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En la sala común, el espectáculo era más desastroso que nunca. Los ratones no abandonaban el barco sino que lo invadían. Los empleados de la posada chapoteaban en el agua y a contundentes golpes de pala intentaban matar a los animales, que conseguían casi siempre escapar nadando con frenesí. Las paredes resonaban con ensordecedores «floc, floc» y exabruptos que los furiosos criados les asestaban cada vez que una de sus víctimas escapaba. Di Yen-tsie consideró la batalla perdida de antemano. Mejor sería realizar una ofrenda al dios-ratón en la pagoda para conseguir la retirada de las tropas.

– ¿Nos servirían una taza de té? -preguntó en medio del tumulto y de la indiferencia general.

Nadie reparó en su presencia hasta pasado un largo cuarto de hora, después de que un mozo levantara triunfalmente por la cola al más débil de los asaltantes, cuyos hermanos habían terminado replegándose en espera de una nueva embestida. En la habitación reinaba ahora una calma relativa. Fue entonces cuando se oyó a alguien o algo que llamaba suavemente a la puerta.

– ¡Ve a abrir! -gritó el posadero a una de las criadas, preguntándose por qué el cielo le enviaba tantos huéspedes en el momento en que no se hallaba en condiciones de responder conforme a las reglas de la profesión.

La mujer abrió a duras penas el batiente de la puerta y lanzó un grito agudo que dejó clavado a todos en el sitio. Todas las miradas se volvieron hacia la entrada. Esperaban ver a alguna criatura gesticulante salida de la nada que venía a solicitar refugio contra los elementos, odiosos a los propios demonios. El juez Di no vio nada al principio, luego reconoció una especie de plancha grisácea que entraba lentamente en la sala inundada, con una ligera ondulación provocada por los remolinos. Cuando la plancha estuvo más cerca, vio que tenía en un extremo algo muy parecido a unos cabellos, y en el otro lo que sin lugar a dudas era un par de pies, uno de los cuales calzaba aún un zapato. El cuerpo fue a tropezar con la mesa sobre la que estaba encaramado el juez. Unos grandes ojos glaucos y vidriosos se posaron en él con la fijeza de un pez muerto. La criada daba ahora grititos de horror, a los que enseguida se unieron los lamentos y plegarias de los otros criados.

– ¡Buda poderoso, guárdanos de recibir a difuntos entre nuestra clientela! -exclamó el posadero-. ¡Qué presagio espantoso! ¡Rápido, hay que quemar incienso!

– ¡Es la peste! ¡Es la peste! -repitió un mozo escapando.

– No creo -respondió el juez Di.

Había observado en la frente del cadáver una brecha alargada que inducía a pensar en una caída antes del ahogamiento.

– Llamen a un médico -ordenó, recuperando por reflejo su autoridad de magistrado-. Él certificará la muerte y nos dirá la causa. ¡Apresúrense!

El posadero envió a uno de los mozos, no sin antes observar que los archivistas de cuarto rango eran capaces de mostrar mucho aplomo, por no llamarlo arrogancia, en un pueblo que ni siquiera era el suyo. El juez Di rogó a los dos mozos menos pasmados que depositaran el cadáver en lugar seco, encima de una mesa.

– ¿Alguien conoce a este hombre? -preguntó.

Algunos negaron con la cabeza, pero la mayoría estaban demasiado estupefactos para mirar atentamente. El moño del desconocido se había deshecho. Con ayuda de un trapo de cocina, el juez apartó los largos cabellos que se le habían pegado al rostro. Sobreponiéndose al asco, intentó imaginar qué apariencia pudo tener el muerto antes de quedar hinchado y blanqueado por efecto del agua. Reconoció entonces a uno de los comensales con los que había charlado la noche anterior.

– ¡Es el señor Li Pei! -exclamó una criada-. ¡El representante de sedas! ¡Y decir que estaba sentado en esta misma sala no hace ni medio día! ¡Le gustaban tanto mis gambitas asadas!

