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El mayordomo se incorporó. Los demonios se habían esfumado. Retrocedió espantado, hizo una reverencia y salió de la capilla corriendo. En las cocinas escogió un gran cuchillo. Necesitaba un saco. Regresó a su cuarto. Todo estaba en silencio. No se oía siquiera la respiración de esos actores estúpidos a los que se había visto obligado a contratar para que interpretaran el papel de compañeros, ese monje obeso y ese jardinero tan impulsivo que podía ser criminal. Caminó hasta los aposentos de los invitados. La puerta no estaba cerrada con llave. El sargento roncaba ligeramente sobre su estera. Song Lan empujó la segunda puerta y entró en la habitación del magistrado. También él dormía: a la luz de su lamparilla distinguió el abultamiento de la colcha. Al menor gesto, no vacilaría en hundirle la hoja en el vientre. Sería la manera más sencilla de acabar. Un día tendría que librarse de él, igual que de los otros, si la situación empezaba a eternizarse. Qué más daban tres gotas de sangre más o menos.

Los lingotes reposaban sobre una mesa, como si estuviesen esperando la visita de su propietario. La diosa tenía razón: ese juez idiota no era digno de poseerlos. Song Lian metió uno tras otro en el saco. Estaba tan nervioso que uno de los lingotes se le escurrió de las manos y cayó al suelo haciendo un ruido capaz de despertar a los muertos. El ronquido en la estancia de al lado se interrumpió. El mayordomo aguzó el oído con ansiedad, aferró con más fuerza la empuñadura del puñal. Al cabo de unos instantes, volvió a oír el ronquido. La silueta del juez dormido no se había movido. Song Lang se dijo que la protección de la diosa no eran palabras vanas. Terminó su trabajo y salió de la estancia por la crujía.

El viento agitaba furiosamente la copa de los árboles. Era una noche propicia a las apariciones mágicas. Se dirigió raudo a la pagoda temblando, apretando el fardo contra el pecho. ¡Cuánto había que codiciar ese tesoro para prestarse a esas manipulaciones inacabables! ¡Y resulta que hasta las divinidades se inmiscuían! No le molestaba en el fondo que le diesen su aprobación. Pues eso era lo que había entendido de las exhortaciones celestes. Qué importaba lo que le dijera la diosa. Se había revelado en su fascinante desnudez, había sentido la necesidad de dirigirle sus mensajes: él era su elegido. Es cierto que se había permitido hacer algunos cambios en sus recomendaciones, pero era necesario y ella no se lo reprocharía.

¿Qué hombre podía jactarse a la vez de ser rico y admitido en la intimidad de los dioses? Su acto lo había acercado a los seres superiores, escapaba al común de los mortales. ¡Él mismo era un semidiós! ¡Ya nada podía atravesarse en su camino! Tenía el poder absoluto, la diosa le protegía, lo consideraba digno de ella. Y si a ese magistrado insignificante se le ocurría llevarle la contraria a sus proyectos, sabía muy bien qué iba a hacer con él.

Llegó a la pagoda. Tres farolillos iluminaban la entrada. La diosa esperaba, ella le enseñaba el camino. Un camino que él conocía bien. Rodeó el edificio, apartó las ramas y sacó una llave de la manga. Acercó el farol para encontrar la cerradura, abrió y entró. Unos instantes más tarde volvía a salir, recolocaba el montículo de ramas, y apresuradamente se dirigió a la capilla para dar cuenta de su misión.

El olor a incienso seguía siendo muy intenso.

– He obedecido, diosa poderosa -dijo con la cara contra el suelo-. Quiero que vuelvas a darme tu apoyo. Te serviré fielmente siempre. Levantaré en tu honor un templo magnífico, en la provincia donde pronto me instalaré. Quedarás contenta de mí.

«Que así sea», le respondió la voz sepulcral. Se apagaron las luces de golpe y todo quedó a oscuras. El mayordomo se retiró después de una última inclinación y regresó a acostarse, aunque en esta ocasión era del todo incapaz de conciliar el sueño.

Al día siguiente, después del arroz de la mañana, el monje fue a avisarle de que Su Excelencia había pedido carpa para comer.

– ¿Desde cuándo ese perro se permite dictar los menús? -gruñó el mayordomo-. De todos modos, ustedes han dejado que se hundan las bancas de pescado, como todo en esta casa, y ahora están vacías. Ese pretencioso funcionario comerá lo que haya.

