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– ¿Sus esposas soportan bien sus cambios de destino cada tres años? -preguntaba la señora Zhou con su mejor entonación de solícita anfitriona.

Varias veces le pareció al juez leer en la cara del mayordomo, casi impenetrable, su satisfacción: los actores nunca habían interpretado tan bien su papel de anfitriones envarados. Al fin estaba contento, precisamente cuando lo estaban traicionando.

De vez en cuando, para distraerse, incluso se burlaban de él. El juez, atento ahora al juego, captó en su conversación largos fragmentos de teatro clásico. Recitaban delante del «celoso criado» tiradas enteras, en el tono más banal, o se reían bajo capa de su impasibilidad. El hombre no era un erudito, los lamentos de la pobre princesa Koi-Ne o las exhortaciones del rey-mono trasladadas a la vida corriente, con que el señor Zhou fingía reñir a su hijo, le pasaban por alto. Cuando uno de los cuatro actores dejaba escapar por casualidad una frase exagerada o enfática, recitada en tono de tragedia, el mayordomo se contentaba con alzar discretamente los ojos al cielo, tranquilizado al ver que el juez no se inmutaba. Era el pelele de la farsa y creía que se burlaban de otro. La situación habría sido graciosa si no fuera porque bailaban sobre cadáveres.

¿Cuánto tiempo podía durar la comedia? El juez notaba que les estaba pidiendo un esfuerzo creciente, pese a la naturalidad que aparentaban. Sus nervios no soportarían más de dos o tres días. Era urgente recibir ayuda.

– ¿No podríamos capturar a este hombre a la espera de entregarlo al ejército? -preguntó el señor Zhou al oído del juez.

En realidad, Di no estaba del todo seguro de que el mayordomo fuese el culpable que andaba buscando. E incluso, de serlo, ¿quién le aseguraba que los Zhou no eran sus cómplices? Prefería mantener la situación actual. Era mejor que no cambiara nada a la espera de conseguir que la espada de la justicia cayera sobre él. Por desgracia, a la fuerza se dio cuenta de que sus aliados empezaban a mostrar signos de cansancio, estaban empezando a patinar. El señor Zhou cada vez prestaba menos atención a su larga barba postiza, muy importante a la hora de convertir a un actor de segunda fila en un honorable aristócrata, y se le despegaba al sorber la sopa, lo que obligaba a su huésped a fingir que no se percataba de nada.

A medias por interés, a medias por compasión, les dio una fecha límite: si por la mañana no se habían producido cambios, atarían al mayordomo y enviarían a Hung Liang en busca de algún tipo de ayuda, la que fuera.

14

El juez Di busca ayuda en vano; todo el mundo muere.

El juez levantó la vista del estudio dedicado a Lao-tseu donde andaba buscando solución a sus problemas. Algo había cambiado. Un rayo de sol bañaba la ventana. Salió a la crujía. Las nubes se disipaban lentamente, dejando sitio a un sol tan radiante como no lo había visto en varias semanas. Entonces oyó un ruido de carrera.

– ¡Noble juez! -gritó el niño de lejos-. ¿Ha visto? ¡Hace buen tiempo! ¡La diosa expulsa a la lluvia para que la ciudad pueda honrarla en el río! ¡Estamos salvados!

Luego se marchó en sentido contrario dando gritos: «¡Hace buen tiempo! ¡Hay sol! ¡Podremos celebrar a la diosa! ¡Quiero un dragón de papel!»

¿Era posible que esas viejas supersticiones descansaran sobre un fondo de verdad? De hecho, si el tiempo se mantenía, el río no tardaría en calmarse. Tal vez ya desde mañana, los lugareños podrían dedicarse a su festividad de la perla. En días como ése se apoyaban las leyendas regionales. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que alguien asegurase haber visto a la diosa apartar la corriente con un golpe de cola? Mientras paseaba por la galería cubierta para admirar los rayos de sol sobre el lago, se cruzó con los distintos habitantes del castillo. Con expresión radiante, tenían una actitud de adoración delante de lo que les parecía un prodigio, largo tiempo esperado. El fin de la adversidad significaba para ellos mucho más que para los aldeanos. Incluso el mayordomo contemplaba las pequeñas olas con expresión encantada. ¿Qué podía estar pensando? El juez se dijo que rara vez había podido observar en la intimidad el rostro de un asesino sabiendo pertinentemente que el hombre o mujer en cuestión era culpable. Tenía algo de fascinante. Y el hombre parecía un hombre como cualquier otro. Era necesario poseer la convicción del juez para distinguir a través de su aparente bonhomía el rictus de la violencia y la muerte. La idea le dio escalofríos.

