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– Yo sí he intentado algo -dijo con una pizca de arrogancia.

– ¿Tú? -se extrañó su padre-. ¿Y qué has hecho tú, pobre hija mía?

Ella nunca había confiado en ese mayordomo capaz de sustituir a sus señores con los primeros recién llegados para robarles tras su muerte. Era un individuo sin moral, los trataba con dureza y su conducta resultaba dudosa: vagaba de noche por la finca, dedicado a no se sabía qué. Así que había decidido influir sobre él. Se dio cuenta de que solía acudir a rendir honores a la diosa, en la pagoda del fondo del parque, y había supuesto que era supersticioso, de modo que jugó con su credulidad para proteger a su familia. Se le ocurrió rascar la espalda de la estatua para extraer algunas virutas doradas. Una noche, instaló a su hermano pequeño en una viga del techo. Encendió una vela y se escondió fuera del pabellón, en la espalda de la efigie sagrada. Al cabo de un momento, el mayordomo entró atraído por la luz. «¿Hay alguien?», le oyó preguntar. Prestó entonces su voz a la diosa, disfrazándola hasta que resultara irreconocible, tal como había aprendido a hacerlo actuando para sus espectáculos. El mayordomo la oyó dirigirse a él y le ordenó obedecer sus órdenes. Como estaba solo, llegó a la conclusión de que era la estatua la que le hablaba, en la atmósfera fantasmal de la noche, a la luz oscilante de la vela. Ella le ordenó obedecer en todo punto a los preceptos de amor impuestos por el Cielo y le prohibió tocar un solo cabello de la familia que habitaba el castillo. Luego, el chiquillo vació encima del criado la bolsa de virutas de oro, para redondear el efecto.

– ¡Como en el cuento de la princesa del cabello dorado! -exclamó su padre-. ¡Le dedicaste una representación privada!

– Sí, padre -respondió la joven Zhou, sin esconder su orgullo-. Utilicé nuestro saber para asegurarme de que ese hombre odioso no nos haría daño, por si hubiese sido ésa su intención. Un tipo como él está dispuesto a lo que sea para enriquecerse. Yo no me he fiado de él ni un segundo.

Sus padres estaban atónitos. Al observar a la muchacha, Di se dijo que no tenía dieciséis años como le habían dicho al llegar: ésa debía de ser la edad de la auténtica señorita Zhou. Ahora que no interpretaba su papel de adolescente, parecía al menos veintidós, lo que explicaba su aplomo.

– ¿Y funcionó? -preguntó su madre.

– Hasta cierto punto… -dijo la falsa señorita Zhou-. Para redondear el golpe, tuve la idea de repetir otra noche, y fui un poco más lejos. Utilicé los artificios de nuestros espectáculos. Con una cabeza de pez de cartón, una cola de tela, fuegos de bengala y la tiara de la princesa Li Gan, transformé una pequeña barca en una carpa encantada. Una noche de bruma aparecí delante de él convertida en diosa del lago. Mi hermano, cubierto con una capa negra, remaba a mi lado. Y ese hombre espantoso volvió a quedar muy impresionado. Mi aparición lo fascinó. Por desgracia…

No terminó la frase reprimiendo un sollozo. El juez Di creyó adivinar sus pensamientos.

– Por desgracia, eso no le impidió acabar con la vida de vuestra abuela -terminó.

La señorita Zhou asintió con la barbilla. Sus padres dieron un brinco de sorpresa.

– ¿Cree usted que esa rapaz inmunda tiene algo que ver con la muerte de nuestra venerada madre?

El juez Di se mesó lentamente su luenga barba negra.

– Es muy posible -respondió-. Si no es él, sólo puede haber sido uno de ustedes. ¿Creen que su monje-cocinero o su comparsa «el jardinero»…?

– ¡De ninguna manera! -exclamó el señor Zhou-. Llevamos años recorriendo juntos los caminos. Mi suegra tenía su carácter y muchas veces discutíamos, ¡pero nunca ninguno de ellos tocaría un solo pelo de su cabeza!

