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O el sargento Hung captó sus pensamientos o bien el animal le cosquilleó con el pelo, la cosa fue que el sargento abrió repentinamente los ojos como platos, lanzó un grito y se levantó de un salto cubriéndose la cara con las manos. Luego quiso castigar la afrenta del pequeño roedor, que huyó por una grieta en la puerta. El sargento corrió tras él, armado con un bastón. Abrió la puerta… y se encontró de bruces con un ejército de ratones que subían la escalera al asalto de los desvanes. Las aguas habían vuelto a subir y era un sálvese quien pueda generalizado. Hombres y roedores estaban obligados ahora a disputarse los espacios no inundados, y no era seguro que los primeros consiguieran la mejor parte.

– Este albergue gana en elegancia a cada hora que pasa -observó el juez Di sin inmutarse-. Creo que ya es hora de replegarnos hacia lugares menos poblados.

Sacó de su escritorio un rollo de pergamino y redactó una carta sumamente amable por la cual rogaba a los señores del lago Zhou-an que tuvieran a bien recibir a dos viajeros sin amparo que solicitaban su hospitalidad. Firmó con su apellido y entregó la misiva al sargento para que algún criado, a cambio de una razonable propina, se encargara de llevarla.

Había transcurrido más de una hora cuando el hombre vino a llamar a la puerta. Devolvió la carta al juez transmitiéndole en tono consternado la respuesta de los señores: con gran pesar, les era imposible recibir a ningún visitante dado el desorden en que se hallaba su humilde hogar a causa de las inclemencias del tiempo. Deseaban al archivista mejor suerte al continuar viaje.

«Hum», dijo el juez con aire pensativo. Al recibir su petición, los Zhou debieron de preguntarle al recadero por la condición del huésped. La palabra «archivista» no debió de pesar mucho en la balanza frente a su pequeño confort o a su repugnancia a dejar que entraran en su casa personas extrañas en tiempos de epidemia. Su buena conciencia iba a necesitar un incentivo para animarlos a abrirle las puertas. Pues se emplearía a fondo en proporcionarles ese incentivo. Volvió a su escritorio, mandó fundir la cera de sellar, dejó caer algunas gotas en la parte inferior del mismo documento y esta vez incluyó su sello oficial, garante de sus elevadas funciones; un sello cuya mera visión era motivo de irritación para los ricos y de alarma para los miserables. Delante de la mención de su apellido, añadió el carácter que indicaba su dignidad de magistrado imperial. Entregó la carta al recadero con otra moneda y lo envió de vuelta a la casa del lago asegurándole que esta vez no debía temer un nuevo rechazo. A continuación pidió al sargento Hung que sacara los oropeles oficiales. Después de cambiarse, se puso en la cabeza el gorro negro de funcionario y preparó sus objetos personales.

Esta vez la respuesta tardó menos tiempo en llegar. El juez Di y su criado acababan apenas de cerrar el equipaje cuando sonaron dos golpecitos en la puerta de la habitación. Un hombre bastante alto, encorvado, con cara de incomodidad, esperaba en el rellano. Al ver al magistrado, se inclinó en una profunda reverencia.

– Quiera Su Excelencia perdonar el malentendido que de manera tan estúpida ha confundido a mi señor. Soy el mayordomo del señor Zhou, que se declara sumamente honrado del favor que desea hacerle Su Excelencia al buscar refugio en su modesto hogar durante el tiempo que Su Excelencia juzgue necesario.

«Ahí tenemos una reacción típica de esos grandes burgueses henchidos de orgullo -se dijo el juez-: se muestran tan exagerados en el halago a los poderosos como groseros en su desprecio a los humildes. Una actitud de nuevos ricos, de hidalgüelos de provincias, refinados por fuera y vulgares por dentro. Creo que la estancia va a ser de lo más interesante.»

– Su señor patrón no es responsable de este malentendido -respondió con afabilidad el juez Di-. Acepto encantado su oportuna invitación.

