– Por suerte -añadió-, la presencia providencial de un palacio tan espléndido como éste mitigará de sobras la pena que pudiera sentir al verme apartado de mis deberes.
Los Zhou se inclinaron con gratitud ante un cumplido que pareció no darles ni frío ni calor. La criada y el joven jardinero trajeron varios platos repartidos en dos bandejas lacadas.
– Perdone la modestia de estas viandas -dijo la señora Zhou-. Vivimos en cierta manera como eremitas, sobre todo en esta época del año. Espero que nos lo disculpe. Usted mismo debe de estar acostumbrado a respetar los preceptos de Buda, que recomienda abstenerse de comer hasta la saciedad.
El juez Di asintió con la cabeza dando por seguro que era una mera fórmula de cortesía. Cuando vio los tres raquíticos pescados flotando en una salsa de color pálido, comprendió el alcance realmente trágico de esas palabras. Pues no se trataba de austeridad como de penitencia. El arroz estaba demasiado hecho, la salsa era insípida y las verduras de pésima calidad. Mientras engullía lo que al paladar resultó tan triste como a la vista, creyó que se trataba de un plan deliberado para obligarle a echar de menos los fastos culinarios de la Garza Plateada. Pero los Zhou parecían disfrutar sinceramente y con apetito de esa cocina insulsa, que terminaron sin ascos y con una rapidez propia de personas acostumbradas a considerar el alimento una condición forzosa de la existencia, lo cual no dejaba de resultar algo insolente cuando se sentaba a la mesa a un invitado de rango tan elevado.
«Seguro que son miembros de una de esas sectas budistas que tanto daño están haciéndole a este país -se dijo el juez, removiendo la sopa con los palillos queriendo encontrar algo sólido-. Nunca se dirá bastante cuánto daño hacen todos esos predicadores itinerantes en las conciencias de los débiles.» Se acordó entonces del cocinero del cráneo rasurado: ahí tenía la explicación. El budismo más mojigato se había adueñado de los fogones. Ya procuraría que le trajeran algunos cuencos con comida de la posada, donde, al menos, ahora que conocían su condición, le servirían como al distinguido cliente que era. Confucio tampoco preconizaba los excesos, pero al menos no animaba a nadie a soportar privaciones voluntarias, que resultaban más ridículas que piadosas.
En cambio, el vino corría a raudales, sobre todo dentro del gaznate del señor Zhou. El juez Di se fijó en que llenaba la copa a un ritmo cada vez más rápido, pese a las miradas de censura que su esposa le dirigía. El bebedor se lanzó a pronunciar un apasionado discurso sobre el maravilloso paisaje de los alrededores, que dejó a su auditorio mareado, antes de que lo consiguiera el vino. «Ahí tenemos probablemente la razón por la que mi presencia resulta indeseable -se dijo Di-. Este Zhou es un borrachuzo al que el monje matahambres no ha logrado curar de su vicio, y su familia trata de esconderlo para no arruinar su reputación local, ya bien maltrecha.»
La señora Zhou dio algunos discretos golpes de abanico en el brazo de su marido, que interrumpió bruscamente sus poéticas descripciones geográficas, de modo que un silencio incómodo se impuso en el comedor. La cena de cuaresma había terminado hacía unos minutos, pero el juez Di dudaba si levantarse y despedirse tan pronto. La señora Zhou le sorprendió dando unas palmadas.
– Mis hijos van a hacer una demostración de sus habilidades musicales -anunció con la inspiración de una repentina buena idea.
El niño cogió una flauta mientras la niña agarraba un laúd.
– Han tomado clases con los mejores profesores -dijo orgullosamente la señora de la casa-. Estamos muy comprometidos con las artes, como todo en esta casa demuestra, ya lo habrá observado.
