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En esto pensaba cuando dos criados acudieron a ayudarlos a salir de la barca. La finca discurría sobre un ribazo; caminaban ahora por terreno seco.

– Es la mejor noticia del día -observó el sargento Hung, sacudiéndose para entrar en calor.

Un palanquín los estaba esperando para trasladarlos hasta el castillo por un sendero que atravesaba el parque.

3

El juez Di encuentra refugio en un lugar más acogedor y conoce a una familia de lo más curiosa.

Al final del camino, descubrieron el castillo, levantado sobre una isla que ocupaba en un buen tercio de su superficie. Alrededor de la misma se extendía un pequeño lago parcialmente recubierto de lotos rosas y blancos. La lluvia y el crepúsculo tras las nubes no permitían discernir si el lugar era tan magnífico como se lo habían descrito. Los recién llegados distinguieron de lejos los numerosos farolillos colgados por encima de la escalinata y a lo largo de toda la galería cubierta que bordeaba la fachada. Era, por lo que podían valorar, una vasta construcción en la misma planta, ligeramente sobrealzada, a la que se accedía, después de un armonioso puente arqueado, por un tramo de escalones entre dos estatuas que representaban a quimeras con una pata levantada como promesa de prosperidad.

Sin duda habían estado muy pendientes de su llegada, pues cuando se encontraron bastante cerca vieron que la familia Zhou los esperaban en fila en lo alto de la escalera. Los propietarios del castillo se inclinaron con una simpática simultaneidad mientras el señor del lugar daba a la bienvenida a un huésped tan poco deseado.

– Los manes de mis antepasados se sienten honrados de recibir a un personaje de su rango, noble juez -dijo el pater familias, un hombre de considerable estatura, rollizo, que lucía una barba negra tan larga que le llegaba hasta el ombligo-. Damos gracias al cielo que nos permite conocer a un hombre de tanto prestigio. Espero que nuestra miserable morada no parezca en exceso indigna de su ilustre persona.

El juez Di dejó que añadiera algunas protestas del mismo tenor antes de agradecer la espontaneidad con que le había brindado techo y albergue. El señor Zhou soltó algunas toses, incómodo, y pasó a presentarle al resto de los miembros de la familia: su esposa, una dama aún hermosa por lo que la luz de los farolillos permitía adivinar de sus encantos, una muchacha de edad suficiente para pensar en casarse, pero vestida por debajo de su edad, como solía ocurrir en esas viejas familias, y un chiquillo de expresión traviesa que inducía a suponer que regalaba algunos días difíciles a sus padres. Había, además, una vieja criada, un joven jardinero y hombre para todo, y un personaje de cráneo rasurado, al que presentaron como el cocinero, aunque debía de ser un antiguo monje, seguramente demasiado aficionado a los placeres de este mundo para ir a enterrarse en un monasterio.

– Su Excelencia tal vez se extrañe de nuestro sobrio tren de vida -dijo el señor Zhou-. Tenemos al resto de la servidumbre repartida por nuestras fincas en previsión de cualquier catástrofe, en estos tiempos difíciles, y para ahuyentar a posibles ladrones y otros bandidos. Aquí estamos tranquilos, nunca ocurre nada. Nuestro buen mayordomo, Song Lan, dirige la casa con perfecto tino y se ocupa de resolver todas nuestras necesidades. Es el eje de nuestro hogar.

El mayordomo se inclinó con una profunda reverencia.

– Vivimos con una sencillez propicia a la meditación -añadió el señor Zhou, que parecía con ganas de conversación.

– Su Excelencia estará impaciente por descansar de sus fatigas antes de compartir nuestra modesta mesa -le atajó su esposa con una sonrisa que traicionaba un asomo de exasperación.

El juez Di tuvo la impresión de que la palabrería de su marido la irritaba y que deseaba acabar con ese parloteo que era puro formulismo. Siguió a la vieja criada al interior de la casa después de prometer que se reuniría con ellos tan pronto hubiera tomado posesión de los aposentos.