– No está de buen humor -objetó el monje-. He tenido la mala suerte de decirle que había recuperado algunas de las cubetas flotantes. Algunas carpas han vuelto, por costumbre, para rebuscar algo que comer. Bastará con ir con una redecilla, no llevará mucho tiempo. Ayúdame, sin ti no lo conseguiré y despertaría sospechas.

Song Lan le siguió refunfuñando. Las cubetas estaban hundidas, sólo una de ellas flotaba apenas. El monje se acercó al agua, redecilla en mano. Los dos hombres miraron dentro del estanque.

– ¡Ahí veo una! -exclamó el cocinero.

Recogieron un primer pez y luego otro, que arrojaron dentro del cubo.

– Necesitamos al menos tres -dijo el monje-. ¡Ya la veo! ¡Ayúdame!

Se inclinó bruscamente hacia adelante, perdió el equilibrio y se agarró con fuerza al mayordomo, al que arrastró en su caída. Los dos hombres cayeron al agua.

– ¡Imbécil! ¡Torpe! ¡Criminal! -gritó Song Lan en cuanto salió a flote.

Una vez fuera del lago, los pescadores corrieron a ponerse al abrigo, llevando las carpas en brazos.

– ¡Amigos míos! -exclamó la señora Zhou recibiéndolos en la escalinata-. Pero ¿qué les ha ocurrido? ¡Podrían haberse ahogado! ¡Ya hemos tenido bastantes desgracias!

Su hija acudía ya con toallas secas. Las dos mujeres se pusieron a friccionarlos. Los llevaron dentro de la casa y prepararon té.

– ¡Se morirán como no se cambien ahora mismo! -dijo la señora Zhou-. Voy a preparar una infusión ideal para enfriamientos.

Era muy previsora. Los dos hombres se dejaron arropar como niños, entorpecidos por el resplandor de la estufa delante de la que se calentaban. El mayordomo comprobó mecánicamente que no había perdido la llave al caer. No, seguía notándola dentro de la manga.

El muchacho se dirigió corriendo al juez Di, que esperaba cerca de la pagoda.

– Mamá me ha dicho que le traiga esto.

Sostenía en su pequeña mano una gruesa llave manchada de verdín. El juez la cogió.

– ¿Sabes silbar? -preguntó al niño.

– ¡Claro que sí, noble juez! ¡Yo sé hacer de todo! ¡Sé subir a los tejados para tocar la flauta y hacer cabriolas!

Se disponía ya a demostrárselo, pero el juez lo detuvo.

– No será necesario por ahora. Ya nos has ayudado mucho esta noche.

Le pidió que estuviera al acecho, escondido detrás de un árbol, en caso en que se descubriera el cambiazo. Rodeó el pabellón como había visto hacerlo al criado la noche pasada, apartó las ramas y despejó la portezuela, que abrió sin dificultad con la llave. Se había preocupado de coger una buena lámpara y la encendió. Cruzó una primera estancia de techo bajo, sucia, polvorienta, cubierta de telarañas. Era difícil imaginar que albergara un tesoro. En un rincón, un tramo de escalones que se adentraba en el suelo llevaba a una segunda puerta, carcomida, que abrió con la misma llave. Olía a humedad. Levantó la lámpara, vio que las paredes rezumaban agua. En una de ellas, de la que sobresalía una roca, había colgado un curioso patchwork de telas y de marcos de madera. ¿Para qué podía servir? Los marcos, bien barnizados, sostenían tirantes un fino tejido de seda empapada. El agua de la roca se deslizaba imperceptiblemente de seda en seda para terminar desapareciendo en un canal del suelo.

El juez observó entonces un detalle extraordinario. No era apenas nada, una huella ínfima, un minúsculo brillo dorado: en cada uno de los marcos, que actuaban como filtros, se depositaba oro. El agua, al pasar, dejaba su tributo de oro, día y noche sin interrumpirse nunca. De hora en hora era muy poco, pero probablemente al cabo del año suponía cantidades interesantes. El juez Di buscó con la vista dónde podía estar reunida la cosecha así cogida. Descubrió dos cofres. El primero guardaba un enorme montón de polvo de oro. En el segundo reposaba una reserva de lingotes salidos de la función que había descubierto junto a las cocinas. Tuvo que sentarse. Acababa de descubrir el secreto de la familia Zhou, el que se legaban de una generación a otra, sin haberla compartido nunca con los lugareños. Delante de sus ojos tenía la explicación de su repentina opulencia. Y ahí estaba la explicación de su devoción al lago: a él le debían toda su fortuna.