánto les había prometido el mayordomo por su trabajo. Les había entregado un lingote de oro y les había dado a entender que habría otro cuando acabara la representación. Pero, cuando vieron el tesoro encontrado en el cadáver de su madre, habían comprendido que aquello no era nada. Ese hombre estaba sentado sobre una montaña de oro. ¡No solamente habían puesto en peligro sus cabezas, sino que además lo habían hecho por una propina!
– ¿Hasta cuándo debía durar esta mascarada?
Su empleador quería que fingieran hasta la Fiesta de la Perla. Pero, ahora que su madre había sido asesinada, estaban acogotados de miedo, por eso habían intentado huir. «Sin olvidar llevarse el dinero», se dijo el juez. Todo estaba meridianamente claro. Quedaba el asunto de los asesinatos: estaban ligados a la superchería, pero ¿de qué manera? El juez preguntó en qué circunstancias habían conocido al representante de sedas. La señora Zhou bajó un poco más la nariz.
– Mi mujer se encontró con él -respondió el marido en su lugar en tono de reproche-. Todo es culpa suya.
– ¡No tenía nada que ponerme! -protestó ella-. ¡El guardarropa de la señora Zhou no es de mi talla! Cuando Ho Kai, que interpretaba el papel de nuestro jardinero, me advirtió que un vendedor ambulante estaba a la puerta, no resistí las ganas de recibirlo. El mayordomo estaba en la ciudad, así que creí que no debía privarme de ese pequeño placer. ¿De qué sirve vivir en un palacio si ni siquiera puedes llevar un traje bonito? Además, la entrevista transcurrió sin problemas. Yo le compré el tejido que necesitaba para confeccionarme algo decente. Luego el mayordomo llegó y lo acompañó a la salida. ¡No tengo nada que ver con que se ahogara!
El juez Di permaneció pensativo unos instantes.
– Vi su carreta en el patio de la posada. Antes de venir, estuvieron alojados allá, ¿no es cierto?
– Pasamos tres noches en la posada, noble juez.
Por lo tanto, era probable que el representante los hubiese visto. Y especialmente a las damas.
– ¿Nunca antes había visto a ese hombre? -preguntó en tono inquisitivo.
La señora Zhou pareció incómoda.
– Bueno -confesó-, si hubiese sabido de quién se trataba, no lo habría recibido. Me acordé de golpe, al terminar, que lo había visto en la Garza Plateada. Una vez comimos en la sala común mientras él estaba allí. No le presté mucha atención entonces.
¡Así se pierde un hombre! El representante no había demostrado conocerla durante la entrevista con la falsa señora Zhou, porque estaba concentrado en la venta que tenía entre manos. Pero, cuando el mayordomo lo acompañaba a la puerta, debió de olerse algo, hacer preguntas, mostrar su sospecha. El parecido de la señora del castillo con la actriz debió de dejarlo perplejo, sobre todo después de ser introducido por el «jardinero», otro miembro de la troupe… Y tal vez viera a un tercer actor, por ejemplo, al chiquillo jugando en el parque, ¡o a la criada ocupándose de la limpieza! El juez imaginó fácilmente su estupefacción al comprender de golpe la impostura, camino del portón, y al mayordomo, adivinando por su recelo que todo estaba perdido. Era muy probable que ese pérfido criado hubiese decidido en ese momento eliminar a un testigo incómodo. Aprovechando la ausencia de la familia, había cogido una rama seca, molido a golpes a la víctima y empujado el cuerpo a la corriente de la crecida. Ignoraba que había golpeado al vendedor de sedas con tanta fuerza antes de echarlo al agua que sus pulmones seguían llenos de aire. E ignoraba lo fundamentaclass="underline" que un magistrado imperial al que nada le pasaba por alto había llegado a la posada. Ignoraba, por último, que el alma del difunto encontraría fuerza suficiente en su sed de venganza para guiar el cadáver hasta ese perspicaz funcionario.
El juez Di se sorprendió de que después del asesinato del vendedor de sedas, que se había cometido por así decir delante de la puerta de su casa, los Zhou no se hubiesen preocupado del giro que tomaban los acontecimientos. Los señores Zhou seguían cabizbajos. Llegados a ese punto, el cebo de la ganancia era el motivo más imperioso: sofocaba todas las dudas y temores. Su tranquilidad mental reposaba en la convicción de la superioridad de su arte, tanto más porque sólo habían debido experimentarla sobre el juez y su sargento. La señorita Zhou fue la única que levantó la cabeza.