José Carlos Somoza
El Cebo
Para Diego Jiménez y Marga Cueto
Todo el mundo es un escenario,
y los hombres y mujeres, meros actores.
Como gustéis, II,7
Prólogo
Ibiza,
tres meses antes
La máscara parecía mirar a la muchacha con expresión malévola. Pero se trataba, tan solo, de un simple adorno étnico, tallado en madera y colgado de la pared. Había otra máscara idéntica, situada a cierta distancia de la primera. La muchacha se fijó en ellas por primera vez cuando le pidieron que se colocara de perfil. Solo hablaba la persona que estaba sentada; la otra permanecía de pie tras la silla, en silencio.
– Ahora, por favor, quítate la camisa.
Aunque no le exigían que lo hiciera de forma insinuante, la muchacha pensó que se había despojado del pantalón y los zapatos demasiado rápido, y quiso demostrarles que sabía crear interés. Ya se había desabrochado la camisa, de modo que la pasó por un hombro y luego por el otro, haciéndola resbalar hasta las muñecas. No llevaba sujetador, pero sus pequeños pechos apenas destacaban en el conjunto de una anatomía situada en algún punto entre la delgadez y la anorexia, donde las bragas eran un diminuto triángulo tan negro como el resto de su ropa. Había elegido aquel color adrede, para que contrastara con su piel de leche y sus cortos cabellos platino. Los únicos detalles de su aspecto que no resultaban tan sutiles eran los abultados, sensuales labios y los párpados hinchados por noches de trabajo destellante y generosas dosis de alcohol.
Después de abandonar la camisa en la misma silla donde había arrojado el pantalón, retrocedió hasta el centro del escenario improvisado. El par de cegadores focos de estudio apenas le permitía vislumbrar otra cosa que aquellas dos máscaras en la pared de su izquierda y el monóculo de la videocámara frente a ella. La voz de la persona sentada tras la videocámara era suave, agradable, muy clara.
– Da una vuelta completa, por favor.
Mientras obedecía, dijo algo para rellenar los tensos silencios.
– ¿Lo hago bien?
– Sí, tranquila.
Estaba tensa. Claro que lo estaba, por mucho que se dijera a sí misma lo contrario. No era que careciera de experiencia en ese tipo de sesiones, desde luego. «Leni», u Olena Gusyeva, como figuraba en su manoseado pasaporte con una foto horrenda de su rostro estampada al lado como un insulto, veinticuatro años de edad, había posado a menudo frente a las cámaras, y en muchas ocasiones incluso con menos ropa de la que llevaba en aquel momento. La culpa la tenía Karl, el fotógrafo berlinés que la había sacado de Kiev, su ciudad natal, para traerla a Ibiza. Habían vivido juntos tres años antes de que él la abandonara, pero durante aquel tiempo Karl le había confeccionado un fantástico book que Olena había colgado en su web personal y mostrado a casi todas las agencias españolas y extranjeras que pudiesen estar interesadas en hacer algo con ella. Por el momento trabajaba de camarera en una disco ibicenca, pero estaba segura de que su suerte cambiaría. Algún día viviría su gran sueño de hacer cine. Adriana, la chica hondureña que compartía piso con ella, echaba las cartas y se lo había augurado:
– Tendrás un futuro maravilloso, Leni, siempre y cuando me hagas caso.
Adriana tenía la piel morena, era bajita y de facciones indígenas. Había empezado de camarera con Olena, pero ahora había conseguido un «empleo serio» de ayudante en una agencia turística. Olena la quería mucho, porque era una chica extrovertida y muy apasionada. Lástima que también fuese tan aprensiva. No cesaba de darle consejos. Olena la llamaba «mamá», aunque su verdadera madre jamás se había preocupado tanto por ella. Adriana solía decir que, para chicas como Olena, Ibiza no era una isla sino una especie de tierra de nadie unida a los cinco continentes. «Sé de otras que han venido aquí y de repente han desaparecido, y ya no vuelves a saber más de ellas -le decía-. Terminan en algún lugar de Asia o en algún país árabe.» Estaba obsesionada con secuestros, asesinatos y violaciones. Insistía en que Olena preparase un «kit básico de supervivencia»: un conjunto de trucos para moverse con seguridad en todos los ambientes.