«¡Qué calamidad! -pensó el juez-. Si la música es tan buena como la cocina, me temo lo peor.» Los jóvenes de la casa empezaron a tocar una melopea que la muchacha realzó con su bonita voz. En contra de los peores auspicios del juez, tocaban perfectamente afinados. Todo resultaba de lo más encantador, salvo por un no sé qué vulgar que el juez no pudo identificar. Y de pronto recordó qué era: había oído esa misma cancioncilla en una plaza pública, en Han-yan. Los profesores de los que la señora Zhou había hablado no podían ser de tan gran nivel. La pobre mujer se había dejado estafar, pues nadie pagaba una fortuna a un preceptor para que enseñase a sus discípulos un repertorio de feria. Sin embargo, esas incongruencias aportaban a la escena un tono inusual, el primer detalle simpático de la velada. El magistrado, en cuanto terminó la canción, alabó de corazón a los artistas, para alegría de su anfitriona, que fingió sonrojarse con melindres de damisela.
Pero la expresión del rostro se crispó de repente. Los cuatro Zhou clavaron los ojos en la puerta con la misma expresión que los empleados de la posada cuando vieron aparecer el cadáver flotante. El juez volvió la cabeza en la dirección de la mirada. Un viejecito de barba cana estaba en el umbral, apoyado en un bastón. El señor Zhou se levantó y fue apresuradamente a recibirlo.
– Querido padre -dijo-. Qué bondadoso es honrándonos con su presencia esta noche.
El viejo tomó asiento frente al juez sin decir palabra.
– Permítame que le presente a mi padre, Zhou Lipeng -dijo el señor Zhou.- El señor Di es un eminente visitante que se ha dignado detenerse en nuestra casa a la espera de que cesen las lluvias -gritaba al oído del viejo, que no movió ni una ceja al oír la noticia.
– Todo el mundo tiene que morir un día -acabó respondiendo con voz vacilante.
Los Zhou se miraron confundidos. La señora Zhou se inclinó para explicarle al juez.
– Mi venerable suegro no está del todo en su sano juicio -explicó, aunque el invitado ya había llegado a esta conclusión sin su ayuda-. Es un anciano sin malicia, pero lo que dice no tiene ninguna lógica. No haga caso.
– Es un honor conocerle, señor Zhou -dijo el juez a gritos.
– La muerte es un final ineludible -respondió el viejo, cuyas preocupaciones del momento se decantaban resueltamente por lo morboso-. Pero el reposo eterno nos consuela de todo.
– Sin ninguna duda -gritó el juez Di, al tiempo que pensaba que la muerte del viejo supondría sobre todo un gran descanso para su familia-. Su padre es un hombre de enorme sabiduría -le dijo a su huésped según la cortesía exigía.
– ¡Sí! -respondió el señor Zhou con sonrisa de entusiasmo, tranquilizado al comprobar que la excéntrica personalidad del patriarca no había impresionado demasiado a su invitado-. Es eso, ¡un anciano sabio!
– De una sabiduría hermética, pero sin duda cargada de sentido común, tan valioso en los tiempos que corren -añadió el juez.
– Sólo se muere una vez -recitó el anciano, animado.
Como no había nada que añadir a la sentencia, el juez Di se despidió de la familia y se hizo acompañar a sus apartamentos.
Habían servido a Hung la cena en su habitación. No había recibido mejor trato que su señor.
– Bien -dijo el juez después de echar un vistazo a los relieves del pescado y verduras hervidas-. Por un instante creí que ese fastuoso ágape me lo habían reservado a mí, pero veo que es el régimen general de la casa. No hay cosa perfecta en este mundo.
– Por desgracia -dijo Hung con un suspiro-. Cada fruta tiene su hueso, y los más bellos atraen más gusanos que los demás.
Una idea rondaba al magistrado. El discurso del señor Zhou sobre las maravillas del paisaje local le recordaban extrañamente algo, pero no era capaz de decir qué.
– ¿Puedo saber qué proyectos tiene Su Excelencia respecto al caso del vendedor de sedas asesinado? -preguntó Hung.
El juez Di respondió que, en el presente estado de cosas, era imposible trasladar sus dudas a la administración local. La inundación y su tren de desolaciones debían tener ocupadas a todas las fuerzas disponibles. No iban a abrir una investigación sobre esos asuntos anexos, ni siquiera para detener al mayor asesino del mundo. El magistrado del distrito se reiría de ese supuesto crimen, sin pruebas ni testigos, que había tomado por víctima a un representante de comercio de los que cada semana desaparecían varios por los caminos del Imperio.