Una hora después, el agua empezaba a descender. El juez Di pensó que la corriente delante del portón sería ya menos potente. Su investigación estaba cerrada. Importaba ahora ir a por ayuda a la ciudad, para ponerles los grilletes al asesino. Sólo el Cielo sabía lo que todavía intentarían contra uno u otro de los habitantes del castillo, e incluso contra él, el magistrado.

Sin avisar a nadie, se dirigió al extremo del sendero acompañado por Hung Liang. Había dos barcas amarradas cerca del portón. Llevaron una hacia la corriente, que efectivamente estaba más calmada. Cuando el juez tomó sitio en el interior, notó cómo los zapatos se estaban mojando. El agua entraba a borbotones por un agujero practicado en el fondo.

– Cojamos la otra barca -dijo, saliendo rápidamente de ésta.

Cuando sacaban la segunda embarcación, Hung Liang se detuvo y señaló el suelo.

– Mire, noble juez. ¡Ésta también está hundida! ¡Sabotaje!

Alguien había hecho varios agujeros, de manera que resultaba imposible practicar un colmatado provisional. Alguien quería impedir que se marcharan. El juez Di suponía quién podía ser. ¿Song Lang había descubierto su superchería nocturna?

El mayordomo se encontraba delante de la carreta de los actores, que estaba parcialmente desmontada. Los actores habían estado tocando sus enseres, algunos objetos habían sido retirados del amontonamiento y otros devueltos a su sitio. ¡Así que se preparaban para huir! Pues él no estaba de acuerdo con esta parte de la obra. Ya se había ocupado de las barcas. En cuanto a los actores, sería ya sólo cuestión de horas. «No dejes mi oro en manos impuras», había dicho la diosa del lago. No, no iba a traicionarla. Además, ¿por qué compartir? Se lo quedaría todo, ya que solamente él era digno del tesoro. No importaba un crimen más. Después de haberse librado de sus queridos señores, ¿qué le importaba la vida de un grupo de malos actores y de un juez inepto? Sería cosa de un visto y no visto, bastaría con nada. La cripta aún podía acoger algunos huéspedes. Jamás encontrarían los cuerpos.

Pasó el resto de la tarde preparando su partida. Los filtros habían funcionado. El polvo de oro estaba recogido, ya sólo quedaba esconderlo en algún accesorio de ceremonia, una estatua de cartón que representaba a la diosa y que él mismo llevaría por el río. Luego se haría trasladar a la otra orilla, pueblo abajo, compraría un caballo en Ho-Cha. Y entonces empezaría su nueva y brillante existencia.

Fue un día espléndido. El agua se había retirado, como prometían los antiguos, para permitir la celebración náutica. El lago casi había recuperado el nivel normal. Los lotos estaban a punto de resurgir como ni nada hubiera ocurrido. Dentro de poco se podría vadear la corriente delante del portón.

El juez Di, para calmar su impaciencia, fue a consultar algunas obras eruditas en esa biblioteca que sólo tenía interés para él. Encontró al benjamín de los actores hojeando algunos dibujos de mujeres-zorras y de monos vestidos como personas que ilustraban una colección de cuentos.

Poco antes de cenar, la señora de la casa entró en la estancia y murmuró algunas palabras al oído del magistrado. Luego acarició el cabello de su hijo, con sonrisa enigmática, y salió.

– ¿Sabría dibujarme un demonio? -preguntó el niño.

Al juez le recordó a sus hijos. Empezaba a echar de menos a su familia. Sus esposas debían de preguntarse si seguía vivo, seguramente estarían locas de preocupación. Con un poco de suerte, pronto podría tranquilizarlas.