El castillo había sido diseñado siguiendo la división habitual en pabellones separados por diversos patios interiores. Le condujeron a un ala lateral, que según vio estaba ligeramente sobrealzada encima del lago. Un conjunto de plantas dobladas por el viento rodeaban la galería, que corría alrededor de su apartamento. Éste consistía en varias estancias muy amplias y ricamente decoradas. Habían encendidos braseros y una cama de amplias proporciones y columnas labradas dominaba la habitación principal. El magistrado dio las gracias a la criada y se quedó a solas con el sargento Hung, que aireaba sus ropas.

– ¡Bueno! -exclamó el sargento-. ¡Deberíamos haber venido directamente aquí! ¡Menuda diferencia con el sórdido agujero del que acabamos de salir! Estos Zhou son estetas aficionados a la opulencia, si tenemos que fiarnos de la decoración. Aquí dentro hay más obras de arte que en ninguna de las residencias oficiales que Su Excelencia ha tenido la suerte de ocupar en los últimos diez años.

– Es verdad -respondió el juez-. El señor Zhou parece un ser insignificante, pero la casa no carece de esplendor. Lo más probable es que lo haya heredado de sus antepasados. Se necesitan vanas generaciones para reunir semejante colección de pinturas y de maderas preciosas. Son como el árbol cuyo tronco sólido termina en frágiles ramitas. Cuando las raíces son buenas, un árbol puede permitirse el lujo de dar algunas ramas débiles. El mayor lujo de los vástagos de las fortunas antiguas es no mostrarse a la altura de su herencia.

El juez Di se reprochó la contundencia de su juicio. Después de todo, ese Zhou había mostrado buena voluntad. La bienvenida podría haber sido glacial. Debía esperar a que pasara algo de tiempo para que le mostrara alguna de las cualidades que con toda seguridad debía de haber desarrollado, como todo hombre de letras cuya existencia había consistido en un mero dejarse llevar. El magistrado se acusaba del flagrante delito de apriorismo, digno de los patrones de pesca de la Garza Plateada.

No tardó en reunirse de nuevo con sus anfitriones. Cuando el joven jardinero llamó a la puerta de su apartamento para brindarse a guiarlo por el laberinto de pasillos, el juez Di notó que su estómago le recordaba que apenas había comido, tras perder el apetito al examinar al muerto flotante. Convenía ir a saborear la refinada cocina que podía esperarse de una casa de solera como ésta.

El señor Zhou lo recibió en el umbral del comedor.

– Espero que Su Excelencia haya quedado satisfecho con sus apartamentos -dijo con cortesía-. Si echara algo en falta, será un placer poder…

El juez Di alzó la mano para interrumpirlo.

– Estoy encantado de la cortesía con que han tenido a bien recibirme. Es un apartamento magnífico. Mi estadía aquí sólo puede ser dichosa…

Un frío silencio respondió a estas palabras.

– Bastará para acoger a Su Excelencia los dos o tres días que dure su alto en el viaje -respondió la señora Zhou en un tono cargado de insinuaciones-. Le supongo con prisa por reemprender camino. Un hombre de su dignidad tiene ocupaciones de las que no podrá escapar durante mucho tiempo.

Al juez Di no le pasó por alto la prisa que tenían por verlo marchar.

– Por desgracia -respondió-, no sé en qué momento el estado del río me permitirá continuar el viaje. Se me espera en Pu-yang, donde me llama un nuevo destino. Este imprevisto es una contrariedad.

– Una contrariedad, sin duda -respondieron a dúo los señores Zhou, como si ésa hubiese sido la mejor expresión de sus pensamientos de las dos últimas horas.

«No puede decirse que los habitantes de Zhouan-go sean muy aficionados a las distracciones imprevistas», se dijo el magistrado. Rara vez había visto a nadie tan apegado a su rutina diaria. Le parecía un monasterio taoísta alterado por la irrupción de una soldadesca que había llegado para requisar el santuario y establecer su guarnición. No recordaba que le hubiesen comentado que los nativos de la región fueran famosos por su falta de curiosidad.