– Pero ¿cómo nos las arreglaremos para llegar? -pregunto el sargento Hung cuando llegaron al pórtico, justo por encima de la inundación.
– Es sencillo -respondió su señor-: cogeremos prestada esa embarcación que está esperándonos ahí, y tú remarás.
– ¿Y no podríamos llevarnos prestado también al mayordomo, o a ese joven jardinero tan fortachón, para que nos guíe? -preguntó el sargento con renovado entusiasmo.
El juez Di no tenía ningunas ganas de llevar consigo a ningún criado de la casa, que no haría otra cosa que espiarlos. El sargento Hung se resignó a ejercer de barquero, después de haberse desempeñado como porteador y doncella de habitaciones.
Mientras su criado los conducía con la pértiga tratando de evitar las salpicaduras, el juez, sentado en medio de la elegante embarcación, reflexionaba y observaba, con la serenidad de un Buda desplazándose sobre el agua encima de una hoja de loto gigantesca.
Al volver de una calle distinguieron a lo lejos al anciano Zhou, en una barca conducida por el mayordomo.
– Veo que es día de salida -observó el juez Di-. Ventilan al anciano por el agua después de haberlo tenido encerrado en su habitación. Parece que lo cuidan con el viejo método del frío y el calor alternos.
Tal y como el juez había predicho, su improvisado marinero, que no era lo que se dice un maestro en el oficio, tardó mucho menos tiempo en llegar a la Garza Plateada que el mayordomo en conducirlos a las puertas de la finca.
La alegría del posadero al verlos de vuelta a su albergue fue casi tan grande como el alivio de Hung Liang al dar por terminado el agotador trayecto. Estaba claro que la identidad secreta del magistrado había alimentado todas las conversaciones del establecimiento desde que lo abandonaron para instalarse en la casa del lago. Todo el mundo los trataba como a ministros con un sinfín de reverencias. Una idea, sin embargo, no dejaba de dar vueltas en la cabeza del posadero. Al ver a un hombre tan poderoso y con un séquito tan escaso temía que intentara darle gato por liebre con un traje robado, lucido por algún canalla audaz. Un crimen como ése se castigaba con el hacha, pero la imaginación de los bandidos no tenía límites. Lo habitual era que un juez llegase precedido por ocho portaestandartes al grito de «¡Llega Su Excelencia!» y además de un gran número de servidores que sostenían el palanquín oficial, engalanado de oro y púrpura.
Al fin se decidió.
– Su Excelencia me permitirá que le pregunte por qué razón viaja sin séquito, sin esbirros, sin esposas ni valets…
Dicho esto, retrocedió un paso, asustado de su propia temeridad. El juez Di enarcó una ceja y condescendió en explicar que sus esposas llegarían más adelante. Forzado a asumir el cargo de manera urgente, había tenido que embarcarse como pasajero en un pequeño navío mercante, abandonando a su séquito a los azares de otro embarco. Y sólo había conservado a su lado al sargento Hung, «heredero de un largo linaje de criados devotos a su familia».
El posadero se inclinó ante Hung Liang como si estuviese en presencia de la familia Di resucitada hasta la octava generación. «¡Apenas esta aldea se acostumbra a la presencia de un magistrado y ya reclama todo su boato y se queja de falta de decoro y ceremonial! -pensó el juez Di-. Así son los hombres, se acostumbran tan pronto a los honores que nunca dejan de pedir más. ¡Dentro de poco, se extrañarán de no recibir la visita del emperador y de su corte!»
Los dos comensales comieron con buen apetito, primero porque en comparación con el régimen monacal del castillo todo les parecía suculento, y luego porque convenía recuperarse de la cena de la víspera y adelantarse a la que los esperaba. Las monedas de cobre con que el juez Di saldó la nota acabaron con las dudas que pudiera albergar aún el restaurador. Un hombre que pagaba era un hombre de bien, no se lo podía confundir con un estafador. Y, al contrario, todos los pobres le parecían unos golfos redomados.
