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Di imaginó al humilde pescador del siglo pasado, ese pobre Zhou sin pretensiones pero lleno de ingenio que un día al arrojar las redes había descubierto esta caverna, ese agujero del que chorreaba un reguero de oro fino. Tuvo que imaginar el sistema idóneo para recoger el oro poco a poco, sin fatigas, sin atraer la atención, con paciencia infinita… Y unos años después ¡se había convertido en un hombre rico! El pescador se había convertido en propietario de tierras. Sólo se dio prisa en adquirir la isla, el lago y todas las tierras que lo rodeaban, para vedárselas a los curiosos. Bastaba con que sus descendientes levantaran las redes de vez en cuando, cambiaran las telas de seda, para disponer de una fortuna inagotable con la que hacía mucho tiempo ya que no sabía qué hacer.

Así, la mentira no empezó con la impostura de los actores. Los Zhou eran mentirosos por tradición. Los mentirosos de hoy no habían hecho más que sustituir a los otros. Era como para creer que la atmósfera del lago estaba envenenada, para que nadie dijese nunca la verdad. Estaba contaminada por el oro que fluía de la roca. El viejo Zhou lo había expresado muy bien: ese tesoro era su desgracia, era su maldición. Se habían enriquecido, pero fueron incapaces de escapar de la influencia del lago. Nunca lo habían abandonado, no se habían alejado un paso de él; toda su existencia giraba en tomo a él como un náufrago que eternamente da vueltas en su isla. Ese terreno no era un refugio sino una cárcel. El oro de la diosa no los había liberado sino que los había encadenado a ella irremediablemente. Ellos habían sido sus esclavos. Y ahora que habían muerto… ¡era Song Liang el que se había convertido en su juguete! Ella lo había hechizado.

El juez Di trató de recuperar la lucidez. Tener tan a mano esa fortuna, abandonada casi en una cueva húmeda, le mareaba. Había suficiente para instalarse en la capital y llevar una vida de gran lujo durante varias generaciones. ¡Toda una tentación!

Descubrió otra puerta al fondo de la caverna. No estaba cerrada con llave. Cuando abrió, un curioso olor le cosquilleó la garganta. Se cubrió la boca con un pañuelo y entró. Cuando alzó la lámpara un espectáculo macabro se ofreció a sus ojos. En el suelo estaban tendidos unos al lado de otros los siete cadáveres. Había una pareja de unos cuarenta años, vestida ricamente con lujosos brocados. El hombre lucía un fino bigote. La mujer era bajita y rolliza. A su lado dormía para la eternidad una muchacha de unos quince años y luego seguía un niño. Por último, tres criados con ropas más sencillas, pero cuyos rostros conservaban, pese a estar muertos, el aire digno de los criados de las casas de alto rango. Los falsos Zhou, al lado de éstos, eran meras caricaturas.

El juez saludó respetuosamente a los difuntos: acababa de conocer a sus auténticos anfitriones. Hacía fresco, como dentro de una cripta de un monasterio de montaña. Esa cueva aurífera era un siniestro mausoleo. El juez comprendió por qué a la actriz le había costado entrar en los vestidos de su modelo: su figura era muy distinta. En cambio, el señor Zhou tenía un punto en común con el actor: la misma blandura en el rostro, expresando sin duda, en este caso, la indolencia del hombre que no había tenido otra obligación en su vida que levantar unos trozos de tela manchados de oro, y como única carga ocupar su tiempo libre como pudiera. Sus rasgos eran serenos: la vida no había sido más que un intermedio, se habían ido a soñar a otro lugar. El juez no descubrió trazas de enfermedad, ni mejillas hundidas ni el cabello bañado en sudor. ¿Cómo habiendo sucumbido a las fiebres podían tener un aire tan descansado, tan tranquilo?

El juez Di sintió que empezaba a dolerle la cabeza. Salió del lugar pestilente antes de caer desmayado y cerró tras de sí. Recolocó las ramas como mejor pudo y se alejó, a punto de vomitar.

– ¿Y qué? -preguntó el chiquillo corriendo hasta él tanto como le daban las piernas-. ¿Ha encontrado el tesoro sí o no?

El juez enarcó las cejas. Ese niño no terminaba de entender la importancia de un magistrado imperial.

– No he encontrado nada, amiguito -respondió para desalentarlo de seguir por ahí-. Está sucio y hay bichos. Llévale esta llave a tu madre, para que la guarde en su sitio. Iré a verla dentro de un momento.

El muchachito tomó la llave con decepción y corrió hacia el castillo. En cuanto al juez Di, tuvo que ir a respirar en el arenal hasta olvidar el olor, que se le pegaba a la ropa.

– ¿Qué? -preguntó Hung Liang cuando le vio cerrar la puerta de sus aposentos.

– ¿Dónde está el mayordomo? -preguntó el juez.

– Nos hemos encargado de mantenerlo ocupado, como nos ordenó. La señora Zhou le ha cogido hábilmente la llave mientras lo friccionaba y la ha sustituido por otra parecida. Él no se ha dado cuenta de nada y no ha salido de la sala. El monje se entretiene estornudando. ¿Puedo preguntarle a Su Excelencia si ha encontrado lo que buscábamos?

– Ah, sí -respondió el juez con un suspiro-. He encontrado oro. Y los cadáveres por añadidura.

– ¿Entonces los Zhou están muertos de verdad? -dijo el criado, decidido a extraerle toda la información-. ¡Qué triste! ¿Qué les ha ocurrido?

– Envenenados seguramente.

– ¿Cómo lo sabe Su Excelencia?

– He probado la comida de la casa.

Se sumergió en sus cavilaciones. Lo tenía todo: el móvil, el botín, los cuerpos de las víctimas, y el asesino estaba al alcance de la mano. En otras condiciones, el asunto estaría resuelto.

El juez Di se preguntó si debía armar un escándalo por el oro que había desaparecido de su habitación. Lo cual planteaba un problema: él no era un actor profesional. Temía que su arrebato no resultara creíble. Era mejor no hacer nada, como si no se hubiese percatado de la desaparición. Era inútil complicar más sus relaciones con ese triste sujeto.

En cuanto a los Zhou, estaban interpretando sus papeles con maestría inusitada. Lo suyo era un arte de campanillas. Ahora mantenían una complicidad con una parte de su público, como cuando interpretaban los misterios para los rústicos. Su auditorio sabía que estaban interpretando, y eso lo cambiaba todo. A solas con el juez Di se mostraban relajados. Cuando entraba el mayordomo, la representación se hacía en su honor. A solas con su criado-empleador estaban más incómodos, pero eso no cambiaba demasiado respecto al momento previo. No había pasado mucho tiempo antes de que ese individuo se convirtiera en motivo de preocupación: sus engaños, sus cóleras, sus arrebatos seguidos de mohines de amabilidad cautelosa, les daba escalofríos desde el principio. Muy pronto había sido demasiado tarde. Su codicia se había convertido en miedo helado a un personaje imprevisible, del que podía temerse cualquier cosa, porque no conocía límites.

Solo en la mesa con los Zhou, el juez Di sorprendía miradas, gestos fuera de lugar en su juego; susurraban, se relajaban. Al llegar el mayordomo, todo volvía a su lugar al instante, como marionetas de las que el señor tira de las cuerdas. Las sonrisas estudiadas volvían a sus labios, los ojos perdían la expresividad, pronunciaban las frases de manera maquinal.