– Saldremos cuando Su Excelencia lo decida -dijo el mayordomo volviéndose a doblar en dos-. Fuera tengo una barca sólida y segura, que nos llevará a nuestro destino sin correr riesgos.

El juez Di descendió la escalera muy digno, con las manos escondidas en las amplias bocamangas de su hermoso traje. Detrás de él venían Hung Liang, cargado con el escritorio y con su bolsa, mientras el mayordomo y dos mozos seguían con los cofres de viaje de cuero que contenían sus ropas y rollos. El posadero se quedó boquiabierto al ver al cortejo entrando en su desastrado comedor. Abrió los ojos como platos al ver al magistrado, ataviado con su traje verde y el sombrero de terciopelo negro conformes a la etiqueta. Hacía años que no recibía a un personaje de tan alto rango. Inundación, epidemia, ratas, ¡y, ahora, un juez disfrazado de archivero! Resbaló del taburete sobre el que se había refugiado y cayó al agua con mucho ruido y grandes salpicaduras. El juez hizo una señal al sargento para que pagara la cuenta y el curioso cortejo salió del figón inundado para tomar asiento en la barca enviada por el castillo.

Se trataba de una elegante embarcación pintada de rojo, adornada con esculturas que representaban dragones y animales acuáticos, y con los bancos cubiertos con cojines bordados. Un mascarón de proa con forma de sirena colocaba la navegación bajo la égida de la deidad lacustre. El pequeño barco seguramente solía utilizarse para pasear por el estanque a las damas del lugar, al abrigo de sombrillas de colores pastel. Una vez el juez y su sargento tomaron asiento, el mayordomo se armó de una pértiga para avanzar a través de las calles de la aldea cubiertas por las aguas. Por todos lados se veían a hombres con las piernas desnudas cargando de aquí para allá muebles y utensilios para ponerlos en lugar seco. La corriente arrastraba un lote de objetos de pequeño tamaño y animales ahogados. Era una visión apocalíptica, del fin del mundo, a la que los caprichos de los ríos por desgracia tenían acostumbrados a muchos súbditos del Imperio del Medio. Aquí o allá, unas obras propias de titanes, que los emperadores en su infinita sabiduría habían ordenado realizar, habían permitido dominar los ríos, pero casi siempre era preciso adaptarse a su curso irregular y a sus imprevisibles cambios de humor.

– No puede decirse que este mayordomo escatime esfuerzos -murmuró el sargento Hung al oído de su señor-. Es la segunda vez que pasamos por esta calle. Puede que nuestra presencia le haya alterado la memoria. ¡Nos está obsequiando con una visita completa a la ciudad!

El juez Di salió de sus cavilaciones para comprobar que, efectivamente, estaban tardando más de lo que había esperado en salir de la ciudad.

– ¿Hay algún problema? -preguntó al improvisado barquero.

– En absoluto, noble juez -respondió el mayordomo en tono obsequioso-. Pronto habremos llegado, no tema.

Pero, por el contrario, parecía decidido a dar todos los rodeos imaginables para alargar el trayecto. Los pasajeros no podían dejar de ver que existían caminos más cortos y que no eran los que él tomaba.

– No tiene prisa en volver al redil -comentó el sargento soplando sobre sus dedos entumecidos-. ¡Qué ganas de hacer ejercicio! Estoy a punto de pedirle que me deje empujar un poco: ¡al menos, así entraría en calor!

Pero, como el sargento Hung ignoraba la dirección que debían tomar, tuvieron que resignarse a los meandros que el mayordomo les impuso para llegar al remanso prometido. Hasta una hora más tarde no se encontraron con un pequeño pabellón, una de cuyas ventanas daba a lo que parecía ser una larga muralla.

«Es curioso -observó el juez Di-. Si sumo el tiempo que ha debido tardar el recadero en llevar la carta la segunda vez y el que tenía este hombre para venir a buscarnos a la posada, ha tardado una infinidad de tiempo en traernos. Me gustaría saber por qué. ¿Tan cansado está que no reconoce el camino de su propia casa?»