Ahora que había recuperado su dignidad oficial, el juez Di aprovechó para interrogar a los comensales de dos noches atrás. Quiso saber de dónde venía el representante de sedas, para qué firma trabajaba y a qué clientes se proponía visitar. La conversación fue de lo más decepcionante. Sabían que el difunto era originario de Dei-Pu, pero era imposible llegar hasta la fábrica de sedas mientras no mejorase el tiempo. En cuanto a sus contactos locales, podían anotarse en la lista al conjunto de los burgueses de la zona, y particularmente a las damas, lo cual suponía una lista de sospechosos demasiado larga para el tiempo que el juez Di calculaba que duraría este obligado alto en su viaje.
A través de la ventana vio pasar por segunda vez al anciano Zhou, entrando esta vez en una bella casa, situada al otro lado de la calle. El posadero, con ganas de chismorreo, explicó sin hacerse de rogar que el viejo estaba dando su paseo semanal. Hasta donde podía remontarse su memoria, no recordaba que nada se lo hubiera impedido, así nevara, helara o el río sufriera la mayor crecida de la década que recordaran los habitantes de Zhouan-go.
– Habría creído que, con un tiempo como éste, el anciano preferiría quedarse caliente en palacio -observó Hung.
– El sentido común no es el rasgo más común -respondió el juez-. Además, a esa edad son nuestras costumbres lo que nos mantienen con vida. Por cierto -preguntó al cooperativo posadero-, ¿qué ha hecho usted con las muestras de tejido que encontramos en el cuarto del representante?
La pregunta pareció incomodar a su interlocutor. Le enseñó algunos paquetes, pero entre ellos el juez Di no encontró la hermosa tela de seda de color crema con motivos de camelias.
– Creo que olvida un paquete -insistió el juez-. ¿Dónde está?
El posadero, cada vez más apurado, dio unas palmadas. «Que venga Yu», ordenó. Le respondieron que era difícil que pudiera acudir pues estaba ocupada, en plena labor de costura. «¡Que venga como esté!» atajó secamente.
Apareció entonces una joven ataviada con un bonito vestido con un adorno de camelias bordadas y el dobladillo por terminar. El juez comprendió que tendría que recuperar la muestra sobre el cuerpo de la cocinera, que al parecer mantenía con el posadero unas relaciones lo bastante estrechas para que le cayera en suerte algún que otro regalo cuando se presentaba la ocasión. Desde luego, era el mismo tejido que llevaba la señora Zhou. Di tuvo la consideración de dejar que se lo quedara, pero le recomendó que tuviera cuidado, pues podía convertirse dentro de poco en una pieza probatoria. La portadora de la pieza probatoria se sonrojó tanto como las camelias de su vestido.
– Es el mismo tejido que llevaba la hermosa señora Zhou -observó el juez con desenvoltura.
El rostro de la cocinera, que se sentía tan halagada como apurada, viró al rojo amapola. Sin embargo, no era tan fácil considerar la similitud de las telas una prueba formal de asesinato: los vendedores itinerantes eran la primera fuente de aprovisionamiento de una ciudad pequeña. Seguro que había diez mujeres como la señora Zhou con un vestido con el mismo origen. El juez Di se prometió poner en claro este punto con su encantadora anfitriona a la primera ocasión.
Salieron de la posada en el mismo momento en que el anciano Zhou abandonaba la casa de enfrente para dirigirse al templo de la Felicidad Pública, cuyas columnas se erigían al final de la calle.
– No está dando un paseo -observó el juez Di-. Lo suyo es una carrera de fondo. O bien el viejo esconde unas fuerzas físicas insospechadas o bien su familia ha decidido librarse de él obligándolo a un entrenamiento propio de un atleta.
Se dirigieron al puerto para averiguar si estaba previsto salir pronto. El río estaba más calmado, aunque una gran cantidad de escombros continuaba el siniestro desfile de ramas y de puercos muertos vientre al aire. El capitán del junco les informó que los desperfectos que había provocado su azarosa navegación no habían sido reparados. Y nada de eso habría ocurrido si el magistrado no hubiese utilizado su autoridad para obligarlos a ello. Dicho lo cual, aprovechó para sacarle algún dinero, que el juez le entregó en cuentagotas, dividido entre el deber, que le llamaba a Pu-yang, y las ganas de quedarse donde estaba para resolver el enigma del cadáver flotante. Disponía al menos de dos días, si hasta entonces la corriente llegaba a calmarse. En ambos casos, su conciencia quedaría tranquila: los elementos decidirían si su investigación llegaba a buen puerto o no.