«Y, además, está todo ese montón de lingotes que encontraron encima de ella… -pensó el juez-. Las personas ancianas acostumbran a tener el sueño ligero, e incluso insomnio. Ella pudo muy bien sorprender al mayordomo mientras trasladaba el tesoro. Eso explicaría su expresión radiante la última vez que hablé con ella. Pretendería robar una parte del oro, y él la lastró con su propio botín… Habría que averiguar dónde se encuentra el escondrijo…»

Era primordial que siguieran interpretando su papel para el mayordomo, a la espera de averiguar algo más, al menos en las próximas horas. Eso jugaría a favor de sus pesquisas. En otras circunstancias, habría ordenado encadenarlos a todos y conducirlos ante el yamen, el tribunal. Pero estando ahí solo, ¿cómo actuar? No podía contar con nada más que con el miedo que les inspiraba para obligarlos a colaborar. Ellos eran muy culpables, el mayordomo lo era mucho más, y la desaparición providencial de los verdaderos Zhou estaba envuelta en una zona de sombra muy preocupante. Iba a necesitar algo de tiempo y de calma para esclarecer el caso.

La entrada de Song Lan con una segunda tetera llena de humeante té originó un silencio de varios segundos.

– Su Excelencia tiene mucha razón, las naranjas de la provincia de Chi-en-lou son mucho más jugosas, pero tienen más pepitas -dijo la señora Zhou con perfecta naturalidad, como si la conversación hubiese girado en torno a los cítricos durante los últimos veinte minutos.

Su marido acercó la mano a la garrafa de vino, luego la retiró.

13

El juez tiende una trampa; descubre un tesoro.

Esa noche, el mayordomo Song Lan cayó dormido como una piedra, pese a los tormentos que habitualmente le obligaban a velar durante una buena parte de la noche. Soñaba que estaba sobrevolando un lago de oro donde ninfas de piel de jade le llamaban con sus voces melodiosas cuando una suave música lo trajo a la realidad. Encendió una lámpara. Sentía pesada la cabeza y la vista nublada. ¿De dónde procedían esos sonidos? ¿Acaso uno de esos actores imbéciles se divertía ensayando en plena noche, en su castillo? ¡Ah, si hubiese podido prescindir de ellos! Continuamente tenía que llamarlos al orden. Eran peores que los antiguos criados.

Salió al pasillo sin hacer ruido. Nadie. Le costaba despertarse del todo. Sin embargo, no había tomado alcohol. La cocina del monje debía de tener la culpa. Un temblor lo llevó un poco más lejos. Le pareció que alguien se movía por los pasillos. Pero cada vez que giraba una esquina, se encontraba solo. Siguiendo la música, Song Lan llegó a la capilla del castillo. Todo estaba en calma, oscuro, nada se movía. Cuando ya iba a dar media vuelta, el aire empezó de pronto a oler a incienso, pero ningún bastoncillo ardía cerca de él. La música sonó más alta. Venía del altar o del cielo, no sabría decirlo. De golpe, varios farolillos se encendieron espontáneamente, iluminando con una luz brillante la estatuilla de la diosa, una imagen reducida de la de la pagoda.

– ¿Qué ocurre? -preguntó con voz que pretendía ser autoritaria-. ¿Qué significa esto? ¿Dónde está todo el mundo?

«Duermen -respondió una voz sepulcral-. He extendido mi manto de sueño sobre esta casa. Deseo decirte algo sólo a ti. ¡Escúchame!» El mayordomo miró a su alrededor sin ver nada particular. Ni un alma.

«Prostérnate, hombre malévolo -ordenó la estatua-. ¡Gusano desobediente! ¿Así aplicas mis órdenes? ¡Sufrirás mi ira! ¡Mira cómo el brazo armado cae sobre ti!»

Hubo un rayo, un poco de humo y un demonio gesticulante, provisto de un sable, apareció a la derecha de la diosa. El mayordomo se arrojó de bruces al suelo.

«¡Podría reducirte a cenizas ahora mismo! -clamó la diosa-. ¡Mira los verdugos que te envío!»

Un segundo diablo apareció del mismo modo que el primero, por el lado izquierdo; tenías rasgos rojizos, ojos saltones, cabellos desgreñados.

– ¿Qué quiere, diosa poderosa? -preguntó Song Lang con voz temblona.

«¡Quiero mi oro! -replicó la diosa-. Este oro que te confié y que has dejado en manos impuras. Ve a buscarlo en la habitación de ese funcionario incompetente y llévalo a donde lo encontraste. No está hecho para las manos sucias de la justicia corrupta. Más tarde lo recogerás, cuando estés decidido a darle mejor uso. ¡Ve! ¡Muévete! ¡Yo te ayudaré! ¡Pero no me defraudes más!»