– ¡Qué desgracia! -exclamó el posadero pensando que su huésped había dejado para el día siguiente saldar la cuenta-. ¡Qué pérdida irreparable!

El médico, un hombre entrado en años, bastante bien vestido y dotado de una larga barba gris dividida en dos con meticulosa afectación, arribó a la posada a bordo de una minúscula barca de fondo plano que debía de servirle para pescar la carpa dorada en sus días de descanso. Entró chapoteando en el comedor, visiblemente contrariado porque hubieran considerado necesario molestarlo por tan poco. El examen del cuerpo apenas le ocupó tres minutos.

– Bueno, está muerto y, en cuanto a la causa, ahogamiento -concluyó haciendo ademán de retirarse-. Hay ahogados a montones desde hace un tiempo.

– ¿Y esa herida en la frente? -preguntó el juez Di.

El médico lanzó una mirada impaciente al seudoarchivero de cuarto rango preguntándose por qué le fastidiaban con muertos cuando tantos vivos amenazados por la epidemia imploraban sus preciosos servicios. No obstante, se dignó inclinarse por segunda vez sobre el objeto que excitaba la curiosidad malsana del extranjero, y declaró:

– Se habrá herido al caer al agua. O bien lo habrá golpeado algún tronco de árbol a la deriva. No hay nada misterioso en ese detalle. Hasta la vista, señores.

Se esfumó, y ni todos los archiveros del mundo habrían logrado retenerlo un minuto más lejos de los enfermos que, ellos sí, sabían recompensar las molestias que se tomaba para visitarlos en su tante no reservaba mayores sorpresas para el sagaz investigador. Debió de llevar consigo el librillo donde anotaba las citas, que con toda seguridad se había perdido durante su último baño.

El juez dejó al posadero a solas con su codicia y regresó a sus habitaciones. El sargento Hung, ya despierto, se esforzaba en reavivar el brasero para acabar con la humedad que invadía el ambiente. Su señor le resumió el curioso asunto del muerto flotante con el que acababa de tropezar. Hung Liang no creía en la casualidad:

– Es extraño -dijo- que ese vendedor haya venido a golpear precisamente la puerta de la posada donde pasó la noche. O bien ese hombre murió muy cerca de aquí o bien la corriente se ha tomado la molestia de acompañarlo… O de traérselo a usted, como si el agua hubiese querido avisarle. A lo mejor, el espíritu del muerto ha querido dirigirse a usted para pedir venganza. No sería la primera vez, y no tendría nada de extraño. Creo que Su Excelencia debería ir a consultar a los oráculos al templo más cercano. No pueden haberse inundado todos.

El juez Di consideró que un testigo del asesinato no habría actuado de manera diferente si hubiese deseado que se abriera una investigación sin atreverse a prestar declaración. ¿Significaba eso que alguien había conducido el cuerpo hasta él? La hipótesis hacía aguas por todas partes, pues él estaba en la posada de incógnito. ¿Y si había sido el propio río el que había querido disculparse por una muerte que alguien pretendía endosarle? Su estancia en estos parajes parecía resueltamente situada bajo el signo del agua y de las coincidencias. Tenía la impresión cada vez más aguda de que deidades desconocidas pretendían influir en su destino desde que había puesto en riesgo su vida subiéndose a ese junco fatal.

Tenía el estómago revuelto tras la inspección del «ahogado», así que renunció a tomar nada y se tendió para meditar sobre los hechos recientes. Una hora más tarde abrió un ojo y descubrió que el sueño o el aburrimiento que habían tendido sus redes sobre él era contagioso: Hung Liang volvía a roncar en la otra punta de la habitación, tendido vientre arriba sobre la estera de junco. Una minúscula cosa marrón se movía cerca de su barbilla. «¡Una rata! -se dijo el juez-. ¡Que no se despierte precisamente ahora!»