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El juez Di recordó entonces por qué motivo no había hecho caso de los exabruptos del testigo. El monje ayudó al patriarca a acompañar con teas los nueve féretros hacia el templo de la Felicidad Pública, a la espera de su inhumación en el cementerio: los soberbios féretros de los Zhou, los de sus criados y la vieja criada, y el de su asesino, repescado en el lago, al que habían depositado sobre cuatro tablas más juntas. El malhechor recuperaba en la muerte su lugar subalterno.

Al amanecer nadie había pegado ojo. El juez Di acababa apenas de conciliar el sueño cuando oyó arañazos en su puerta, del lado de la crujía.

– ¡Entre! -gritó preguntándose quién venía a molestarle.

Era la señorita Zhou. En su rostro había una expresión de timidez que, por una vez, no parecía fingida. Se arrodilló ante la cama del magistrado.

– Vengo a implorar su clemencia -dijo.

– ¿Para su familia de embusteros?

– No. Para Ho. Lo amo. Le suplico a Su Excelencia que no me rompa el corazón y le perdone lo que hizo, su arrebato irreflexivo.

El juez consideró que la damisela no carecía de audacia. ¿Cómo perdonar a un hombre que había intentado matarle mientras dormía? ¡Merecía el peor de los castigos! Aunque no necesariamente según lo previsto por la ley… En definitiva, la víctima era él, y a él le correspondía elegir la penitencia. De pronto tuvo una idea.

– Le perdonaré… A condición de que se case con usted cuanto antes. Ésa es mi condición y no admite réplica.

Una sonrisa radiante iluminó la cara de la joven. Estuvo a punto de saltarle al cuello, le dio cien veces las gracias y corrió a anunciar la buena noticia al joven. El juez Di sonrió, sarcástico. No le había concedido el perdón para procurarles la felicidad. El jardinero había intentado ahogarlo: pronto sería él quien se ahogaría. La estrangulación con que solía castigarse a quien asesinaba a un funcionario era una muerte demasiado rápida; él lo condenaba a un sufrimiento mucho más largo y refinado. El desdichado quedaría más que castigado con una esposa tan artera; diez mil veces llamaría maldito al día en que renunció a ser ejecutado para vivir un calvario sin fin con esta mujer que de día en día perdería belleza, atractivo, pero no su perfidia, y que compensaría la pérdida de sus encantos con un malhumor insoportable.

Los actores le esperaban en el pasillo con expresión lastimera.

– ¡Ahora comprendo por qué sus platos eran tan malos!: ¡usted no es cocinero! -le dijo al monje.

– No entiendo qué quiere decir Su Excelencia. Siempre cocino así. ¿Hay algo que no sea de su gusto? -respondió Salvador del Paraíso con expresión indignada.

Los dos jóvenes iban de la mano. El encantador cuadro tenía la ternura algo ñoña de las figuras de cerámica vidriada.

– Se han prometido -anunció la madre de familia con una dulzura que sonó fuera de lugar.

El juez lanzó un profundo suspiro. Los animó a aprovechar el descenso de las aguas para abandonar el lugar cuanto antes. Tuvo en consideración que se habían redimido al ayudarle a desenmascarar al asesino; a fin de cuentas, les habría sido fácil permitir que el mayordomo acabara con su vida, incluso animarle a ello para saquear la casa. Los Zhou dieron las gracias con una reverencia. Una hora después, atravesaban el portón sin reclamar su dinero.

El juez Di los vio alejarse en su carreta por el camino embarrado. Le costaba creer que se fuesen con las manos vacías, pero poco importaba. El anciano Zhou no echaría en falta un lingote de oro más o menos. ¡Y entonces cayó en la cuenta de que ni siquiera había preguntado por su auténtico apellido!

Se convino que la monja vendría a instalarse en el castillo para ocuparse de su antiguo galán. El juez se preguntó si sería capaz de impedirle que siguiera visitando a la señorita Capullo de Rosa un día a la semana. Seguro que no. En principio, la dinastía de los Zhou terminaba con él. Pero ¿quién sabe? Tal vez la mujer-flor le daría in extremis un heredero. Con la protección de la diosa, todo era posible. El juez Di se sorprendió fabulando con las supersticiones. Después de todo, el día de su festividad, la diosa del lago Zhou-an les había entregado al abominable mayordomo.

La casa por fin estaba tranquila. Era el momento de tomarse unas horas de descanso. Se tendió en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Este caso tan singular seguía preocupándolo. Esos propietarios del castillo, una generación tras otra, habían extraído de la bodega tan sólo lo necesario para llevar una vida agradable. Vástagos de un simple pescador, sin grandes ambiciones, habían conservado la voluntad denonadada de pasar desapercibidos. De hecho, hasta su muerte habría permanecido ignorada de no ser porque un cadáver había llegado flotando hasta sus pies y delatado el crimen. ¡El difunto había actuado como testimonio de su propio asesinato! «Siempre conviene contar con la venganza de los cadáveres y de su fantasma», resumió para sus adentros el juez Di; luego pensó que la atmósfera mágica de la mansión había contaminado también sus ideas. Ya era hora de regresar al mundo real.

A la mañana siguiente. Hung Liang le anunció con cierta satisfacción que un barco había arribado con el resto de su escolta. El magistrado se dijo que no le quedaba ya sino pagar las reparaciones efectuadas en el barco que los había traído, para reanudar su periplo. Precisamente tenía a mano, para ello, un bonito lingote de oro, el que había encontrado en el parque. No había que ser demasiado estricto respecto a la honradez; después de todo, no lo había robado, lo había encontrado entre unos arbustos. El señor Zhou tenía muchos más, si es que se acordaba. Y resolver el enigma del castillo bien valía un pequeño regalo. El viejo probablemente no tenía nada que hacer tampoco del cuaderno de estampas raras que le habían obsequiado sus falsos hijos. Y a la primera esposa de Di iba a gustarle muchísimo, fanática como era de los dibujos antiguos.

El magistrado y su sargento bajaron el tramo de escalones de la escalinata, dejando a su espalda las dos quimeras con la pata alzada en señal de una felicidad que era ya cosa del pasado, y cruzaron por última vez el bonito puentecillo arqueado que sorteaba los lotos blancos y rosa. Di no pudo por menos que pensar que ese hermoso jardín del bien estaba destinado a una rápida degeneración, ahora que el mal había sido extirpado. Se despidió sin lamentarlo del castillo del lago de Zhou-an, de su lujo inútil y de sus espectros, cuya sombra sobrevolaría durante mucho tiempo aún sus aguas brumosas.

Frédéric Lenormand

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