Para Adriana solo importaba el futuro: lo descifraba o lo temía. Olena, en cambio, vivía el presente, pero no era menos precavida que su amiga. Su país natal, Ucrania, era tan difícil como podría serlo cualquier otro que Adriana hubiese conocido, y tenías que aprender a ser cautelosa desde muy joven si no querías llevarte un disgusto. De modo que Olena jamás iba a ningún lugar nuevo sin que lo supieran hasta las dos muñecas de su niñez que habían constituido su único equipaje cuando salió de Kiev. En ocasiones se presentaba a las citas «sospechosas» acompañada de uno de los musculosos vigilantes de la discoteca, y siempre dejaba mensajes grabados indicando cuándo se marchaba y cuándo esperaba regresar. Por supuesto, jamás olvidaba el móvil, aunque sabía que era el recurso más inútil, debido a los numerosos sistemas de inhibición de señales que podían utilizarse para anular la cobertura. Confiaba más en las personas que en las máquinas, como todo ciudadano sabio de su tiempo. «Leni» Gusyeva no era fácil de engañar, pese a su aspecto aparentemente frágil. En cierto modo, su «kit básico» era mucho mejor que el de la propia Adriana.
– Perfecto. Quédate así, de frente. Mira a la cámara.
Pero estaba nerviosa, no podía negarlo. Sentía la boca seca y, aunque estaba casi desnuda, había empezado a sudar. Y no era que hubiese nada en aquella sesión que le preocupase lo más mínimo. Las dos personas que se hallaban con ella poseían el grado justo, casi exacto, de cortesía y distancia necesarias. Llevaba media hora de grabación, y ya le habían advertido que la filmarían en ropa interior, lo cual era absolutamente normal. Su ansiedad se debía, sin duda, al deseo de hacerlo bien para resultar elegida en aquel casting. Tenía que ser eso.
Había intuido desde el principio que aquella podía ser su gran oportunidad. El anuncio que había visto en internet parecía, a primera vista, uno de tantos. Se trataba de escoger a chicas con «posibilidades», filmarlas y elegir entre todas las grabaciones las dos o tres mejores para enviarlas a productoras europeas y norteamericanas. Así de directo. En el mismo anuncio figuraba el nombre de la agencia: Ephesus. Olena había buscado todo lo que había podido sobre aquella agencia, y resultaba que tenían más de diez años de experiencia promocionando rostros nuevos para comenzar con pequeños papeles en películas de gran presupuesto. No dudó en enviar su book y datos de contacto. De todas formas, nunca respondían, ni aunque les enviaras «una foto tuya haciéndolo con un burro», como decía Adriana, siempre tan optimista.
Pero en esa ocasión respondieron.
Tres días después recibió un correo electrónico. Había resultado elegida para la prueba. La cita era a las siete de la tarde de un día de julio, en uno de los dos edificios gemelos Java de Playa d'en Bossa. El lugar ya de por sí sonaba bien: los Java eran bloques de apartamentos con sistema domótico y cosas tan caprichosas como paredes transparentes o puertas que se abrían al sonido de la voz. Un sitio así solo podía alquilarlo una agencia de la talla de Ephesus.
Olena pasó varios días eligiendo y descartando la ropa que llevaría para causar buena impresión. Al final se decidió por el conjunto negro de camisa, vaqueros y zapatillas deportivas. Y mientras se estaba vistiendo la tarde de la cita, Adriana penetró en tromba en su pequeña habitación.
– No vayas, Leni. Tengo un mal toque.
Olena conocía aquella expresión. Un «mal toque» significaba un mal presentimiento. Adriana le decía que sus «toques» se debían a que estaba en conexión espiritual con una hermana gemela que nunca había llegado a nacer. Su gemela la «tocaba» desde el más allá cuando quería avisarla de algo, por lo general un peligro. Gracias a aquellos mensajes, afirmaba, había llegado a evitar subirse un día a un autocar que terminó cayendo por un barranco.